Advertencia válida, mi escritura puede tender a ser un poco *cofmuycof* vaga a veces, así que aclaro, esto se desarrolla en el período de 1976-83 (a lo largo del del fic) en Argentina, una época un tanto sensible a muchos, pero no aporta detalles históricos intrincados (i hope)

Disclaimer: Ni Axis Powers Hetalia, ni el concepto de Latin_Hetalia ni sus personajes me pertenecen.

Aclaración: Martín Hernandez= Argentina; Manuel Gonzalez Rodriguez=Chile


Era como la peor de las enfermedades, una que no se puede nombrar, no se puede tratar, una que no se puede decir. Era el desconsuelo silencioso de quién sufre en rincones oscuros, arrastrándose de sombra en sombra, irguiéndose falsamente al salir al público. Nada ocurre, se miente, así es como se debe estar, así es como debe ser… ¿lo era? Pues su cuerpo así no lo creía.

Eran ya varios años que llevaba sumido en aquel sopor enfermizo. Los dolores retumbaban cual ecos por su espina, la cabeza amigrañada constantemente le latía. Pero no era el qué de su malestar el que lo acongojaba tanto, era el cómo. Eran dolores violentos y despiadados los que le punzaban todo el cuerpo, los brazos y piernas, casi inútiles de lo embotados, ardían en cansancio, tensión y dolor. La cabeza rebozaba de gritos de toda índole: amenaza, terror, desesperación, llanto, órdenes feroces, dolor.

Eran normales ya las mañanas en las que despertaba y encontraba en alguna parte de su cuerpo un nuevo golpe, un nuevo corte, una nueva quemadura que ardía con toda la fuerza. Mirarse al espejo era tortuoso, casi no se reconocía. Pálido como la cal, demacrado cual muerto, débil como nunca se había sentido. Porque no era una debilidad que hubiera experimentado antes. Había estado en guerras, sí; había estado en crisis, también, conocía en cansancio, el dolor y la agitación de tales episodios. Pero esta vez era diferente, no era ninguno de sus vecinos el que le profería tanto malestar, ni vecinos aún más lejanos, quería creer. La razón, el virus en sí se encontraba dentro suyo y lo sabía. Lo estaba debilitando por dentro, lo desmoronaba desde sus raíces. No podía seguir así mucho más tiempo, no lo soportaría.

Caminó sobre el asfalto caliente esa tarde, manteniendo las piernas lo más firmes que podía, aunque no fuera muy satisfactorio el resultado. Alguien pasó a su lado, no pudo ver quién. Oyó algo a sus espaldas, un murmullo. Ese mismo alguien tal vez le hablaba. Se volteó y enfocó la vista. Era Manuel, simplemente perfecto, ¿qué más necesitaba?

Sinceramente, la relación que llevaba con su vecino nunca había sido color de rosa, sus días no estaban completos sin alguna riña inocente, algún que otro intercambio de palabras de doble filo o simplemente un comentario sarcástico. Pero las cosas habían cambiado, los humores de ambos ya no estaban para comentarios socarrones ni perdones fáciles. Ahora realmente temían no poder volver atrás, a la amistad tensa y burlona pero sincera que tenían. Temían arruinarlo todo en alguna corrosiva disputa, como aquella que, de no ser por un tercero interponiéndose, por poco los arroja a una amarga contienda.

Es que ya ninguno era el mismo. Cada vez que juntaba fuerzas para salir y andar las calles, los rostros con los que se cruzaba eran como un reflejo de sí mismo. Él ocultaba su dolor… y podía jurar que no era el único. Los veía y sentía lástima por todos, por él mismo también ¿Es que tan fracasado era su intento de ocultarlo? Lo podía ver en ellos, pues, no podía mentirse, estaban todos hundidos en el mismo basural.

Ignoró el murmullo, cualquiera que hubiera sido, y siguió caminando. Es que no quería arruinarlo, no quería perder lo poco que les quedaba, no quería perderlo.

La vista nublada, el oído zumbante, el tacto entorpecido ¿Cómo se había permitido acabar así? Se sentía atado de pies y manos, ciego, amordazado e impedido de pensar con claridad. Es que cada retazo de pensamiento coherente que insinuaba expresarse en su mente, cada voz temeraria que se atrevía a alzarse era silenciada, embotada por el caos de sonidos que lo ahogaba.

Pero algo estaba cambiando en él. Sí, había algo formándose dentro suyo. Un nerviosismo creciente le cosquilleaba las palmas de manos y pies. Unos breves momentos de terrible inquietud le hacía pasearse exasperado por la habitación. Caminaba tenso, sin saber cómo aligerar la impaciencia que tensaba su cuerpo. Era una sensación conocida, que en realidad había esperado que sucediera antes. Se estaban moviendo. El malestar por fin estaba despertando el orgullo de su pueblo.

Sinceramente no era algo que le gustara experimentar. Por su puesto que no. Pero en las condiciones en las que estaba, se alegraba al menos de sentir la reacción de su corazón. Había vida dentro suyo que peleaba por respirar libre como debía ser. Había nuevos gritos en su cabeza, más claros, más nítidos, de fuerza renovada que se imponían a la sinfonía desbaratada de sonidos que lo turbaba tanto. Quería alzar la cabeza y gritar por todos ellos, alzar sus angustiadas voces al cielo del mundo y que los oyeran, por Dios, que ya no lo soportaba.