El tango del masoquista

Acostarse con él infringía tanto dolor que Suzaku no podía ni darse el lujo de fantasear con que estaba con alguien más mientras sucedía. Quizás esa era la intención de Luciano Bradley cuando mordisqueaba allá abajo y hundía los dedos en zonas recónditas sin misericordia alguna: no dar ninguna licencia. Cuando terminó en su boca, él se apartó limpiándose los labios. Sus ojos brillaban encantados, pero su voz fingía irritación. Aún así, era una amenaza:

-La próxima vez avísame si te vienes. Me da mucho asco tragármelo.

Suzaku hizo una mueca amarga y se dio vuelta en la almohada, mientras que tomaban sus caderas para lo que reconocía bastante bien como el plato principal: ardiente como un hierro al fuego vivo. En alguna parte había placer. Quizás en el daño, justamente. Hubiera querido replicar: Oye, a mí no me molesta tragármelo en tu caso, maldita sea. Aunque todos los Caballeros del número tres al diez tuvieran la misma importancia, obtenían sus números según hazañas. Suzaku atrapó al cabecilla de una revolución en su propio país (y que resultó ser hijo del Rey, por lo que solo después de pedir un mero puesto importante comprendió que pedir Japón entero no habría sido descabellado tampoco), mientras que Bradley solo asesinó toneladas de rebeldes. Con civiles en el saco. Era un Barón sanguinario, ni más ni menos, contra un Traidor. Junto a un Traidor. Dentro de él. Adentro y afuera, con sangre de por medio y riéndose contra su oído, casi leyendo su mente.

-No te creas que somos iguales. A ustedes los asquerosos enumerados DEBE gustarles nuestra esencia. Somos la victoria encarnada, después de todo. Pero yo detesto el gusto de la derrota. Y eso es lo que impregna tu placer, por ende la sal de tu sudor y el azúcar de tu esperma.

La lengua de Bradley se deslizó en su oído y Suzaku gimió, apretando las sábanas hasta que sus nudillos estuvieron blancos, a medida que las embestidas se intensificaban violentamente.