Disclaimer: Ningún personaje me pertenece, salvo algunos OC maiar. Pero como sabemos que esas criaturas son invención de Tolkien, mi reclamo no es válido. Todo pertenece al profesor, quien sé que algún día me perdonará por esto (?) porque era un buenazo.
Agradecimientos a Himmelstrasse por el continuo apoyo a mis ideas más fumadas.
1
Lealtad
Una corriente de aire frío la despertó. Permaneció recostada bocabajo sobre el suelo, espabilando y tratando de ignorar el ardor en la ulcera de su tobillo izquierdo, donde el roce del grillete le había dejado la piel lastimada.
Durante un tiempo se dedicó a escuchar el goteo de las filtraciones entre las rocas del techo. Gritos guturales de terror y lamentos agudos que otrora le resultaran sobrecogedores, de cuando en cuando reverberaban en las paredes desde las celdas al otro extremo del corredor, sin que consiguieran arrancarle un escalofrío. Por el contrario, parte de su única distracción actual consistía en adivinar a qué especie pertenecía la criatura dueña de los lamentos. Elfos, otros maiar, algún animalillo demasiado inteligente o fuerte para su propio bien. La maia se perdonaba la hilaridad inevitable de lo patético en las suplicas, cuando ella misma era arrastrada para su turno en la sala de tortura.
No obstante, hoy no tenía el humor. Pronto se cansó de lo que escuchaba y la oscuridad se volvió desesperante.
El dolor asechaba nada más respirar y pronto cayó en la cuenta de que permanecer despierta era, como casi siempre, innecesario. Cerró los ojos y procuró dormir. El viento helado que se colaba por la pequeñísima ventana en lo alto de un muro impidió que volviera a sumirse en el sueño. Sérë cambió de posición. Parpadeó apresuradamente. Ahora miraba el techo de su celda. Pestañeó una vez más, como si quisiera aclarar la vista. No distinguió otra cosa que vagas siluetas grises.
El movimiento alborotó el dolor por todo su cuerpo. La garganta le ardía, el estómago lo tenía escaldado, la úlcera palpitaba en armonía con sus dedos machacados, y los músculos le hormigueaban dolorosamente. La rodilla sólo dolía cuando caminaba. Respiraba poco, pausado, para evitar que el escozor en los pulmones fuera muy molesto. También tenía frío, tiritaba y sentía el viento helado penetrar su carne. Su ropa hecha girones no era apta para la baja temperatura de la oscura celda. Sus carceleros, umaiar al servicio del Señor de Utumno, habían logrado fácilmente reducirla, magia oscura y torturas mediante, a un amasijo de carne que encerraba un espíritu ajado. Apenas un poco menos mortal que los aun no llegados Hijos Menores de Eru.
Transcurrió algún tiempo antes de escuchar el acostumbrado empujón violento que abrió la puerta. La vieja placa de hierro golpeó contra el muro y el fuerte estruendo le taladró la cabeza con una dolorosa punzada. Para entonces, Sérë acariciaba la dulce posibilidad de caer dormida de nueva cuenta (o caer en las garras de la inconsciencia). La llegada del sirviente de Melkor aplastó su esperanza de reposar al menos por unas horas bajo el cuidado de Irmo, pues Utumno no le había arrancado aquello todavía.
Aturdida, la maia se incorporó para quedar sentada como pudo, ahogando un quejido en la garganta mientras maniobraba. Entornó los ojos, deslumbrada por el resplandor débil y fluctuante de la antorcha del carcelero, quien no tardó en ladrarle una orden en su abstrusa lengua. Sérë no comprendió. Un gesto alarmado contrajo sus facciones, y se retrajo instintivamente al advertir un bufido exasperado del umaia, pegándose cobardemente al rincón más alejado de su celda, tiritando ahora de miedo, e ignorando el malestar que explotó por todo su cuerpo. Aquello había sucedido tantas veces desde la destrucción de las Lámparas, pero Sérë aun imploraba, muchas veces ya por simple hábito, que todo fuera una pesadilla, un juego macabro, pero a distancia de Melkor. Muchas veces, Sérë fantaseaba que había partido a Valinor, tan lejos de esa condenación, que no conocía Utumno sino en las travesías de su propia mente ociosa.
— ¡Arriba! —bramó él. Se inclinó, estiró una mano y haló de la cadena. La maia apretó los dientes para no gritar. Varinwë sacó de su túnica una llave y liberó su tobillo del grillete.
Se incorporó, obligándola a hacer lo mismo con brusquedad. La empujó hacia la puerta, y cuando Sérë, a tropezones, logró asirse al marco, el umaia se apresuró a colocarle grilletes en las muñecas.
La maia los observó con cansado asombro.
—¿Qué es? — inquirió suavemente, frunciendo el ceño,mitad irritada, mitad admirada. Alzó la cabeza para mirarlo a la cara—. ¿Qué hice tan bien como para que te veas obligado a colocarme los grilletes en las manos luego de todo este tiempo, Varinwë, en lugar de limitarte a arrastrarme del cabello a lo largo del pasillo? —. Casi soltó una risa irónica. Alzó una ceja y torció socarronamente la comisura derecha de su boca.
El umaia sonrió con sorna.
—Es tu día de suerte, tienes programada una audiencia real.
Sérë notó como el gesto burlón de Varinwë crecía en su rostro, y estuvo segura de que había dicho otra cosa. Sin embargo, su corazón golpeó desbocado contra su pecho y un zumbido agudísimo, acompañado de otra fuerte punzada, acribilló su cabeza. No escuchó más.
El semblante cínico de Sérë cayó.
Lo observó aterrada, asfixiada por el repentino nudo en la garganta. Los ojos blancos, sin iris ni pupila visibles; la inquietante fluorescencia violeta alrededor de ellos; la piel albina y su negro cabello en contraste con su tez. Sérë recordó el chasquido del látigo, las risas agudas, los insultos que había entendido y los que supuso lo eran, las frecuentes amenazas. Todas las ocasiones que él y sus ayudantes la habían atado al ecúleo para torturarla, pero Varinwë nunca le había provocado el miedo que le causaba en aquellos momentos.
Retrocedió inconscientemente, de vuelta a su celda. Se tambaleó un par de veces; el suelo era irregular y mohoso, y ella temblaba y tenía la mente nublada. Una audiencia real, decía el maia. Prefería que la acabara de una vez a latigazos, tal vez así pudiera deshacerse de la oscura magia que le impedía a su espíritu abandonar su cuerpo junto con aquél sitio.
Desde luego, desfallecer a punta de latigazos era considerado un regalo en Utumno, y nadie le iba a conceder gracia semejante.
—No es opcional —gruñó Varinwë, aproximándose con facilidad para enterrarle los dedos en el antebrazo y obligarla a dejar la celda.
Sérë forcejeó hasta que Varinwë, resoplando fastidiado, la sacudió con violencia y empleó las ahora corruptas habilidades que otrora adquiriera al servicio de Námo. Sérë casi desfalleció al sentir un enérgico espasmo en un lugar impreciso de su interior. El dolor detonó diferente al físico, no menos penetrante y aterrador, por el contrario, como si el umaia hubiera logrado herir su espíritu de alguna manera. Castigo que no experimentaba desde hacía tiempo. Mitigada y vacilante, avanzó empujada por el umaia y su inclemente mirada de advertencia.
—No he hecho nada malo, Varinwë —susurró vacilante—. Hace tanto que no intento escapar. Aun crees en la justicia, ¿no es así? No merecías ser despreciado por tus ideas, ¿merezco ser yo torturada por mi lealtad?
La maia advirtió como él sacudía la cabeza y reía entre dientes. Con esfuerzo, la prisionera contuvo un sollozo, pues no bien había iniciado su ruego, se daba cuenta de que topaba con pared.
—Va a destrozarme. —Su voz se quebró al final—. Pero no por completo, no destruirá definitivamente esta forma. —Pensó en detenerse y forcejear una vez más, hasta que la huella del dolor que Varinwë le había causado palpito maliciosamente en su interior—. Qué hice mal, ¿eh? No lo haré de nuevo, nunca más, tú y tu señor tienen mi palabra.
Varinwë se limitó a cambiar de mano la antorcha y asir su hombro para instarla a girar a la derecha del sombrío pasillo. Sérë trató de recordar lo acontecido antes de que caer inconsciente. Frustrada y alarmada a la vez, pero su mente estaba en blanco. No había nada en su memoria después de que uno de los ayudantes de Varinwë apareciera en la puerta del cuarto de tortura con un extraño objeto en sus manos. No había nada, excepto un enorme terror.
—¡En nombre de Eru, dime qué sucede! —Rogó. Las rodillas las sentía de goma y empezaba a hiperventilar, mientras la distancia entre ella y el Señor de Utumno se acortaba cada vez más—. ¡No puedo traicionar a mis señores, Varinwë! —La indiferencia del maia sólo empeoraba su miedo y su desesperación. Quería detenerse, pero sus pies andaban sin su permiso explicito ante el pavoroso recuerdo del castigo de Varinwë—. ¡Maldito seas, eres de piedra! ¿Sabes siquiera lo que es la lealtad?
Sérë creyó que el umaia se conformaría con enterrarle más las uñas en los brazos y volver a castigarla, cuando escuchó su voz pausada: — ¿Lealtad? —Inquirió sardónico—. Lealtad habría sido que colaboraras. Entonces, no habrías levantado sospecha y nadie te habría preguntado quién fue tu señor; habrías gozado de libertad y a nadie le habría interesado utilizarte. Para los maiar, no hay tal cosa como la explotación en Utumno, cuando se es fiel al señor. Ahora dices, no puedes traicionarlos —apuntó con malicia—. Pero, Sérë, si eso lo hiciste hace tanto.
Subieron una larga escalera, las antorchas empotradas en los muros se volvieron más frecuentes. Sérë se quedó en silencio una vez Varinwë terminó de hablar. El resto del trayecto meditó las palabras del maia. Hablaba de Utumno como si se tratara de la Valinor que ella no había conocido más que de oídas, y la cual aún tenía esperanzas de contemplar si esas bestias le dejaban un ojo al menos. Y no lo creía. Sérë sólo había asistido al terror y la desesperación en Utumno, y le asqueaba sobremanera el respeto con que Varinwë se refería a ese sitio horripilante.
Que Melkor se hubiera atrevido a poner encima de los Primeros Nacidos su mano negra y corrupta, le había dejado en claro cuán trastocado se encontraba, y cuán bajas eran sus esperanzas de salir de allí si no caía él primero.
Cuando finalmente estuvieron frente a una enorme puerta negra y brillante, pulida e inmaculada, el umaia la obligó a emerger de sus pensamientos, jaloneándola para que se detuviera, como si ella no hubiera advertido la monumental entrada y a los guardias sobre-armados apostados a ambos lados.
Varinwë dijo algo en la lengua que les era común a los de su clase. La señaló con la mirada un par de veces y rieron un poco a su costa. Sérë llegó a sentir gran vergüenza de hallarse en tan patético estado y de verse tan humillada frente a quienes, se suponía, eran sus iguales.
Finalmente, la puerta doble se abrió sin emitir sonido, lentamente. El frío manó denso de aquella enorme estancia, y el de por sí considerable miedo de Sérë se disparó al punto de urgir unas silenciosas lágrimas. Tiritaba y respirar le costaba tanto trabajo como nunca.
Su dignidad como maia al servicio de grandes señores terminaba frente a ese par de hojas de roca vítrea, las cuales descubrían para ella un largo salón. El diseño era una armonía perfecta de austeridad y majestad casi increíble. Líneas rectas en patrones impecables armaban una totalidad de aspecto caótico, tan bien sincronizadas con la luz y la oscuridad, que Sérë pensó de manera fugaz en la única criatura capaz de semejante proeza, y cuya obsesión con el orden y la armonía hacía un espléndido trabajo junto al Vala Rebelde. Pensó en eso, y en cuánto lo odiaba.
El pasillo principal estaba iluminado no por simples antorchas, sino por lámparas blancas que se mecían al ritmo de una corriente helada, colgadas en altos y gruesos pilares.
Y al fondo, apenas perceptible a la distancia, frente a un resplandor blanco que, en contraste con la oscuridad de las esquinas, era tétrico e inquietante, se hallaba el Señor de Utumno.
Allí, se repitió apesadumbrada Sérë, allí, frente a Melkor terminaba todo. Jamás lograría oponer su lealtad a los deseos de aquél vala.
N/A: Ehmm, el POV de Sérë ('paz' en Quenya si no me equivoco), no será común, espero.
