Uno: [Edward] Princesa y difunta
El 12 de marzo de 2014, luego de deambular un rato, leí en la calle Ignis un gran cartel amarillo en que se anunciaba la subasta de unos muebles y otros curiosos objetos de valor. Dicha subasta tenía lugar tras una defunción. El cartel no ponía el nombré de la persona muerta, pero la subasta iba a llevarse a cabo en la calle de Antin, número 5, el día 16, de doce a cinco de la tarde.
El cartel indicaba además que el 13 y el 14 se podían ir a ver el piso y los muebles. Siempre he sido aficionado a las curiosidades de este extraño país. Me prometí no perderme aquella ocasión, si no de comprar, por lo menos de ver. Al día siguiente me dirigí a la calle de Antin, número 5. Era temprano y, sin embargo,ya había gente en el piso: hombres e incluso mujeres, envueltas en camisolas largas y con elegantes autos esperándolas a la puerta,miraban con asombro y hasta con admiración el lujo que se ostentaba ante sus ojos
Aquella, en cuya casa me encontraba había muerto: las mujeres más inescrupulosas podían, pues, penetrar hasta en su dormitorio. La muerte había purificado el aire de aquella espléndida cloaca, y además siempre tenían la excusa, si la hubieran necesitado, de que iban a una subasta sin saber a casa de quién iban. Habían leído los carteles, querían ver lo que los carteles prometían y elegir por anticipado: nada más sencillo.
Lo que no les impedía buscar, en medio de todas aquellas maravillas, las huellas de su vida de cortesana, de la que sin duda les habían referido tan extraños relatos. Por desgracia los misterios habían muerto con la diosa y, pese a toda su buena voluntad, aquellas señoritas de clase alta no lograron sorprender más que lo que estaba en venta después del fallecimiento, y nada de lo que se vendía en vida de la inquilina.
Por lo demás, no faltaban cosas que comprar. El mobiliario era soberbio. Muebles de palo de rosa y de Boule, jarrones de Sèvres y de China, estatuillas de Sajonia , raso, terciopelo y encaje, nada faltaba allí.
Iba mirando todas aquellas cosas, cada una de las cuales se me representaba como una prostitución de la pobre chica, y me decía que Dios había sido clemente con ella, puesto que no había permitido que llegara a sufrir el castigo ordinario, y .la había dejado morir en medio de su lujo y su belleza, antes de la vejez, esa primera muerte de mujeres sueltas de ropa. En efecto, ¿hay espectáculo más triste que la vejez en la mujer?
–– ¿Podría decirme ––le dije–– el nombre de la persona que vivía aquí?
––La señorita Isabella Swan.
Conocía a esa joven de nombre y de vista.
–– ¡Cómo! ––––dije al vigilante––. ¿Ha muerto, Bella?
––Sí, señor.
–– ¿Y cuándo ha sido?
––Creo que hace tres semanas...
–– ¿Y por qué dejan visitar el piso?
––Los acreedores han pensado que así subiría la subasta. La gente puede ver de antemano el efecto que hacen los tejidos y los muebles. Eso anima a comprar, ¿comprende?
–– ¿Ah, tenía deudas?
–– ¡OH, sí, señor! Y no pocas. Pero seguramente la subasta las cubrirá, ¿no?
––Y sobrará.
–– ¿Entonces quién se llevará el resto?,
––Su familia.
–– ¿Ah, tiene familia?
––Eso parece.
-Muchas gracias.
La subasta estaba fijada para el día 16.
Habían dejado un día de intervalo entre las visitas y la subasta, para que los tapiceros tuvieran tiempo de retirar cortinajes, visillos, etc. Por aquella época yo regresaba de mi viaje. Era bastante normal que no me hubieran anunciado la muerte de esta señorita como una de esas grandes noticias que los amigos anuncian siempre al que vuelve a la capital de las noticias. Bella era bonita, pero, así como la tan solicitada vida de esas mujeres hace ruido, su muerte no hace tanto. Un bicho que las mujeres de clase media querían eliminar.
Su muerte, cuando mueren jóvenes, llega a conocimiento de todos sus amantes al mismo tiempo, ya que en Flumen, en este pequeño país olvidado del mundo, casi todos los amantes de una chica de éstas se lo cuentan todo. Intercambian algunos recuerdos respecto a ella, y la vida de los unos y de los otros sigue sin que tal incidente la empañe ni siquiera con una lágrima
Recordaba haberla visto con mucha frecuencia en los Campos Elíseos , donde ella iba con asiduidad, en un pequeño mini cooper azul y haber notado en ella una distinción poco común en sus semejantes, distinción que realzaba aún más una belleza realmente excepcional.
Cuando salen, estas desgraciadas criaturas siempre van acompañadas, a saber de quién. Tienen horror a la soledad, llevan consigo o bien a aquellas que, menos afortunadas, no tienen coche, o bien a alguna de esas amigas universitarias bien vestidas cuya elegancia carece de motivos, y a quienes puede uno dirigirse sin temor, cuando quiere saber cualquier tipo de detalles acerca de la mujer que acompañan.
No ocurría así con ella. Llegaba a la avenida principal de Flumen siempre sola en su coche, donde intentaba pasar lo más desapercibida posible, cubierta con un gran chal de cachemira en invierno y botas de caña alta, y con vestidos o ropa ligera muy sencillos en verano.
No se paseaba desde la glorieta a la avenida, como lo hacen y lo hacían todas sus compañeras. Su auto la llevaban rápidamente al Bosque . Allí bajaba del coche, andaba durante una hora, volvía a subir a su automóvil, y regresaba a su casa de inmediato.
Todas aquellas circunstancias, dé las que yo había sido testigo algunas veces, desfilaban ante mí, y me dolía la muerte de aquella chica, como duele la destrucción total de una hermosa obra.
La cabeza, una maravilla, era objeto de una particular coquetería. Era muy pequeña, y su madre, parecía haberla hecho así para hacerla con esmero. En un óvalo de una gracia indescriptible, coloca dos ojos negros coronados por cejas de un arco tan puro, que parecía pintado; esos –ojos con largas pestañas que, al bajar, proyecten sombra sobre la tez rosa de las mejillas; traza una nariz fina, recta, graciosa, con ventanillas un poco abiertas por una ardiente aspiración hacia la vida sensual; dibuja una boca regular, cuyos labios se abran con gracia sobre unos dientes blancos como la leche; colorea la piel con ese suave terciopelo que cubre los melocotones no tocados aún por mano alguna, y tendrán el conjunto de aquella cabeza encantadora.
Los cabellos, chocolates, natural o artificialmente ondulados, se abrían sobre la frente en dos anchos bandos y se perdían detrás de la cabeza, dejando ver una parte de las orejas, en las que brillaban dos diamantes de un valor de cuatro a cinco mil dólares cada uno.
Como la ardiente vida de Bella permitía que su conservase la expresión virginal, incluso infantil, que lo caracterizaba, es algo que nos vemos obligados a constatar sin comprenderlo.
Yo sabía además, como todos los que en Flumen se mueven en ciertos ambientes, que Bella había sido la querida de los jóvenes humanos más elegantes, que lo decía abiertamente, y que ellos mismos se vanagloriaban de ello, lo que demostraba que amantes y querida estaban contentos unos de otros.
Ella asistía a todos los estrenos y pasaba todas las noches en algún espectáculo. Siempre que se representaba una obra nueva incluso algún recital público de música rock, era seguro verla allí, con tres cosas que no la abandonaban jamás: su iPhone, una bolsa de bombones y un ramo de camelias.
Durante veinticinco días del mes las camelias eran blancas, y durante cinco, rojas; nunca ha logrado saberse la razón de aquella variedad de colores, que indico sin poder explicar y que los habituales de los espectáculos adonde ella iba con más frecuencia, lo mismo que sus amigos, habían notado como yo.
Nunca la habíamos visto con otras flores que no fueran camelias. Tanto es así, que mi hermana Alice y otros conocidos, acabaron por llamarla la Dama de las Camelias, y con tal sobrenombre se quedó.
