I

—Aquí es —tamborileó con sus dedos el respaldo del asiento delantero, mientras esperaba a que el taxi se detuviera. Sus manos sudaban. Nada extraño. ¿Así que éste era el lugar? Un viejo edificio de ocho pisos con cinco enormes ventanas en cada uno. Las paredes necesitaban una nueva capa de pintura. Quizá tres. Pero era aceptable.

El auto por fin se detuvo.

Era un lugar decente; en comparación con los otros edificios en donde había estado viviendo; la gente en este lugar parecía mucho más calmada, de hecho, no había visto pasar a nadie por ahí desde que había doblado la calle. Algo extraño. Pues a la vuelta había unos cuantos Minimarkets. Ahora que lo notaba, habían algunas casas en ruinas. "Así que los rumores eran ciertos", pensó.

—Serían veinticinco dólares —la voz del chofer lo trajo de vuelta a la realidad.

—Uh, sí —buscó la cantidad indicada en su billetera de cuero blanco. La que su madre le había regalado para su último cumpleaños, junto con su mochila del mismo color. Después de unos segundos, le entregó el dinero al hombre de mirada cansada—. Gracias por todo —dijo, saliendo del auto, cargando la gran maleta en su espalda.

Apenas salió, el aire helado enfrió su rostro ardiente por la emoción de un nuevo mundo. Aspiró profundamente y sonrió.

Hace unos meses atrás había estado buscando un sitio en donde alojarse y, después de mucho clicar en su portátil, se había topado con una oferta muy cómoda. Sin duda no era un pent-house, pero se veía acogedor. No tendría que molestarse en saludar a sus nuevos vecinos, porque no había. Y lo mejor, podía pagar la renta por internet. Algo que le pareció muy práctico siendo él un joven muy ocupado, y el arrendador un hombre listo por haberse mudado muy lejos de la ciudad con toda su familia.

Era verdad que el lugar estaba desolado, pero no le importaba. Recordó que al inicio su madre casi se desmaya al oírle decir que se iría a vivir a Ciudad Z, la ciudad que más ataques de kaijins recibía, era por eso que contaba con una población muy escasa. Incluso su padre amenazó con desheredarlo, pero nada pudo impedir su enorme deseo de salir. A sus diecinueve años era todo un "adolescente efervescente" en busca de experiencias excitantes, y tener un departamento propio era el primer paso para la total independencia.

Además, había obtenido una beca de estudios en una prestigiosa universidad. Siempre se interesó por la escritura, su mayor sueño era trabajar en algún periódico y publicar un libro, así que se había decidido por las Ciencias de la Comunicación y si quería ser un buen periodista, tendría que ser intrépido y fuerte. Fue por eso que decidió mudarse a este desolado lugar. Para volverse más fuerte. Claro que también se encontraba mucho más cerca de su centro de estudios. Y era muy barato. En fin.

Sacó el papelito doblado en cuatro del bolsillo de su camisa para confirmar que ese era el lugar en donde viviría por tres años, hasta obtener su título.

—Piso seis, departamento B6 —caminó de prisa hasta el lobby del edificio. También vacío. No le extrañaría saber que sería el único viviendo por allí. Incluso la idea llegaba a agradarle.

—Supongo que tomaré el ascensor. Si es que funciona —tocó el botón un par de veces y esperó. Dentro de poco las puertas metálicas se abrieron y entró arrastrando los pies. Lo mejor hubiese sido tomar las escaleras, era "más sano" según su madre; pero ahora mismo sólo tenía fuerzas para mantenerse de pie.

Dentro del ascensor pudo al fin recargarse sobre la pared. Presionó el botón que marcaba el "seis".

Uno… dos… tres… cuatro… cinco… seis…

—Bueno, aquí empieza todo.

Su nuevo departamento olía a naftalina y aromatizante de lavanda. En verdad hacía mucho tiempo que nadie vivía ahí. Podría apostar a que la antigua dueña fue una anciana amante de los gatos, lo dedujo apenas vio las paredes de la habitación cubiertas con un horrible papel tapiz de color palo rosa con muchos gatos rodeados de mariposas y flores.

Tendría mucho trabajo que hacer si quería sentirse como en casa.

El lugar era muy reducido. Apenas una pequeña sala, un baño y un cuarto con un gran ventanal, que supuso, era la cocina. Probablemente lo que haría ahora sería intentar desempacar y con suerte encontrar algún restaurante abierto. Lo más aburrido de las mudanzas era desempacar y buscarle algún lugar a todas sus porquerías; en especial, a sus miles de cuadernos llenos de garabatos y párrafos incompletos que se había negado a dejar en casa de sus padres por miedo a que los desechen mientras no esté.

Se pasó toda la tarde limpiando el pequeño lugar lleno de polvo y pelos de gato. Había encontrado en los estantes de la cocina cuatro bolsas de galletas de atún en estado de putrefacción, incluso una caja de arena (gracias a Dios, vacía) con una letra k escrita con color dorado en el frente. Al final del día el lugar lucía un poco más habitable, había acomodado la mitad de su ropa dentro de la cómoda blanca y logró obtener Wi-fi gratis de alguna red inalámbrica sin contraseña. Todo bien. Ahora solo tendría que sacar la basura y llamar a su madre. Se le había pasado por alto ese pequeño detalle. Pero ella entendería.

Salió del edificio con dos grandes bolsas de basura llenas de lo que podría ser pelo de gato, galletas de atún no aptas para el consumo, quesos azules y olorosos de quizá tres meses de guardado en el refrigerador, y un montón de otras cosas terribles.

Sonó su teléfono de repente.

¡HIJO! ¿QUÉ PASÓ? ¡ME TUVISTE PREOCUPADA! ¿SABES QUE ESTUVE ESPERANDO A QUE ME LLAMARAS TODO EL DÍA? —tuvo que alejar el celular un poco. Los histéricos gritos de su madre casi le dejan sordo.

—Mamá, estoy bien.

¿Por qué no me llamaste? ¡Por Dios, creí que algo te había pasado!

—Bueno, no me pasó nada. Traté de llamarte lo más pronto posible, pero no tuve tiempo —mintió—. Estuve viendo los papeles de la universidad y limpiando la casa, ya sabes, para cuando decidan visitarme.

¡Oh, no sabes cuánto te echamos de menos tu padre y yo! Y cuéntame, ¿qué tal el departamento? ¿conociste a alguien?

—Eh, no. No pude salir mucho —alguien salía del edificio.

¿Qué?

¿Había alguien más viviendo allí?

—Mamá, tengo que cortar, te hablo después, ¿si?

B-bueno mi niño, te llamaré. Adiós —tan pronto como colgó, metió las bolsas en el contenedor apestoso y buscó con la mirada a la figura que había visto pasar a su lado.

Nadie.

—En verdad me sorprende que haya alguien más viviendo aquí —escuchó una voz detrás de él.

Se quedó de piedra.

—Oye, ¿estás bien?

¿Qué se supone que debía responder? Estaba en un callejón oscuro al lado del edificio en donde el único inquilino era él y había alguien detrás suyo preguntándole si estaba bien. Las manos le sudaron más frío que nunca. ¿Y si era un kaijin? Recordó que fue capaz de matar a unos dos débiles con sus amigos, pero ahora él estaba completamente solo. ¿Qué se supone que debía hacer? ¿Llamar a su madre y decirle que la amaba?

—Estás sudando.

Lo único razonable que pudo hacer fue correr. Correr lo más rápido que sus piernas se lo permitían. Sin mirar atrás.

Había una lata en el suelo. Sin poder detenerse, tropezó con ella. Su cara fue a dar directo contra el suelo y automáticamente dejó de pensar.

Se levantó torpemente y se quedó sentado. Tratando de recordar lo que había pasado, pero no tardó mucho hasta que un dolor infernal le perforó la cabeza. No se dio cuenta cuando la persona había corrido a ayudarle, mucho menos se dio cuenta de los hilos de sangre desparramados sobre su rostro pálido.

—Mierda.

—¡DEMONIOS! ¿ESTÁS BIEN?

Estaba a punto de perder la conciencia, o algo así. ¿Alguien lo llevaba en sus espaldas? No sabía, ni tampoco le importaba, todo se iba poniendo mucho más borroso, hasta que cayó profundamente dormido. O algo así.