Disclaimer: Hetalia no me pertenece es de Hidekaz Himaruya T.T

Advertencia: Posible OoC y comparaciones muy extrañas (?)

Nota de la autora: Es la primera vez que escribo algo de Frandá (fuera de una insinuación), esto es raro, así que no me culpen, y...definitivamente no me inspiré viendo una botella de vino...


Vino

Entre más tiempo se deje reposar un vino, mejor sabor adquiere.

Era totalmente normal que un hombre como Francis, que se dedicaba a disfrutar de los más grandes placeres de la vida, en particular de dos de ellos: el sexo y el vino, hubiese empezado a comparar a sus amantes ocasionales (y a los no tan ocasionales) con el vino.

Y es que su refinado gusto por la bebida era bastante similar a su gusto por los seres hermosos.

Por eso se hallaba tan sorprendido de sí mismo, todos y cada uno de los vinos/cuerpos que había degustado hasta ahora, habían tenido en su momento un sabor exquisito pero que de un momento a otro consiguieron hastiarlo, excepto el que saboreaba ahora.

El adoraba los sabores exóticos, diferentes, por eso se cansaba con facilidad de las cosas.

Pero ahora tenía sed, una sed insaciable, por un mismo cuerpo, por un mismo amante, por el vino más exquisito que había consumido en toda su vida.

Y es que ese condenado sabor era inconcebible, único, tan jodidamente perfecto, simplemente adictivo.

Y Francis moría de sed. Un simple beso lo desarmaba, un sonrojo, una sonrisa, hasta la más mínima caricia.

Y es que esa botella era jodidamente hermosa y a la vez tan frágil. Necesitaba cada uno de sus cuidados, porque eso justamente mejoraba el sabor del licor.

Esa exquisita esencia, si tan solo supiera que su amor era el secreto de aquel sabor tan exquisito e inigualable.

Francia estaba sediento, incluso sentía que moriría de sed, porque tenía el vino más delicioso del mundo en sus manos, y aunque pudiera beber cuanto quisiera de él, hasta hartarse si así lo deseaba, jamás estaba satisfecho.

Durante algún tiempo pensó que el sexo era lo único que necesitaba para vivir, que el repartir amour era el mayor placer existente, pero ciertamente ahora, lo dudaba, Matthew lo hacía dudar, ahora ya no deseaba repartir su amour con el mundo, ya tan solo quería dárselo al canadiense, a su canadiense.

Y es que cada beso lo extasiaba, lo llenaba de ansias y de un suave cosquilleo en el estomago cuyo significado no recordaba (aunque tampoco le importaba demasiado), pero que le resultaba extrañamente placentero. Y su palpitar se aceleraba de una forma seguramente anormal, pero cuando estaba con su pequeño nada importaba.

Y cuando le decía "Je t'aime" sentía un ligero ardor en las mejillas, y como si le quitaran el aliento, estaba seguro de que su amante tenía los mismos efectos que el alcohol sobre él, a menudo se repetía que era por eso que no podía evitar responderle ese "yo también" que parecía surgir de su corazón.

Y es que no importa ni importará cuántas veces se lo lleve a la cama, porque aún así no le es suficiente, sigue sintiendo sed de él, de su cuerpo, de sus labios.

Puede hacerle el amor una y otra vez, y si pudiera lo haría más veces de las que ya lo hace, porque ama el hecho en sí, pero sobre todo ama lo que viene después de que sus cuerpos se funden en uno solo. Ama ese rostro sonrojado, esos hermosos ojos violetas, aquellas hebras dorabas que le provocan un leve cosquilleo en el pecho, pero sobretodo, aquellas tímidas manos que forman pequeños círculos en su torso.

Lo ama, por eso Matthew es y seguirá siendo el mejor vino que Francia jamás ha probado.

El vino que más años le tomó atreverse a probar, pero aquel que jamás podrá dejar, ese es Canadá.