Nunca te enamores de alguien que tiene una enfermedad terminal.
Sé cómo suena. Pero enfrentémoslo. Es una buena regla bajo la cual vivir. Te salvarás a ti mismo de mucho tiempo desperdiciado y un corazón roto. Ni mencionar los miles de dólares que se pudieron haber perdido por gastos médicos, y luego las terapias para limpiar el desastre colosal que te hiciste a ti mismo. Enamorarte de alguien que se está muriendo es como tener una bomba de tiempo como mascota. Sabes que se va a explotar en algún momento. Y que cuando lo haga, va a destruir todo a su alrededor. Entonces te vas a quedar solo para limpiar todas las cosas que se rompieron porque no podías prevenir la situación antes de que fuera demasiado tarde.
Esta es la única regla bajo la cual he vivido. Por lo menos, era la única regla por la que he vivido durante los últimos años. Pongámoslo de esta manera. Mi mamá murió. Leucemia. Y cuando tenía doce fui diagnosticado con lo mismo. Segunda etapa. Tan pronto como mi diagnosis estuvo escrito en papel, sólo lo supe. Supe exactamente a dónde se dirigía mi vida.
Así que, sí. Me había rendido ante la posibilidad de enamorarme. O cualquier cosa, en lo que a eso respecta. Sabía que mi vida terminaría pronto. Y no estaba a punto de poner a alguien por toda la mierda con la que aún me esfuerzo por superar.
Pero cuando llegas a ese punto, supongo que realmente no tenía opción.
