Dicen que muchas veces en la vida tenemos opciones, caminos distintos que podríamos elegir. Por alguna razón, los más suntuosos y fáciles son los más atractivos ante nuestros ojos. Sebastián Michaelis, chef repostero y presidente de Glazé & Co., se podía llamar a sí mismo uno de ésos que gustaba de la vida fácil.

Alguna vez conoció la libertad. Amó y fue correspondido. Traicionó, botó, pisoteó y fingió olvidar.

Sebastián Michaelis era un canalla y ésta es su historia.

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La mañana había comenzado como muchas otras. El reloj despertador sonando al lado de su cabeza, un brazo de su esposa alrededor de su cuello y el maldito dolor de cabeza causado por la resaca de la noche anterior.

Suspiró, con la mirada fija en el techo. Movió la lengua dentro de su boca. ¡Ah! ¡Hoy le dolerían hasta los dientes por causa de esa media botella de vodka que bebió en su oficina antes de ir a dormir! Muy francés podía ser, pero los estragos eran los mismos.

-¿Sebastián? – Su esposa, Angeline Durless-Michaelis, ataviada en una lencería roja se sentó en la cama, removiendo el edredón. - ¿Estás despierto, amor?

El moreno había cerrado los ojos justo un segundo antes. – Mmm… - Gimió perezosamente. – Buenos días, Angeline. – Esbozó una sonrisa y ella se inclinó para besarle los labios suavemente.

De inmediato ella hizo una mueca de disgusto. - ¡Ew! ¿Bebiste anoche?

-Hmm… Solo dos copas. – Dijo, sentándose en la orilla de la cama mientras se cuestionaba mentalmente si en verdad tenía solo veinticuatro años.

-Pues la próxima vez, cepíllate los dientes. – La pelirroja se levantó de la cama para dirigirse al baño. El sabor en la boca de Sebastián le resultaba asqueroso.

Y cuando situaciones así ocurrían, el moreno iba tras ella, la tomaba por la espalda y mordía su hombro. Se aseguraba de arrancarle un par de gemidos, luego deslizaba una mano en medio de sus piernas y cuando ella no resistía más, la inclinaba sobre el lavamanos y la follaba, susurrándole al oído lo mucho que le gustaba su cabello rojizo y su enorme trasero. Pero hoy no.

El dolor que tenía en el abdomen era intenso. – Vodka de mierda… - Masculló en voz baja e incluso llegó a dudar de Lau, ése chino dueño de la licorería que acostumbraba visitar. ¿Será que le había vendido una botella falsa de "Grey Goose"? Tomó una bocanada de aire y se puso de pie.

Hoy podía darse el lujo de dejar insatisfecha a su esposa, pero no de llegar tarde al trabajo. Claude Faustus, el socio de Angeline, había empleado días completos en convencer a los agentes de Martha Stewart de asociarse con ellos y, finalmente, accedieron a reunirse.

Ahora se preguntarán ustedes, ¿esa Martha Stewart? ¿La rubia en los programas de cocina de la televisión? Sí, exactamente ella. Glazé & Co. era una compañía que se dedicaba a la fabricación de todo tipo de productos empleados en la repostería y, desde que Sebastián contrajera nupcias con Madam Durless, la pastelería más fina de Nueva York se había sumado a sus dominios. Todo gracias al talento repostero de Sebastián, pero eso era historia aparte.

El moreno escogió uno de sus elegantes trajes negros, camisa blanca, corbata gris de seda. La pelirroja le miró con fastidio, cubriéndose con una bata de seda roja para bajar a desayunar. – Te espero abajo. Le pediré al cocinero que te prepare una ensalada de frutas.

-Gracias. Iré enseguida. – Respondió él, girando los ojos en blanco. Angeline no era una mala mujer. Sebastián sabía que le adoraba lo suficiente para casarse con él y hacerle presidente de su compañía. Pero, ¿por qué tenía que ser tan perfeccionista? ¡Diablos! ¿Cuándo había sido la última vez que le permitiera comer una hamburguesa? Según ella, la imagen personal era indispensable, y aunque Sebastián vendiera pasteles, tenía que lucir como alguien que vendía píldoras de dieta.

Y ese maldito dolor que no cedía ni un poco. Llevó una mano a su cabeza, mientras caminaba desnudo hacia la ducha. La molestia era tanta que estaba comenzando a sentirse mareado. Intentó no prestarle atención, ducharse y vestirse como siempre.

De pie frente al espejo, Sebastián acomodó su cabello. No era difícil descifrar el porqué Angelina estaba obsesionada con él. El moreno poseía un cuerpo escultural, una tez blanca y tersa, el cabello negro lacio corto pero con un par de mechones al frente que daban un toque de rebeldía, una mirada borgoña sensual capaz de estremecer a cualquier mujer y una voz aterciopelada que convencía al mismísimo diablo.

Terminó con un poco de perfume y bajó las escaleras para dirigirse al comedor. Su asiento a la cabeza de la mesa. Angeline, sentada a su derecha, estaba comiendo una torre de hot cakes con miel de maple. Y él tenía que conformarse con la estúpida ensalada de frutas.

Suspiró y comenzó a comer con desgano. Cruzó entonces la habitación aquel que era cinco años menor que él, quien alguna vez había sido su amigo y ahora estaba forzado a ser su empleado y, en muchas ocasiones, su sirviente. Ciel Phantomhive.

Angeline bebió un sorbo de su jugo de naranja y se apresuró a tragarlo al ver al chico frente a ellos. – Buenos días, Ciel. ¿Es qué acaso no pensabas saludar?

El ojiazul se giró apenas unos segundos. – Buenos días, tía. Buenos días, señor Michaelis.

-Buenos días, Ciel. – Respondió el moreno, mas su acostumbrada sonrisa se encontró con la mirada fría del menor. – Espero podamos conversar sobre el nuevo recetario que preparas cuando regrese esta noche.

-Como diga, señor. –Luego se dirigió a ambos. – Perdonen mi descortesía, pero debo irme a la universidad o llegaré tarde.

-Ninguna descortesía, Ciel. – Interrumpió Sebastián, antes que la pelirroja pudiese decir algo. – Que tengas un buen día.

El ojiazul se retiró. Si se esforzaba en soportar al moreno y a su tía era solo porque quería perseguir su sueño y graduarse "Master of Arts in Literature" (Maestría en el Arte Literario) en el City College de Nueva York. Siempre había gustado de la escritura e imaginaba su futuro con pluma y papel en la mano, creando mundos, creando historias y viviendo vidas que no eran la suya. Porque la suya era como una mala jugarreta del destino.

El moreno conocía este sueño y, fue quizás por eso que aquella mañana no terminó su desayuno. Una vez Ciel se marchó, él buscó excusa en la hora para hacer lo mismo. ¡Oh cuánto agradecía el tener algo importante esperándole en el trabajo!

Besó la mejilla de Angeline y desapareció por la puerta frontal. James, el chofer, se interpuso en su camino, saludándole y ofreciéndose a llevarlo hasta la compañía. Sin embargo, Sebastián declinó la ayuda del hombre, explicándole que hoy necesitaba de la adrenalina de conducir su Lamborghini negro.

Montó al auto deprisa, como si temiera que su esposa o alguien le detuviera y arrancó. Finalmente tenía un poco de paz. Si Ciel le hubiese podido esperar unos minutos, él podría haberle llevado a la universidad. - ¿Qué sucede contigo, Sebastián? – Se preguntó a sí mismo, aferrándose al volante. - Llevas toda la semana pensando en él. – Y toda la semana ahogando esos pensamientos en el alcohol. – Esto no puede continuar así…

Llegó a Glazé & Co. repitiéndose aquella última frase como si se tratara de un mantra. Fue una suerte bajar del vehículo y encontrarse con Claude en el estacionamiento. De todos los "seres humanos" que había conocido junto a Angeline, aquel hombre era el único que valía la pena.

-Sebastián, ¡finalmente llegas, hombre! – Claude Faustus no contaba más de treinta y cinco años. Era un hombre atractivo que escondía sus ojos color avellana detrás de un par de gafas.

El moreno sonrió. – Lo lamento, Claude. Sabes como es Angeline al despertar.

-¡Esa mujer está loca! Pero no se lo digas, ¿eh? No me querría más como su socio. – Y ambos echaron a reír.

Sebastián inconscientemente llevó una mano a su abdomen y lo apretó. Reír le dolía. – Ugh…

Claude le dio una palmada en la espalda. - ¿Todo bien?

-Sí. Creo que el maldito de Lau me vendió una botella de contrabando. – Se quejó mientras subían al elevador.

-No creo que necesite de hacer tal cosa. – El otro se encogió de hombros. – Su tienda vende licor a montones.

-Tienes razón. Debo ser yo. Últimamente me siento muy cansado. – Bajaron del ascensor en el piso doce.

-Necesitas unas vacaciones.

-Pero lejos de mi mujer. – Ambos rieron nuevamente, apresurando el paso al salón de juntas. En el camino saludaban secretarias y ejecutivos que se cruzaban con ellos.

Claude se detuvo frente a la puerta del salón. La mano en el pomo. – Respira hondo. Cuando te vea, Martha Stewart querrá que aparezcas en sus programas y creará toda una serie de ello.

-Eso espero. – Sebastián hizo lo dicho y tomó una enorme bocanada de aire. – Ah… - Ahogó un gemido de dolor y puso su mejor sonrisa cuando la puerta se abrió. – Buenos días, señores. Lamento haberles hecho esperar.

Los allí reunidos respondieron con un saludo al unísono. Claude avanzó al lado del moreno hasta quedar al lado de la silla a la cabecera de la mesa. – Señores, es un gusto presentarles a nuestro presidente, el señor Sebastián Michaelis, creador de la exclusiva selección de repostería de Glazé & Co.

Fue cuando el dolor se intensificó una vez más, sentía como si su cabeza fuera a explotar. Quizás solo necesitaba un vaso con agua. Sin embargo, no hubo tiempo para pensar más. Sebastián emitió un quejido y cayó desmayado al suelo, frente a todos los presentes.

Lo siguiente fueron recuerdos borrosos. Sentía la presión de una mascarilla de oxígeno contra su rostro y un grupo de paramédicos le rodeaba mientras empujaban la camilla donde se encontraba él acostado.

Y cerró los ojos porque solo así remitía el dolor.

No sabía cuánto tiempo pasó así, pero cuando despertó las cosas solo se pondrían peor.

-¿Señor Michaelis? – El dueño de la voz se acercó a su rostro. Era un doctor. O por lo menos llevaba una bata blanca como si fuese uno. - ¿Cómo se siente?

-Mejor. – Susurró el moreno. El dolor de cabeza había desaparecido al igual que el de su abdomen. - ¿Qué fue lo que pasó?

El hombre de cabello rubio pareció meditar sus palabras antes de responderle. – Usted sufrió un desmayo… y…

-¿Y?

Angeline entró corriendo a la habitación en ese momento. -¡Sebastián! ¡Por Dios! ¿Estás bien? – Y la pelirroja le acarició el rostro. El moreno agradecía que se encontrara ahí, aunque en su fuero interno creía que estaba mejor solo.

-Sí. Me siento mejor. – Repitió.

-¿Es usted su esposa, señora? – Preguntó el doctor. Ahora Sebastián notaba que en su chaqueta había una pequeña placa con el nombre "Wilson".

-Así es. – Respondió ella, asintiendo nerviosamente.

-Temo que debo darles una noticia a ambos. – Miró una vez más hacia el expediente que sostenía en sus manos y continuó. – El señor Michaelis tiene cáncer hepático en un estado bastante avanzado. Lamentablemente, sus probabilidades de vida están entre los seis meses y un año de llevarse a cabo el tratamiento correspondiente.