Hannah Adams era una chica absolutamente normal, un poco rarita tal vez, pero alguien que nunca sobresaldría entre la multitud. Tras estudiar matemáticas en la universidad y hacer un máster en economía, se había ido a trabajar a Seattle, donde había encontrado empleo en una empresa como ayudante del asesor del presidente. En resumen, una secretaria con extensos conocimientos en cálculo. Por otro lado, se fomentaba un ambiente de gran comodidad entre los empleados: era obligatorio irse a las cinco de la tarde, no se requerían uniformes, las instalaciones eran lo más acogedoras posibles... ya que alguien había llegado a la conclusión de que una situación agradable aumentaba la productividad. Todo eso la había llevado a aceptar aquel trabajo, y tras varias semanas allí, no se arrepentía en absoluto de su elección.
Otro empleado la había ayudado a buscar un piso en Seattle, para que pudiera incorporarse lo más rápido posible. Solo tardaron unos días en encontrar un pequeño apartamento cerca de sus oficinas, sencillo, bonito y en una calle tranquila y soleada.
Un día de abril, llegué a la oficina por la mañana, como siempre, pero noté que algo ocurría. La gente parecía nerviosa. Al cruzar los cubículos para ir al despacho del jefe, decidí preguntar a una mis amigas allí, Lily, qué estaba pasando.
-¿No te has enterado?-respondió con sorpresa- El dueño está aquí, y quién sabe por qué, dicen que tal vez echen a alguien, ¿tú no sabes nada? Trabajas con el jefe, ¿no le ha mencionado?-dijo con nerviosismo.
-No, yo no tengo ni idea de esto. ¿Y quién es el dueño?
Lo cierto es que ella tenía razones para extrañarse de que yo no lo supiera. Si el propietario de la empresa estaba aquí había decidido venir por sorpresa o había avisado al jefe personalmente, sin intermediarios, sino yo tendría que saberlo, no me cabía duda.
-Hannah, ¿en qué mundo vives? ¡Es el jefe de tu jefe, y encima es súper famoso!
-¿Y qué más da?-contesté con indiferencia.
Lily suspiró y justo cuando ya abría la boca para replicarme, oí mi nombre desde la puerta del despacho.
-¡Hannah, ven aquí!
Mi amiga y yo compartimos una mirada de preocupación, y me apresuré a entrar en el despacho. Además, Robert, el asesor del jefe, estaba de luna de miel, y eso significaba que tendría que cargar con sus responsabilidades además de las mías, y en un momento como este...
El despacho de mi jefe, Steve Morgan, era muy espacioso y grande. Frente a las enormes ventanas, estaba su mesa, con un ordenador, algunos papeles y poco más. A la derecha e izquierda de la mesa estaban las mesas de Robert y mía, más pequeñas y escondidas bajo los montones de documentos, carpetas y ficheros que acumulábamos día tras día. Yo había intentado hacer de mi lugar de trabajo un sitio más habitable y tenía un pequeño peluche de un gatito rosa colgando del ordenador, un pisapapeles de osos, lápices de colores... Contrastaba bastante con la elegancia del resto del despacho y podría decirse que parecía un tanto infantil.
Cuando entré, me sorprendió una mesa más que normalmente, igual de grande que la del jefe. Al mirar hacia las ventanas vi que alguien acompañaba al señor Morgan. Dejé mi bolso en forma de oso panda sobre la silla.
-¿Quería algo, señor?-pregunté.
-Oh, Hannah. Ven aquí, este es el señor Christian Grey, el dueño de nuestra empresa. Esta es Hannah Adams, se encarga de casi todos mis asuntos.
Cuando este se giró se me escapó el aire del cuerpo. Era muy atractivo, alto, atlético y más joven de lo que se espera del propietario de una empresa. Oh, dios
-Encantado de conocerla, señorita Adams-dijo con una sonrisa.
-I-igualmente...-volví la mirada hacia el jefe-¿Hay algo en especial que deba hacer o me pongo ya a trabajar?
-Puedes empezar ya, Hannah. Tendrás muchas cosas pendientes, el señor Grey ha pedido informes, aptas, registros... así que será un día largo. Le pediré al chico... al becario... a...
-¿Jason?
-Sí, eso creo, te traerá un café. Ánimo-dijo y medio una suave palmada en la espalda antes de que ambos se girarán y continuarán con la conversación.
Miré mi reloj, eran las cuatro y media. No sabía cómo, pero había conseguido terminar todo antes de tiempo, eso sí, no podría estar más cansada y no había parado para comer, aunque tampoco tenía hambre. Suspiré y apoyé la cara entre mis manos. Mi jefe y el señor Grey habían desaparecido hace horas y había estado sola desde entonces, así que cuando me pareció escuchar abrirse la puerta lo achaqué a mi imaginación.
-Son bonitas-dijo una voz masculina.
-¿Qué?-pregunté sin moverme.
-Las pegatinas, señorita Adams, me gustan.
Espera... ¿a mí de que me suena esa voz? Alzé la cabeza y miré hacia delante. El señor Grey miraba concentrado una página de pegatinas de animales.
-S-señor Grey... perdón, es que... ya he terminado lo de hoy y...
-Tranquila, toma-dijo posando el papel sobre mi mesa-Deberías de irte ya, habrá sido un día muy largo.
-Sí, supongo que sí...-contesté.
Me levanté de la silla y coloqué un poco la mesa. Tras echarme el bolso, casi mochila, a la espalda, me dirigí a la puerta, rezando para poder escapar de allí rápidamente. Ese hombre me ponía muy nerviosa y casi no podía pensar.
-La acompaño hasta la salida, señorita Adams-oí detrás de mí.
Mierda.
Rápidamente se puso a mi lado y caminamos hacia el ascensor, en el lado opuesto de la planta. Al entrar, él apretó el botón de la planta baja y las puertas se cerraron. Yo me quedé allí inmóvil, lamentando mi mala suerte.
-Parece un poco callada, o eso o no le caigo bien.
-Lo soy.
-Con su jefe parece mucho más cómoda, dan la impresión de tener una buena relación.
-Llevo ya un mes o dos aquí, y estoy agusto. Supongo que será eso.
Al menos podría callarse y no hacer esto más incómodo. Al contrario que yo, el permanecía totalmente calmado e incluso parecía divertirse con aquella conversación tan absurda.
-Pero yo soy el dueño de su empresa, señorita Adams, mis empleados suelen esforzarse por ser más simpáticos conmigo, eso les conviene.
-Yo ni siquiera sabía quién era usted, y por lo visto es famoso o algo así. Y espero estar aquí por hacer mi trabajo bien y no por caerle bien a alguien.
¿Por qué se me había escapado mi lado impertinente? Podría echarme con mover un dedo si quisiera. De todos modos, no parecía haberle molestado, en cambio, lo sentí reírse a mi lado.
-Estoy al tanto de lo que bien que haces tu trabajo y además... eres distinta-se quedó en silencio unos segundos- Pero una cosa, señorita Adams, podría mirarme de vez en cuando mientras me habla.
Justo cuando iba a responder, noté sus dedos sobre mi barbilla, girando suavemente mi cara hacia él, que se había acercado a mí.
-¿O es que la pongo nerviosa?-susurró con una sonrisa maliciosa.
Nuestras caras estaban muy cerca, demasiado cerca... noté como me temblaban las piernas. Oh, dios mío, este no es el tipo de situación que puedo soportar sin más.
-¿N-no...?-murmuré contemplando sus despreocupados ojos grises.
Sonó el aviso del ascensor al llegar a la planta baja. El señor Grey me besó rápidamente la mejilla y se separó de mí.
-Mentir no es lo tuyo, señorita Adams. Nos vemos mañana-dijo con una perfecta sonrisa de revista.
Yo me quedé unos segundos en el ascensor hasta que conseguí volver en mí y salir del edificio. Cuando cruzaba la puerta, le vi entrar en un Audi negro conducido por un chófer, un coche evidentemente impresionante, incluso para alguien como yo que ni tenía idea alguna sobre vehículos, ni siquiera poseía uno.
Me fui a casa caminando como siempre, pero con el corazón en un puño. ¿Qué se supone que debía pensar de aquello? ¿Qué haría mañana cuando volviera al trabajo? ¿Le resultaba divertido ponerme de los nervios? ¡Dios! Era un hombre muy atractivo y poderoso según dicen, ¿no podía haber decidido molestar a alguien que no fuese yo? ¡Me pone de los nervios!
Al llegar a casa, cené y me duché, y aunque me metí en la cama dispuesta a leer uno de los cómics que había comprado ese fin de semana, X-Men, me quedé dormida tras dos o tres páginas. Un par de ojos grises ocuparon mis sueños aquella noche.
