Cuando el sol se pone en Invernalia, y el frío y la oscuridad trae consigo el recuerdo del dolor y la pérdida, Sansa sube a sus aposentos, la antigua y cálida estancia en la que lord Eddard Stark y lady Catelyn Stark pasaban las noches en compañía del otro, bajo el calor de sus mantos de piel, olvidándose por unas horas de todos los deberes que el día les imponía como señores de Invernalia.
Sansa no sabe cuánto ha podido pasar desde aquella época, desde la última vez que escuchó la risa de su hermano Rickon al intentar burlar al maestre Luwin mientras subía las escaleras hacia los aposentos, desde la última vez que escuchó a la septa Mordane dando gritos mientras buscaba a su hermana Arya para llevarla a la cama. Cuando te ves forzada a vivir en cautiverio, a cambiar tu propia persona y a adaptarte para sobrevivir el tiempo pierde toda importancia. Sólo sabe que ese tiempo la ha convertido en lady Stark, señora de Invernalia y Reina en el Norte, y que ahora es su deber velar por su pueblo hasta el fin de su tiempo, tal y como su hermano Robb hubiera hecho, tal y como Bran o incluso Rickon hubieran hecho si hubieran sobrevivido a la guerra. Tiempo hacía que los registros de Invernalia dieron a Arya, Bran y Rickon como muertos, a muy pesar de Sansa, quien seguía ansiando el día en que por lo menos uno de sus hermanos entrase en el salón del trono para poder reírse de la estupidez de esos registros. Pero ese día nunca llegaba, y la esperanza de Sansa era cada vez más débil. Ella había visto el mundo tal y como era. Había conocido los secretos y horrores que esconde. Ella, más que nadie, entendía lo difícil que era que tres niños hubieran sobrevivido sin ayuda a ese mundo cruel que te arranca la inocencia de la infancia con garras y colmillos en el momento en el que saltas a él. Tan apagada estaba su esperanza que por fin había accedido a construir tres pequeños altares en el panteón familiar, donde tres estatuas representaban la pérdida de los pequeños Starks, donde Sansa podía ir a velar por sus almas cada mañana, antes de continuar con su labor para con el pueblo del Norte.
Pero cuando el sol se oculta, llevándose consigo ese brillo especial que aporta a los torreones nevados de Invernalia, cuando el frío y la noche acarrean consigo recuerdos del pasado que Sansa tanto ha intentado dejar atrás, es entonces cuando se refugia en su dormitorio, la antigua alcoba de sus padres, y deja que el calor de la chimenea encendida cure sus huesos cansados de soportar tanto deber y dolor. Es allí, en sus aposentos, donde la espera la única persona a la que realmente ansía ver durante todo el día, la persona por la que reza a los dioses para que la noche llegue antes y así poder volver a su lado.
-Hoy os habéis demorado más de lo normal, mi señora.- La voz de Margaery consigue devolver a su cuerpo la calidez y la vida que ha ido perdiendo durante el día.- He estado a punto de quedarme dormida esta vez.
-Sabéis que no tenéis que esperarme despierta.
Sansa esboza la primera sonrisa desde que se ha levantado esa mañana mientras comienza a desatar los lazos de su vestido cuando una mano la detiene con delicadeza. Sansa atisba por encima del hombro la sonrisa de Margaery, a escasas pulgadas de la suya propia mientras las manos de Margaery continúan deshaciendo los lazos del vestido de su reina.
-¿Y perderme estos momentos contigo, mi reina?- Margaery detecta cómo el cuello de Sansa se eriza al cortar toda distancia entre sus labios y su piel de porcelana, y no puede evitar que su sonrisa crezca aún más.-Ya habrá tiempo para dormir.
Cuando la presión del vestido ha desaparecido, Sansa se vuelve hacia Margaery, rodeándole la cintura con sus brazos y atrayéndola más cerca de sí, todo lo posible, hasta que cuesta diferenciar dónde empieza y dónde acaba cada una. Margaery libera el pelo de su reina de ese complicado peinado, haciendo que su rostro quede cubierto de rojo, cálido como el mismísimo fuego que calienta la habitación detrás de ellas. Esa era una de las cosas que más le gustaban de Sansa; la forma en la que sus cabellos parecían tan fuera de lugar en un castillo en el que el frío reinaba sobre todas las cosas. Era como un grito de rebeldía, una forma de decirle a Invernalia que ella era la que reinaba, que ella era el corazón del castillo, que ella era Invernalia, que sin ella aquel castillo no sería más que un montón de piedra y torreones sin sentido.
Margaery alzó las dos mano para colocar todos esos mechones rojizos tras las orejas de Sansa, sustituyendo cada mechón por suaves y juguetones besos. La risa de Sansa animaba sus besos y la hacía no querer parar nunca de hacerla reír, no querer dejar jamás de besarla y hacerla olvidar todo aquello que tanto la atormentaba. Ella agradecía esos momentos nocturnos con su reina, los deseaba desde el momento en que despierta cada mañana en esa misma habitación, sin Sansa a su lado porque ya ha salido a velar por su familia. Los desea cada vez que ve a su reina durante el día, paseando por Invernalia, en la mesa mientras comen, observando cómo su reina atiende a sus súbditos. Es en estos momentos en los que no hay guardias, ni maestres, ni sirvientes, estos momentos en los que sólo son ellas dos, es entonces cuando Sansa es Sansa y no la reina del Norte. Donde solo es una joven más que busca reír, que busca descansar... y que la busca a ella. A ella, entre todas las personas que podría elegir, entre todos los hombres que cada día se presentan en palacio con la esperanza de una unión con el Norte, entre todo Poniente siempre ha sido a ella a quién ha ido a buscar, a quién ha acudido para sentirse viva otra vez. Y Margaery lo sabe, y Margaery nunca podrá entenderlo, pero aún no entendiendo, Margaery la besa, Margaery la abraza, Margaery la ama como Sansa merece ser amada.
Y es que por las noches, cuando el sol abandona el mundo momentáneamente, llevándose el calor y trayendo con su marcha los recuerdos de un pasado que no quiere revivir, Sansa encuentra el calor de nuevo entre los brazos de su amada. Porque cuando Margaery la abraza bajo las sábanas, cuando Margaery juega con su pelo, cuando la llama al oído ''mi reina en el Norte'', es cuando todos los malos recuerdos desaparecen, y el dolor queda atrás, y sólo son dos jóvenes que han perdido todo cuanto tenían y han podido encontrarse, y han aprendido a amarse, y seguirán amándose hasta que el tiempo lo decida.
