Título: Obsession

Autor: KakaIru

Resumen: Gaara es un vampiro inmortal que, luego de muchas decepciones, encuentra al ser capaz de despertar en él sentimientos. Pero sus sentimientos son demasiado intensos para controlarlos. Asimismo Naruto, otro vampiro, ha caído hechizado ante una hermosa melodía salida de los pálidos dedos de cierto pelinegro arrogante y presumido. ¿Podrán estos dos seres de la noche alcanzar aquello que llaman amor?

Pareja: GaaLee, SasuNaruSasu, KakaIru, otras...

Rating: M

Estado: Incompleto

N/A: Esta es la versión corregida de esta historia, con menos errores gramaticales y una que otra cosilla que he cambiado en la trama pero que es importante. Espero que disfruten la lectura


Prólogo


Era de noche. En lo alto se alzaba la luna, esplendorosa, haciendo gala de su brillante y casi redondez, iluminando tenuemente cada rincón de la concurrida ciudad. El viento azotaba levemente, moviendo las copas de los árboles y dejando escapar un débil murmullo. Las calles estaban desiertas. Allí sólo estaba él quien, abandonado a su continuo suspirar, observaba con ojos brillantes las presencias que se escurrían detrás de las ventanas de los edificios. Se podía escuchar, en la distancia, los ladridos de un perro y, más allá, un hombre y una mujer peleaban.

Suspiró.

La vida, para él, había comenzado a tornarse en un aburrimiento continuo. Hacía más de cien años que no ocurría algo realmente emocionante, algo que le hiciera sentir una emoción al extremo. Incluso el deseo se había marchitado, quedando en su lugar pequeños y fugaces retazos de antiguos sentimientos.

El viento sopló entonces un poco más fuerte y sus rojos cabellos bailaron al compás del tiempo, así como la suave seda de sus ropajes. Allí, de pie bajo la luz de la acera, parecía ser uno de esos personajes sacados de una novela de terror. Y a pesar de tener una esencia escalofriante, resultaba increíble el poder de atracción que tenía sobre los demás. Cuando le veían, esporádicamente, suspiraban. Volteaban los rostros para captar su imagen por más tiempo. Algunos, incluso, se extrañaban o soltaban una exclamación de asombro. Pero todos, absolutamente todos, quedaban hechizados por su mirada aguamarina, por sus ojos fríos y distantes que parecían ver en el alma de los desafortunados seres que le contemplaran.

Su rostro era por demás hermoso. Un rostro perfecto, lleno de esa perfección que otorga su estado de eterna lozanía. Su piel, ciertamente, era más pálida, más brillante e incluso las ojeras bajo sus ojos eran más profundas, en cambio no había en su cara rastro alguno de vejez, y para todo aquel que mirara simplemente se presentaba un chico encantador, serio y que no debía pasar los diecisiete años. Eternamente joven. Eternamente fuerte.

Cuando le veían, todos sabían que él era diferente. No podrían decirlo con palabras, siquiera con pensamientos, pero algo en él alejaba los caminos de la imaginación hacia lo tenebroso. Incluso ese hermoso kanji tatuado en su frente, esa inscripción que rezaba 'amor', resultaba increíblemente horrible. Y era repulsivo, y dueño de una belleza arrolladora; por eso todos lo amaban aunque en el fondo de sus corazones lo odiaran y lo condenaran.

Por eso su soledad estaba tan arraigada en él. Porque no había nadie que pudiese amarlo con la misma intensidad con la que él amaba. Y cada suspiro humano era más corto, más ínfimo, más codiciado…

Hace años su propia inmortalidad había comenzado a convertirse en una carga. Porque había comenzado a anhelar más sus años como mortal, cuando podía pasearse bajo la intensa luz del sol, cuando podía sonreír y hablar a los demás de cosas divertidas, cuando podía decir, sin temor a ser perseguido: soy diferente a todos. Decir ahora que era diferente significaría un suicidio. Porque todos le creerían y verían en él al monstruo que era, al insaciable chupador de sangre que representaba su rol de malvado en cada obra de mala muerte de algún teatro desvencijado y viejo.

Pero no era lo que quería.

No era lo que deseaba.

Tampoco podía hacer mucho para cambiar su situación, a fin de cuentas había cosas que no dependían de él. Su destino, si es que éste existía, no podía ser cambiado. Él era lo que era. Un vampiro, un ser de la noche, un Hijo de la Oscuridad, y así un sin fin de nombres… Él era el terror de los mortales, el horror de los vivientes, el asesino de los humanos a su alrededor. Por siempre condenado a alimentarse de sangre humana, de ese poderoso elíxir que significaba tanto la vida como la muerte. Aceptando siempre su papel en la oscuridad, permaneciendo tras bambalinas en esa obra de la vida.

Aunque durante un tiempo no había sido así. Durante algunos años él se había sentido completamente lleno de vida, capaz de hacer cualquier cosa, de completar cualquier logro. De eso ya muchos años, cuando recién comenzaba a estrenar su cuerpo y sus dones inmortales. En ese tiempo conoció a muchos seres, saturó su corazón de emociones humanas e irremediablemente sufrió muchísimas decepciones.

Pero al menos lo había conocido a él.

A ese humano del cual se había enamorado en tan sólo una noche. Un ser que había acabado con sus barreras, con sus defensas, con todo el sentido de su existencia.

Todo comenzó, como de costumbre, una noche. Recuerden que las tardes y mañanas estaban vetadas para él. En fin, como siempre, él continuaba con sus acostumbrados paseos nocturnos, caminando lentamente, moviéndose con pasos leves, tan livianos que más parecía que flotara, y su grácil manera de moverse era digna de un inmortal como él. Pero permanecía ausente, con la mirada apagada, el rostro imperturbable. Por ese entonces ya había comenzado a claudicar en su esfuerzo por ser notado por los demás y simplemente se dejaba arrastrar por ese río constante al que llamaba 'existencia'.

Y fue en un pequeño parque, cerca de una de las zonas residenciales adineradas de la ciudad, donde le vio. Donde cayó hechizado ante su contagiante risa, ante su cuerpo de proporciones perfectas, ante su enérgica mirada… completamente rendido a su merced.

Le había contemplado en silencio. Mientras jugaba, meciéndose en uno de los columpios del parque, riendo ante las caricias del viento que estrujaban su cabello y le provocaban un cosquilleo sobre su pequeña nariz. Sintió entonces su pecho inflarse de amor. Y se vio a sí mismo adorando el pequeño cuerpecito abrigado en su traje color crema, sucio por la escapada de casa y los agitados juegos en el parque. Y allí estaba él, amando a un pequeño niño, a un diminuto angelito de cabellos negros como la noche misma, ojos de un profundo tono azabache y una sonrisa capaz de derretirle el corazón al mismísimo demonio.

Deseó entonces abrazarlo, besar sus tiernas mejillas, estrujarlo contra su pecho, sentir los latidos de su pequeño corazoncito, disfrutar con el sonido de su voz pronunciando su nombre en un casi inaudible murmullo. Deseó arrancarlo del mundo y llevarlo consigo, apartarlo de toda mirada mortal y permanecer siempre acariciando su aniñado rostro. Se vio también deseando su sangre con desesperación. Anhelando degustar el ansiado líquido carmesí que tanto lo enloquecía.

Dentro de él se removió el monstruo que realmente era, y se acercó al lindo niño que había comenzado a llevarse su cordura.

Algo en su interior cantó, más bien chilló, y supuso que era su alma, la cual decidió ignorar. Fue entonces viéndolo cada vez más cerca. Con sus desarrollados ojos de vampiro contempló la sonrosada piel cremosa, la acuosidad de sus ojos, el perlado sudor que descendía por su desprotegida nuca, pero más que eso su expuesto cuello, pálido y deseable. Vio las venas azules que se apretujaban contra la blanca piel, vio la sangre con su continuo palpitar, y el hambre se apoderó de él, una voracidad inhumana y antinatural.

Con los ojos brillantes y los labios entreabiertos, se acercó a su inocente presa.

El tierno niño siquiera había podido reaccionar. Antes de soltar un último suspiro él ya le había abrazado, le había sostenido y había apresado sus labios en un beso de sangre. Estrujó contra sí los blandos huesos, y el chico seguía sin poder hablar, sin poder gritar. Él observó sus ojos, sus dos enormes lagunas negras, y supo que el pequeño tenía miedo. Lo entendió. Claro que debía temer, después de todo él deseaba beber su sangre, y le besaba y mordía sus labios despiadadamente.

El niño comenzó a llorar al sentir su labio desgarrado. El pelirrojo degustó su sangre, ese preciado néctar que era más dulce que ambrosia, más anhelado que el elixir de la vida. Entonces sintió las potentes descargas eléctricas que le recorrían cada vez que probaba el sabor metálico de la sangre. Era una sensación demasiado placentera, como si miles de plumas acariciaran su alma. Era esa sensación orgásmica que le recorría el cuerpo, que le obligaba a abrazarse aún más fuerte a su presa y succionar sus labios con más ansias. La sangre era, literalmente, el placer hecho líquido que fluía por todo su ser.

Le apretó entonces más fuerte, y sintió como su alma se fundía con la del pequeño infante. Esa alma temblorosa y débil, libre de todo pecado, inocente hasta la médula. Esa alma impoluta que él, con sus pecaminosos besos, estaba corrompiendo. Y alzaría los puños a Dios las veces que fuesen necesarias con tal de tener contra su pecho al pequeño niño que se debatía entre sus brazos, tratando de apartarle, sintiendo sus fuerzas abandonarle.

Esa noche pensó que le mataría, y lo habría hecho. Pero no había podido. Simplemente al sentir la comunión de sus almas, al percatarse de la delicada flor que colgaba de sus brazos, como un inocente brote en medio del desierto a punto de ser pisoteado por su fiera bota de caminante. No podía. Simplemente no podía matarlo. Porque lo deseaba demasiado, lo deseaba con locura y desesperación.

Era un niño, talvez de unos ocho años, pero lograba despertar en él un deseo oculto que le arrebataba la razón. Y, a su vez, despertaba sus más bajos instintos. ¿Podría su perversión llegar a ser más grande? Saborear sus labios no había de ser suficiente, tenía que sentir su piel, besarla, degustar su sabor, recorrer el pequeño cuerpecito de piel pura, mancillar con sus propias manos el delicado muñequito que respiraba y jadeaba al sentir su sangre abandonarle en ese eterno vals que se llevaba su vida con cada segundo que pasaba.

Por eso no podía matarlo. Porque lo amaba, más allá que cualquier otra cosa que hubiese podido amar en la vida e incluso en la no-vida.

Sintió, entonces, al pequeño niño decaer. Estaba muriendo, o al menos eso parecía. Y se vio a sí mismo llorando, anhelando su mortalidad perdida, deseando con todas sus fuerzas ser capaz de amar a ese pequeño niño sin tener que lastimarlo. Y el dolor en su alma era enorme, inmenso y abismal, y se extendía por su cerebro y se regaba como un líquido corrosivo, multiplicándose y diluyéndose con su sangre, viajando por cada pequeña célula hasta llegar a lo más profundo de su alma; su alma que se retorcía en su interior y sangraba esa asquerosa sustancia negra que le recorría el cuerpo, que lo animaba, que había abandonado su antiguo tono carmesí para adoptar el color de la muerte, ese negro profundo que le recordaba cada noche lo maldito que estaba.

Le depositó entonces en el verde y húmedo pasto. Húmedo de sus propias lágrimas sanguinolentas que descendían por su rostro manchándolo de rojo carmín.

El hermoso niño respiraba con dificultad y temblaba de frío. Se había sentido como un miserable, pero le amaba. Y no se alejaría de él. Ese niño tenía que ser suyo. ¡Tenía que serlo! Tenía que poseerlo de todas las maneras habidas y por haber, poseer su cuerpo, su alma, todo él debía pertenecerle.

Besó entonces sus delgados labios, pero esta vez dejando atrás su antigua violencia, sólo degustando su sabor como si se tratara de un preciado dulce, un maravilloso manjar. El niño había dejado de llorar. Ahora sólo le observaba con los ojos entrecerrados, a punto de sumirse en un eterno sopor. Pero él no le dejaría morir, no esa noche. Besó entonces sus mejillas húmedas de llanto, besó su frente con sumo cariño, besó sus párpados, su mentón, su delgado cuello, todo esto llevado a cabo con mucho amor.

Deseaba tanto a ese chico… y al mismo tiempo no quería lastimarlo, y odiaba más aún la naturaleza intrínseca de sus perversiones. Con su sonrosada lengua lamió los pequeños labios del niño, le besó nuevamente pero, esta vez, dejó correr su sangre inmortal, invadiendo la boca pura del pequeño, sanando sus heridas y reconfortando sus fuerzas. Debían despedirse. El vampiro lo sabía y, a pesar de no desearlo, tuvo que cargarlo en brazos hasta la casa donde adivinó vivía su muñequito. Le depositó a un lado de la enorme puerta de caoba y volvió a besar dulcemente sus labios.

Los ojos negros le miraban, lo estudiaban, y no comprendían nada.

Soltó unas cuántas lágrimas más antes de alejarse de su lado. Pero antes de hacerlo, susurró en su oído:

-Volveré por ti, y cuando lo haga, serás mío...

Eso había sucedido diez años atrás. Esa había sido su promesa, y dicha promesa no se había visto cumplida y talvez nunca lo sería. Le había perdido la pista una noche, y ya no había vuelto a saber de ese tierno niño que despertaba sus pasiones a un nivel inimaginable. Tampoco lo había buscado demasiado. Aún cuando su corazón parecía sangrar se negaba a ir por él, porque sabía que lo único que él podía brindarle era la muerte. Todo lo demás sería una profunda tristeza unida a malos y malos momentos. Así que lo mejor era sufrir y llorar por su recuerdo.

¡Pero cuánto le gustaría verlo ahora! Contemplar su aniñado rostro convertido en hombre, o al menos en casi un hombre. Ver sus expresivos ojos brillando con la misma intensidad de antaño. Observar su sonrisa capaz de hacer latir su corazón. Cuánto ansiaba estrecharlo nuevamente entre sus brazos, besar sus labios, ¡probar su sangre!

El vampiro abrió los ojos con suma sorpresa. Nuevamente los recuerdos le habían invadido y, sobre sus mejillas, sus lágrimas habían danzado sin cesar.

Porque eso había sido antes, ahora no lo volvería a ver. Y a pesar de que estaba seguro que nunca lo olvidaría, lo mejor que podía hacer era no pensar en él, no pensar siquiera en buscarlo, en hacerlo su hermano de las tinieblas, ¡eso jamás! ¡Antes muerto que quitarle su preciosa vida! ¡Antes prefería inmolarse al sol que arrebatarle su alma y condenarlo al infierno que era su existencia!

Un ruido le distrajo de pronto.

Sus sentidos vampíricos se activaron. No tuvo necesidad de agudizar la vista, sabía lo que era. Un ebrio, un muchacho joven que acababa de ser expulsado de un bar, y junto a él un chico y una chica. La chica era hermosa, tenía un largo cabello rubio y unos increíblemente expresivos ojos azules, además de una sonrisa pícara y vanidosa. El chico junto a ella era más bien algo desgarbado, un cabello marrón recogido en una coleta alta, su expresión era mas bien aburrida y se notaba que estaba a punto de caer dormido. Del primer chico, el del ruido inicial, no podía distinguir bien su rostro pues estaba de espaldas. Únicamente pudo definir lo que era un negro cabello peinado de particular manera, una piel blanca aunque algo sudorosa y una figura delgada y aparentemente delicada. Los tres debían ser de buena familia, se notaba en sus costosísimas ropas. Y los tres estaban borrachos.

Hablaban a la vez y tenían problemas para ponerse de pie. Una vez, y luego de mucho trabajo, que consiguieron colocarse sobre sus piernas, echaron a andar. La chica se apoyaba en su amigo de cabello marrón y viceversa. El otro iba algo más rezagado, balbuceando cosas incoherentes.

El vampiro entrecerró los ojos al sentir el deseo de sangre avivarse en su interior. La roja esencia parecía llamarle, y ellos tres era una invitación abierta al deseo. Su mirada brilló en plena oscuridad. Se acercó a los tres despreocupados jóvenes, cual depredador al acecho de sus pobres víctimas. Sus pasos ni siquiera resonaron en la fría calle y, cuando los tres mortales cruzaron hacia la derecha en una despejada calleja, fue su oportunidad de atacar.

Con rápidos movimientos tomó al que caminaba solo y lo acorraló contra la pared. Los otros dos, que iban un poco más adelante, ni cuenta se dieron de la desaparición del joven.

Entonces allí lo tenía. El mortal había cerrado sus ojos al sentir el potente abrazo que se cerraba a su alrededor, e intentó gritar pero cesó en su empeño al sentir dos colmillos agujerearle el cuello. El dolor era inmenso, pero junto a él le llegó una ola de placer que lo recorrió por completo. Sus labios se abrieron pero no brotó de ellos ni un solo sonido.

Con movimientos lentos por el alcohol trató de apartar al vampiro de sí. Únicamente en su vista los delicados mechones rojos que le cosquilleaban el rostro. Y, cuando el vampiro le dio a ver su cara, se quedó completamente inmóvil.

Ambos se contemplaron a los ojos.

El pelirrojo inmortal, aún con los labios manchados de sangre, contempló a su presa. Tenía los ojos abiertos como platos. Porque algún punto de su mente había sido tocado. ¡Porque esa sangre ya la había probado!

¡Ese chico era…! ¡Era él! ¡Era su pequeño niño! Su amor, su obsesión, aquella persona por la cual derramaba sus amargas lágrimas, era el objeto de su deseo, era todo lo que había anhelado jamás. ¡Y había estado a punto de matarlo!

Sintió entonces la amenaza de sus lágrimas. Y sonrió, una sonrisa corta y hermosa.

Su precioso muchacho, cuánto había crecido. Seguía siendo la cosa más hermosa sobre la faz de la tierra, seguía teniendo esos enormes y expresivos ojos, seguía conservando la misma sana piel, sonrojada un poco por la bebida, y sus labios seguían tan apetitosos como siempre, invitándolo en una muda súplica. Y no pudo evitar besarle, cariñosamente, como antes. Sentir su sabor, perderse en los recuerdos, en las noches en las que casi perdía el control y su mente bullía de desesperación por él, por los incontenibles deseos de ir a buscarlo, de apartarle de la sociedad y confinarlo en una torre, sólo para él, suyo y de nadie más.

El otro chico, confundido y embobado, no supo siquiera qué era lo que pasaba. Su visión distorsionada no le ayudaba mucho, únicamente podía sentir algo sobre sus labios, algo tan fino como la seda, algo que buscaba arrebatarle todo en cada beso proferido.

Y esos besos, ya los había sentido antes, aunque no lograra recordar de qué. ¿Sería un sueño? ¿Una ilusión? Pues se estaba demasiado bien dentro, y no quería despertar, no quería abandonar los poderosos brazos que se cerraban alrededor de su cuerpo, protegiéndolo del frío. Se aferró a su espalda, sostuvo entre sus dedos los finos ropajes, hasta que un escalofrío recorrió su cuerpo al sentir la suave e incitante voz sobre su oído:

-Eres mío, no lo olvides nunca…

Cerró los ojos con fuerza al sentir, una vez más, una fiera mordida sobre su cuello. Intentó gritar pero la consciencia se esfumó tan rápidamente que no pudo darse cuenta de ello. Y esas palabras resonaron en su mente, y resonarían siempre…

El pelirrojo observó el cuerpo desmayado de su muñequito. Su expresión dormida lo hizo aún más irresistible, sus labios entreabiertos, los tiernos latidos de su corazón. Lo estrechó entonces con fuerza, con desesperación. Se negaba a apartarse de él.

Apretó los dientes ante la furia que sentía. ¿Por qué tenía que ser él un vampiro enamorado de un débil mortal? ¿Por qué lo amaba tanto al punto de dar su vida con tan sólo tenerle a su lado?

Sus ojos aguamarina brillaron de pronto. Hundió su rostro en su cuello mortal, lastimado por sus mordidas. Con su sangre cerró los dos pequeños agujeritos creados por sus colmillos. Besó el pálido cuello, una y otra vez. Lo depositó con sumo cuidado en el sucio suelo. Y antes de irse, nuevamente, compartió el beso de sangre, asegurándose de poder encontrarlo siempre. Porque ahora era mejor irse, mejor partir antes de que el deseo superase su cordura. Ese niño iba a ser suyo, talvez no en ese momento, pero al final terminaría siendo enteramente suyo.

Antes de irse le vio un momento más. Llevó una mano a su pecho. Sí, su corazón aún latía… por él.

Cerró los ojos.

En su mente se grabó el ansiado nombre: Rock Lee… E iría a por él en cualquier momento.

CONTINUARA...