Se secaba la lluvia que bajaba de la tormenta escondida en sus ojos. Limpiaba sus párpados con el dorso derecho y palma izquierda, con los bordes de sus mangas y las puntas rojas de sus dedos.
La frialdad de sus manos, que pintaba éstas de rosados de flor, contrastaba al calor de sus facciones en el llanto pronunciado.
Tras ambas sensaciones, la inquietud y el desconsuelo, se fortalecía el desconcierto de su soledad. Quería repararse más pronto que tarde, pero buscar a un ser de apoyo se le hacía más intimidante. Volvía a lamentarse con arranques de tristeza, pero ésta le callaba con la pena de sus lágrimas.
Lloraba porque la ausencia de velas la protegía. Lloraba porque el descontento que controlaba su respiración y movimiento de su pecho había vuelto a ganar.
Y mientras sus extremidades querían caer, su silencio quería sostenerse.
Presionó la piel de sus párpados hinchados con el murmullo de un paso inquieto. Esperó en la penumbra a la que sus ojos se habían acostumbrado tras el largo refugio en ella.
Secó sus dedos, recipientes de su sufrir, contra la tela de su blusa en ademán infantil.
— ¿Alice?
Adivinó, entonces, la silueta en la entrada descubierta. Percibió los tanteos por un rumbo en la pared.
Aguardó, sostuvo sus frenéticas respiraciones en la limitación de su callar, pero cedió muy pronto. La inhalación abrupta de su nariz anunció su presencia.
— Alice. — Un tropiezo. Una caja se oponía a los pies del preocupado receptor de los sollozos. Se movía en el avance de quien tan bien sabe lo que quiere, pero poco conoce dónde encontrarlo.
La pérdida de su esperanza no fue perpétua pues, ante el llanto nuevo de la que se deshacía en contradictorios alivio y tensión, fue posible hacerse con la orientación necesaria para protegerla en su pecho, para susurrar que su compañía era sincera.
Ella lloró. Lloró porque sus inquietudes tenían a alguien que las contuviera. Lloró porque el lleno de su pecho tenía motivo de ser. Y no dejaron de llover sus lagrimales, pero aferrarse al joven hizo de esas penas un reparo incomparable.
El portador de cabello de oro, que asimismo se entristecía ante la tormenta que cubría a su sol, alzó las comisuras que la obscuridad hacía invisibles.
— Estoy aquí para ti. — Entonar un alto nivel vocal no fue necesario. Tan sólo así, en un abrazo que sobrepasara al frío, contuvieron mutuas lástimas.
Y ella lloró. Lloró porque en esa compañía, tan herida como ella, estaba su aliento.
— Sufriremos juntos. No sigas alejándote de mí.
