Historias del salvaje oeste.

Mirando hacia el suelo de aquella maldita jaula, que parecía estar hecha para animales en vez de para personas, la joven Nami muerta de rabia, volvía a recordar el momento en la que la trajeron a aquel infernal lugar, del cual solo podían escapar las ratas. Una mujer fornida y de aspecto peligroso con media cara llena de rasguños y cicatrices le miraba de vez en cuando por el rabillo del ojo, con desconfianza hacia aquella escultural y joven muchacha que no le quedaba más remedio que ser su compañera de habitación por un tiempo.

Los carros de madera chirriaban al paso al que eran arrastrados por los cansados caballos camino a la cárcel del estado. El sendero de lágrimas pasaba ante sus decaídos y ojerosos rostros, hacia un lugar si cabe más oscuro que aquel que contemplaban. Junto con la joven pelirroja, un grupo reducido de chicas arrestadas miraban hacia el basto paisaje que las rodeaba y las llevaba a aquel agujero lleno de bandidos y demás gente indeseable. Siendo malamente juzgadas por un maldito bastardo que ahora había tomado el poder en el pequeño pueblo en el que vivían. Dos hombres, uno muy mayor y otro bastante más grande que parecía un culturista de la época, eran los responsables de llevar el carro por aquella larga y solitaria travesía. Con el sonido del viento atravesando las barras de madera del carro, a esa melodía incesante le acompañaba la de las tristes harmónicas en un fallido intento de llevar el viaje más llevadero, como si la música que emitían por aquellos aparatos de metal pudieran ayudarles a sanar su sufrimiento. Los dos hombres encargados de manejar aquel carro se burlaban sin remordimientos de las pobres mujeres que habían sufrido aquel arresto, en muchos casos innecesario o absurdo. Aquellos gestos de desprecio le provocaban a la joven rebelde unas ganas de estamparles una botella de licor en la cabeza y dejarles inconscientes y a la suerte de los buitres de aquel inmenso valle que atravesaban muertas de frío.

Nami se sentaba al borde del poco suelo que tenia, apoyando los brazos sobre sus rodillas y suspirando profundamente, veía su futuro cercano bastante negro. Suficientes problemas tenía en su casa, siendo la responsable de cuidar de su hermana pequeña y su madre, y ahora esto, pasar 1 mes en la cárcel estatal por desacato a la autoridad. Bueno, lo que ahora se entendía por autoridad.

Dicha autoridad que se había adueñado del pueblo de Silver City era una pequeña mafia de bandidos bastante conocida por las tierras de Louisiana, que llevaba ya un tiempo haciendo fechorías por los territorios de alrededor. Silver city era una ciudad próspera, una de las pocas por las que pasaría una buena línea de ferrocarril, facilitando así el transporte y la exportación de buena agricultura y poder subir su nivel de vida considerablemente. El sitio era tranquilo, el típico lugar donde pasarían los forasteros para pasar un buen rato antes de continuar su travesia hacia el pacífico. Pero la mala fortuna quiso que la conocida banda de Wild Punch, cuyo líder era un famoso pistolero y ladrón Roronoa Zoro, le echara el ojo al tranquilo pueblo de la zona oeste de las Américas y establecieran allí sus propias normas y castigos por capricho divino.

Siendo joven e inexperta, pero a la par que valiente y muy atrevida para algunos, en alguna ocasión que otra Nami había plantado cara a la banda de Roronoa en más de una ocasión. Estando en la comisaria, los desgraciados lacayos del pistolero le echaban unas miradas dignas de un violador al ver a la mujer pasar azotando sus caderas de lado a lado hacia el despacho principal. Miraditas y soeces palabras eran ignoradas por la pelirroja que les escupía al pasar por el salón, a la risa de los hombres. Posando de forma violenta el tacón sobre la mesa en la cara del Sheriff actual, la joven discutía de forma acalorada con aquel necio en busca de justicia para ella y su familia.

A su padre le habían embargado el negocio y le tocaba a Nami ir a reclamarle a la justicia. Algo imposible por el momento, claro.

Roronoa era un joven y vanidoso pistolero que desde los 15 añitos se había dedicado a estafar y a burlar a la autoridad hasta límites insospechados. Era famoso y buscado en varias ciudades cercanas y muchos se peleaban por acompañarle. El hombre de pelo verde vestía una camisa con corbata, un chaleco de piel y un abrigo largo de color ceniza, lo que le hacía parecer más siniestro de lo que ya era por si mismo. A su marcado rostro le acompañaba su fiel sombrero tejano, desde el cual asomaban sus oscuros ojos color tierra mojada que le hacían parecer un diablo. Enfundado en unas botas vaqueras y con la placa colgando del bolsillo, nadie que no fuera del pueblo podría tacharlo de ladrón conocido, sino de Sheriff duro de roer.

Durante su última discusión, Roronoa había optado por quedarse en una posición segura e incluso intimidar a la joven con insinuaciones descaradas que le hacían enfurecer demasiado. Aquella pelirroja no era como las otras jóvenes, a pesar de ser un tipo peligroso era un joven bastante atractivo que rodeado de esbirros de mala muerte, podría considerarse un tío atractivo. Pero eso pasaba a un segundo plano para ella. No era tan tonta de encandilarse de un maldito ladrón y estafador como le pasaba a muchas inocentes jóvenes del lugar. Y Nami pensaba inocentes, porque ya eran bastantes años los que había tenido que soportar que Roronoa hiciera con el pueblo lo que se le encaprichara.

Los guardias paseaban por los pasillos de la cárcel, jugando y balanceando el manojo de llaves de todas las celdas mientras miraban de forma burlona a las mujeres al otro lado de las gruesas barras. Por muchos era sabido que aquel tugurio donde debían pasar condena, pocas salían igual que entraban. Muchas de las féminas que se quedaban allí acababan tomando la justicia por su mano.

Lo único que comían al día las que habitaban aquellos receptáculos eran pequeñas gambas fritas sin guarnición. Dios santo, como odiaba Nami la comida tan suculenta.

Así eran las leyes en el salvaje oeste. Injustas. Te toca pagar cuando menos te lo esperas, y esta vez la Diosa fortuna le había salvado demasiadas veces de ser arrestada por intentar hacerse la valiente. De entre los muchos escombros que se colaban por los barrotes de la ventana que daba al exterior, los pequeños palos que podían atravesar la cárcel era el único divertimento para la pelirroja, que se pasaba día sí y día también moldeándolos en sus delicadas manos a los ojos extrañados de su compañera de habitación. No eran más que una forma de intentar disuadir sus ansias de venganza y olvidar los malos pensamientos.

Dios Santo, he vuelto xD Pensé que no lo haría, pero ha pasado! madre miaaaa cuanto tiempo sin inspiración divina me caguen todo… Resulta que hace un tiempecillo vi una imagen/y video que me gustaron mucho mucho y estaba buscándome un hueco entre los p******** trabajos de la "uni" para poder empezar siquiera a escribir. Pues bien, YA ESTA, QUE ALEGRIA XD

Y este será el PRIMER CAP del fic… Ah si, y prometo actualizar pronto (porque no serán muchos caps)