¡ATENCIÓN! Este fanfiction contiene escenas de sexo (yaoi), lenguaje obsceno y muerte de personajes. Aunque toma como base la mafia italiana/siciliana y su época, algunos elementos dispares pueden ser introducidos para amoldarse a los personajes de Hetalia (por ejemplo, no sólo los italianos ingresan en la mafia).

PAREJAS: Principalmente Spamano y Gerita, aunque se tocan muchas otras.

.

RANGOS PRINCIPALES DE LA MAFIA SICILIANA – Para vuestra información.

Capi di Tutti Capi (jefe de todo) Don (jefe de una mafia) Sottocapo = Consiglieri (consejero) Caporegime (jefe de las familias) Capodecime (Jefe de una banda) Soldado Asociado.

.

GUÍA DE PERSONAJES – Son tan numerosos que iré apuntando los detalles que se vayan conociendo en orden de aparición, y actualizaré la lista en cada episodio, por si el lector se pierde. Más tarde aparecerán otros personajes, como Finlandia.

(Nombre y apodo, edad, rango y país en Hetalia)

Lovino "Romano" Vargas, 22, Don - Sur de Italia/Sicilia

Bella "Gatta Bianca", 27, Soldado - Bélgica

Arthur "Sly" Kirkland, 26, Caporegime - Inglaterra

Francis "Asso di Cuore"/"Ace" Bonnefoy, 32, Consigliere - Francia

Heracles "Pensatore" Karpusi, 29, Soldado - Grecia

Gilbert "Red Eye" Beilschmidt, 26, Soldado - Prusia

Elizabeta Héderváry, 27 - Hungría

Roderich Edelstein, 31 - Austria

Ludwig Beilschmidt, 21 - Alemania

"Il Russo", Don - Rusia

Feliciano "Veneziano" Vargas, 18 - Norte de Italia

Berwald "Scarface" Oxenstierna, 39, Capodecime - Suecia

Antonio Fernández Carriedo, 25 - España

.

DISCLAIMER: Los personajes descritos en este fic no pertenecen a la autora del mismo. Una lástima, en serio. Gracias por leer, y espero que os guste.


Capítulo 1. Plata y fuego.

El italiano alisó la chaqueta de su traje, la levantó un poco por detrás y, con cuidado de no arrugarla, se sentó en la silla de metal. Se quitó la fedora listada y la dejó en el mantel. Después desdobló el periódico, y sus ojos comenzaron a barrer distraídamente los titulares. Parecía que la Liga Juvenil Siciliana había armado un escándalo en el sur de la ciudad. Pero eso no era un problema para el italiano. O al menos, no debía serlo.

"¿Qué desea, señor?"

El italiano miró a la camarera. Tenía un fuerte acento extranjero, puede que americano. Pidió un cappuccino, esperó a que se fuera y luego miró el reloj. Las nueve. Los dedos del italiano tamborilearon en la mesa, mientras éste examinaba la calle de arriba abajo con gesto impaciente. Los setos de grandes casas unifamiliares cercaban el otro lado de la calle. En ellas, familias ricas empezaban a despertar y bajaban a los amplios salones para encontrar el desayuno sobre la mesa. Mientras tanto, el servicio se encargaba de lavar y tender la ropa, y sacar la basura. Era sábado, por lo que el café estaba vacío, aparte de la ociosa camarera, que preparaba la barra para los clientes que empezarían a llegar de un momento a otro, y un viejo canoso sentado en una esquina del restaurante. Vestía una gabardina, con el cuello subido para taparse la cara, y unas gafas de sol que le cubrían los ojos, ocultando sus rasgos y haciéndole irreconocible. En cualquier otro punto de Italia, esa manera de ocultar la identidad habría llamado mucho la atención. Pero allí, en pleno sur, en la decadente ciudad de Porto Speranza, no era difícil encontrarse con personas que fingían no ser nadie. La camarera miraba al viejo de reojo, y sus ojos reflejaban cierta inquietud. Al italiano no le extrañó; tenía toda la razón del mundo para tenerle miedo. Bajo la manga derecha de la gabardina sobresalía el tatuaje de los "Serpenti d'Argento", una de las familias mafiosas más conocidas del lugar.

Miró su reloj. Las nueve y un minuto. La camarera salió del recinto, rodeando las mesas deliberadamente para no acercarse al anciano, y dejó el café delante del italiano con un "que le aproveche" y una sonrisa. El italiano le devolvió una sonrisa ensayada, y ella volvió al recinto. Volvió a mirar la calle. En ese momento, la verja de hierro macizo de una de las mansiones se abría con un chirrido y una criada morena y delgada salía de allí, arrastrando tras de sí una bolsa de basura. El italiano lanzó una mirada furtiva a la camarera. Ella hablaba con alguien de la cocina, algo alarmada, y una voz tranquilizadora le respondía. Rió por lo bajo. Debía ser nueva en la ciudad. Y a él le convenía que el mafioso le hubiera llamado tanto la atención; así no se fijaría en él.

Volvió a abrir el periódico y esperó, escuchando el sonido de unos tacones que se acercaban. Vió por el rabillo del ojo cómo la criada morena pasaba por su lado con la bolsa de basura. Rebuscó en su bolsillo, sacó unas pocas liras y las dejó en la mesa. Se levantó, dio un par de buches al café, notando su boca arder; se puso el sombrero y comenzó a andar tras la criada tranquilamente. Anduvo calle abajo, siguiendo a la mujer a un par de metros sin quitarle la vista de encima. Al pasar por al lado del cristal reflectante de un escaparate, examinó el reflejo disimuladamente para ver si alguien le seguía. Comprobó con satisfacción que la criada hacía lo mismo y se percataba de su presencia.

Llegaron al contenedor. Ella se paró para tirar la bolsa. Él la pasó, sin siquiera mirarla, y giró a la derecha en el primer callejón. Un coche negro le esperaba allí aparcado. El italiano se giró y se apoyó en el maletero. En ese momento, la criada entraba en el callejón, quitándose la peluca morena para dejar al descubierto su cabellera rubia, recogida en un moño bajo.

"Dos minutos tarde, Gatta Bianca."

Ella sonrió mientras él la agarraba por la cintura y la pegaba bruscamente a su cuerpo, besándola firmemente. Ella dejó que sus labios recorrieran su cuello, le quitó el gorro y se lo puso con un gesto coqueto. El italiano la soltó y abrió la puerta del coche. Unos segundos más tarde, estaban sentados en el coche, en silencio, saliendo del callejón. El italiano dio marcha adelante, y el coche avanzó calle abajo, alejándose del lugar.

El ruido de una explosión rompió el silencio de la mañana, iniciando una sinfonía de graznidos y gritos de terror. 'La Gatta' rió, satisfecha por el resultado de su trabajo. Una media sonrisa apareció en la cara del italiano mientras su pie pisaba a fondo el acelerador.

Nadie se mete con el puto Lovino Vargas.

.

.

Arthur 'Sly' Kirkland estudió el boceto una vez más, y sujetando las pinzas firmemente, introdujo el mechón de pelo rojizo a través de la tela en el ángulo adecuado. Lo aseguró con cuidado, y examinó si quedaba natural en contraste con el resto del pelo. La puerta del sótano se abrió de par en par, y una voz alta y de fuerte acento francés se elevó tras él.

"¡Ah! ¿Otra de tus pelucas, Sly? Para un nuevo trabajo, supongo."

El inglés ni se inmutó. Terminó tranquilamente de colocar el siguiente mechón, un poco más oscuro que el anterior, y sólo entonces levantó la lupa de la cinta que estaba atada a su cabeza y se giró para mirar al francés. Este había cruzado la habitación con una botella de vino en la mano y un par de copas y se había sentado en el pequeño sofá de terciopelo que había pegado a una de las paredes.

"Eso es información clasificada."

El francés se rió. Llevaba el pelo dorado recogido en una apretada coleta, de la cual se escapaban unos cuantos mechones ondulados que enmarcaban su cara y resaltaban sus ojos azules. La camisa roja hacía juego con la cinta de su fedora, y su traje negro y liso parecía sacado del mejor sastre italiano. Su complexión perfecta, su voz suave, su piel blanca y su sonrisa seductora completaban el cuadro, y hacían de él el mayor seductor de toda la isla de Sicilia, tanto de mujeres como de hombres. "Oh, vamos, Sly. Soy tu superior, el consiglieri, ya sabes. A mí puedes contármelo." Descorchó la botella, olió el corcho con un gesto pedantemente refinado, y un gruñido de satisfacción salió de su boca. Empezó a llenar las copas. "Buen vino. El vino italiano es magnífico. Después del francés, por supuesto." Sujetó en alto una de sus copas, ofreciéndosela. "¿Una copa?"

Arthur fijó sus ojos verdes en él, molesto.

"Las órdenes vienen del Don, y no tengo permiso para informar a nadie de mis actividades, ni siquiera al segundo al mando, Ace. Y no, no quiero vino. Estoy trabajando."

"Haces honor a tu nacionalidad. Estirado como todos los inglesitos."

"Pues tú haces honor a tu apodo, 'Asso di Cuore'. You're a complete ass-o."

"Honhonhon~ Ah, el humor inglés. Es tan malo como su comida."

Arthur iba a gritarle una respuesta no muy apropiada para un gentleman, pero la puerta del sótano volvió a abrirse y se llevó la mano al revólver instintivamente.

"Tranquilo, Sly. Somos nosotros. Ya estamos aquí."

Arthur se relajó al ver a Gatta Bianca y a Romano en la puerta. De la sonrisa de felicidad de 'La Gatta' pudo deducir que la misión había ido como la seda. La cara de Romano, el Don de su banda, estaba cruzada casi indefinidamente por una mueca de enojo o indiferencia, y esa vez no era una excepción. El italiano entró en la habitación con la mano en la cintura de la rubia belga, y cogió la copa de vino que aun descansaba en la mesa, apurándola de un trago. Ace hizo una mueca de disgusto, y acusó al italiano de no saber apreciar el buen vino. Romano lo ignoró completamente, y se dirigió a Arthur de manera directa y algo brusca.

"¿Qué tal va la peluca?"

El inglés se la mostró. Romano asintió.

"¿Crees que le irá bien a La Gatta?"

Arthur bufó, algo molesto. "La pregunta sobra. Si usted no confiara en mis habilidades, no me habría aceptado en su banda."

"Por supuesto, Sly." Romano desfrunció el ceño, lo más parecido a una sonrisa que Arthur había visto nunca en su cara sin que mediara el alcohol. "Tus disfraces son los mejores de toda Italia. Y probablemente de todo el continente."

"No es necesaria tal adulación. Tengo conocimiento de la gran calidad de mis disfraces. Ahora, si me disculpa, volveré a mi trabajo."

Romano enarcó las cejas, divertido. Luego dejó la copa en la mesa y se dirigió al francés.

"Asso, buen amigo mío, acompáñame. Debo ir a ver a Veneziano."

Arthur miró con interés cómo el francés asentía y le acompañaba a la salida. Sólo cuatro personas conocían verdaderamente quién era Veneziano. Una era Romano, la otra, Ace; después su cuidador, Pensatore, y por último, Veneziano mismo.

Después de que la puerta se cerrara, miró intrigado a Gatta Bianca. La belga le devolvió una mirada curiosa.

.

.

Gilbert "Red Eye" Beilschmidt deleitaba su vista desde el patio comunal de su casa. En el balcón de la casa de enfrente, su amor desde la más tierna infancia, Elizabeta Héderváry, cosía las piezas de una chaqueta mientras entonaba una antigua canción húngara. Su pelo castaño oscuro caía en tirabuzones sobre su pecho, y sus ojos dorados destellaban con dulzura. El corazón de Gilbert se derretía con cada nota, y no pudo evitar que una sonrisa idiota se formara en sus labios.

Elizabeta dejó de cantar cuando se dio cuenta de que su acosador particular la observaba. Dejando su labor sobre una mesilla, se levantó y se asomó sobre la barandilla. "Buenos días, Gilbert. Tan encantadoramente espeluznante como siempre. ¿Es que no sabes que es de mala educación mirar fijamente a una bella señorita sin que ésta lo sepa?"

La sonrisa de Gilbert se tornó pícara. "Oh, lo sé de sobra, Liz. Pero no sabía que las brujas gruñonas entraran en la categoría de 'bellas señoritas'."

"Oh, ja, ja, Gilbert. Muy, muy divertido. Tienes suerte de que no pueda retorcerte el cuello desde aquí."

"No te tengo miedo. Sé que estás loquita por mí."

Elizabeta extendió el brazo y fingió que podía aplastar la cabeza del prusiano con su pulgar e índice. Gilbert se rió ante su cara de concentración, e hizo como si el gesto tuviera efecto.

"¡Agh, no, Liz! ¡Para, por favor! ¡Tengo un hermano al que alimentar, ten piedad!"

Ella se rió, divertida. Con los codos en la barandilla, entrelazó los dedos y apoyó la barbilla sobre sus manos. "Eres un verdadero payaso, Gilbert."

Gilbert le guiñó un ojo. "Sólo para mi chica."

Ella suspiró. "Gilbert, yo no soy tu—" Una voz del interior de la casa le interrumpió.

"Señorita, el señor Edelstein ha venido de visita."

"¡Ah! ¡Hazlo pasar!"

Gilbert bufó y puso los brazos en jarras. "¿Otra vez ese estirado? Elizabeta, aun puedes dejar a ese tío y venir con un hombre de verdad."

"Oh, vamos, Gilbert. Sabes que no tienes ninguna oportunidad conmigo mientras tengas ese tatuaje en la espalda."

Gilbert se llevó la mano a la parte baja de su espalda, instintivamente. La marca de la banda a la que pertenecía descansaba allí, en forma de rosa azul sobre la cruz negra teutónica. Era obligatorio tatuarse la rosa azul si pertenecías a la banda de 'Il Russo'. La cruz hacía referencia a su origen prusiano. No era el único tatuaje que poseía. Los picos de estrella en su hombro indicaban el número de asesinatos que había cometido hasta el momento.

"Pero Lizzie, ¿qué daño te hace que acose a un par de personas de vez en cuando? ¡Ni siquiera las conoces! ¿Qué más da?"

Ella se enfadó en seguida. "¡¿Cómo puedes decir eso, Gilbert? ¿Te has parado a pensar que también haces daño a los seres queridos de esas personas? ¡Si no te conociera tan bien, pensaría que eres un monstruo!"

Gilbert iba a contestar algo ingenioso, pero un hombre apareció en el balcón con un ramo de rosas rojas en la mano.

"Buenos días, mi querida Eliza."

Gilbert miró disgustado como a ella se le iluminaba la cara al oír su voz y se giraba con una sonrisa hacia el apuesto austriaco. Él hizo una reverencia de manual y le entregó las rosas pomposamente.

"Oh, Roderich, no debiste haberte molestado… Son preciosas." Ella le dio un pequeño beso en los labios, para el horror de Gilbert. "¿Son de tu jardín?"

El ajustó sus gafas con el índice, en un gesto tímido, mientras desviaba la mirada nerviosamente. Gilbert habría jurado que el muy imbécil se estaba sonrojando. "Por supuesto, querida. Las cultivé especialmente para ti."

"¡Roderich! ¡Qué bonito! Ven, vamos a buscarle un jarrón. ¡Ah, espera un momento!" Se asomó de nuevo por el balcón. "Discúlpanos, Gilbert, pero Roderich y yo vamos a salir. Ya hablaremos luego."

"Sí, vale. No te preocupes, Liz. Diviértete." El sorprendido Roderich se llevó una mirada fulminante de Gilbert antes de que su novia tirara de su muñeca hacia el interior de la casa.

Gilbert se dio la vuelta y caminó hacia su propia casa, maldiciendo por lo bajo en alemán. Maldito político estirado con sus malditas gafas y su maldito pelo repeinado y sus malditos modales perfectos y su maldito dinero Y SUS MALDITAS ROSAS DE MIERDA, ¡MALDITA SEA!

"¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAARGH!"

Gilbert abrió la enorme puerta del garaje de una patada, reventando la cerradura. Desde dentro le recibió la voz grave y aburrida de su hermano menor.

"No me lo digas; otra vez Roderich y Elizabeta."

Su hermano estaba sentado ante la mesa de trabajo que ocupaba gran parte del garaje convertido en taller, destornillador en mano, trabajando en su proyecto. A su alrededor se esparcían numerosas herramientas, pinceles, piezas metálicas de toda forma y tamaño, y una lata de aceite. Sobre la mesa había todo tipo de artefactos hechos a mano, la mayoría tapados por sucias lonas para evitar las miradas de los vecinos curiosos. Las desnudas paredes de hormigón sostenían pesadas estanterías llenas de cachivaches y juguetes que su hermano había diseñado y construido con sus propias manos. Gilbert respiró hondo para calmarse.

"Uh, siento lo de la cerradura, Ludwig."

"No importa; la última vez compré un par extra. Después la arreglo." Ludwig se limpió las manos manchadas de grasa en el delantal de trabajo. "¿Sabes? Quizás deberías dejar esa banda mafiosa. Así tendrías más posibilidades de recuperar a Elizabeta."

"No seas inocente, Ludwig. Nadie deja la banda de Il Russo… vivo." Gilbert se asomó sobre el hombro de su hermano. "¿Qué tal va esa nueva arma?"

"Casi está. Pero no me termina de convencer el diseño. Le falta algo… Le falta belleza."

Gilbert se rió. Su hermano siempre estaba con el rollo de la búsqueda de la belleza, y nunca estaba satisfecho con nada de lo que hacía. Nada era lo suficientemente bello para él. En realidad, la idea de que alguien como su hermano dedicara todo su esfuerzo a intentar capturar la belleza en cada uno de sus diseños le parecía irrisoria. Y con alguien como su hermano quería decir alguien tan corpulento e imponente, tan repeinado y con la mirada tan glacial como el rubio alemán sentado ante él. "Bueno, Ludwig. Sólo te pido que sea eficaz. La belleza es opcional."

Ludwig se encogió de hombros. "Si lo que quieres es algo horrible pero potente, lo tendré terminado para esta tarde. Pero no pienso estampar mi firma sobre esta aberración."

"Lo que tú digas, hermanito." Gilbert se desperezó, bostezando ruidosamente. "Bueno, voy a descansar. Tengo una noche ajetreada por delante. Parece que han dinamitado una de las casas de la Avenida Grande esta mañana, sobre las nueve. Una camarera asustada ha dicho ver al viejo de los 'Serpenti d'Argento' en su cafetería justo antes de la explosión. Il Russo está que echa chispas porque iba a hacer negocio con esa familia, así que querrá que yo vaya a cazar un par de serpientes, tú ya me entiendes."

Ludwig asintió. "Yo puede que vaya más tarde un rato a mi banco de siempre a buscar inspiración." Su voz se volvió un poco más seria. "Ten cuidado, hermano."

Gilbert le revolvió el cuidadosamente repeinado cabello, arrancando un quejido de su hermano menor.

"No te preocupes, Ludwig. No me pasará nada. Recuerda que en lo mío soy increíble."

.

.

Feliciano Vargas balanceaba los pies sentado en la banqueta de su piano. Con el índice y el corazón separaba dos de las tiras de la cortinilla que le separaba del mundo exterior, y que siempre permanecía cerrada. Examinaba la calle atentamente. Siempre el mismo paisaje, siempre el mismo cuadro gris: el mismo cielo gris, el mismo parque gris con sus grises verjas, los bancos grises y la acera gris, por donde circulaban personas grises y aburridas; los mismos coches grises que pasaban todos los días por allí en un círculo vicioso que parecía no acabar nunca. Feliciano se sabía de memoria cada grieta de la acera, cada chicle pegado a las baldosas; había contado y recontado las barras metálicas de la verja una y otra vez, e incluso los árboles visibles desde su ventana; jugaba a recordar las matrículas y modelos de los coches, y saludaba mentalmente a la gente que pasaba casi todos los días por su pequeño ángulo de visión. Incluso les había puesto nombre. Lo mejor era cuando el chico de los periódicos – Marco era el nombre perfecto para él – se paraba justo bajo su ventana y recitaba en voz alta los titulares de los periódicos. Entonces no se sentía tan separado del mundo, tan enjaulado en esa maldita casa.

Con un suspiro, miró el interior de su habitación. El suelo era de mármol y estaba cubierto por una tupida alfombra verde y dorada. Las paredes eran paneles de madera blancos, decorados por falsas columnas de yeso que sostenían un techo a medio pintar. Todas las tardes, Feliciano cogía su pincel, se subía a su escalerilla y comenzaba a dibujar sobre el techo cuidadosamente. Dibujaba nubes, y ángeles, y santos. Dibujaba cervatillos y animales exóticos. Dibujaba unicornios y dragones. Dibujaba sus escenas favoritas de las historias que había oído sobre dioses griegos y monstruos increíbles. Dibujaba amantes que observaban aquel mundo fantástico, perdidos en un abrazo, bajo un falso y magnífico atardecer. Feliciano suspiró de nuevo. Hacía dos años que no había visto un atardecer. Su ventana daba al Este.

No habían muchos más muebles a su alrededor, si el piano y el violín no se contaban como muebles. Apenas unas ligeras cortinas de seda blanca en la ventana, una mesa decorada con un jarrón vacío y un sofá tapizado a juego con la alfombra. Y sobre ese sofá dormía la única compañía que tenía: su medio primo griego, Heracles Karpusi. Su pelo largo y oscuro se esparcía descuidado sobre el cojín, y su boca emitía pequeños ronquidos. Su gato atigrado, Aquiles, dormía sobre su estómago, subiendo y bajando al ritmo de su respiración. Heracles era muy amable con él; le contaba leyendas de su tierra, e historias sobre su querida madre cuando era joven. Y Feliciano le quería muchísimo. Pero no era suficiente. Anhelaba el contacto humano, el aire libre, los bailes en los bares, invitar a cenar a chicas guapas, oler las flores, pasear bajo el sol y bajo las estrellas.

Volvió a mirar por la ventana, y dio un gritillo de alegría cuando vio el coche negro de su hermano aparcado en la acera de enfrente. Rápidamente se abalanzó sobre Heracles y comenzó a sacudirlo.

"¡Primo! ¡Heracles! ¡Vamos, despierta, que ahí está mi hermano! No querrás que te riña por dormirte y no vigilarme, ¿no?"

Tras unos cuantos cachetes en las mejillas, Heracles despertó y bostezó perezosamente, incorporándose y tirando al gato en el proceso, que dio un bufido y se fue de allí con la cola alta, como indignado. Feliciano corría de un lado a otro de la habitación, nervioso, sin poder quedarse quieto. Heracles, lentamente, arrastró los pies hacia la puerta del apartamento. Antes de llegar, llamaron usando cierto patrón. Golpe, dos golpes, golpe, tres golpes. Lovino ahogó un grito nervioso, pasándose las manos por el pelo una y otra vez, mientras Heracles llegaba finalmente a la puerta.

"Si es publicidad, no me interesa." Dijo, monótonamente.

"Traemos noticias desde Roma, quizás eso te interese más."

Heracles descorrió los cerrojos y abrió la puerta con la llave que tenía colgada a su cuello. "Respuesta correcta. Bienvenidos."

Lovino entró en la habitación, seguido de Francis, y la puerta se cerró inmediatamente tras ellos. En cuestión de segundos, Feliciano se había lanzado a los brazos de su hermano, casi llorando de felicidad.

"¡LOVINO! ¡LOVINO, HAS VENIDO A VERME!"

"Uh, Veneziano, por favor, contrólate—"

"¡No! ¡No me llames Veneziano! ¡Ese es mi nombre para los desconocidos! ¡Yo soy Feliciano! ¡Tu hermano, Feliciano! ¡No lo olvides!"

Lovino sonrió tiernamente y le abrazó, acariciándole la cabeza.

"Claro que no, Feliciano, Feli. ¿Cómo podría olvidarme de eso, si todo lo que hago lo hago por ti?"

El abrazo se mantuvo durante un rato. Heracles saludó perezosamente al francés con un "¡eh, Asso!" desganado. Francis le devolvió una sonrisa. "¿Qué tal, Pensatore? Anda, ve a dar una vuelta esta tarde. Nosotros vigilamos a Feliciano hasta la noche." Heracles cedió la llave al francés y se fue. Francis se encargó de echar los cerrojos y la llave. Mientras tanto, Lovino tiraba de su hermano hasta la habitación del piano.

Lovino y Francis se sentaron en el sofá, y Feliciano arrastró la banqueta del piano delante suya y se sentó felizmente. Estaba tan emocionado de tener visita. Aunque siempre le visitara la misma gente. Le daba igual. Era su hermano querido. Y Francis, al que consideraba su tío porque había sido como un hermano para su padre, Adriano. Y siempre le contaba historias de cuando su hermano y él eran niños, y todo era mejor, y la vida era divertida y simple, y no existía el miedo. Y su padre aun no había muerto de un balazo en el estómago.

"¡Lovino, llevas más de una semana sin venir, me tenías preocupado!"

"No te preocupes por mí, hermano. Se cuidar de mí mismo. Siempre que no hagas locuras, todo irá bien. Así que ni se te ocurra salir de la casa."

Feliciano infló las mejillas. "Lo sé, Lovi. Es sólo que, jo, me aburro mucho… Si al menos me dejaras salir al balcón, sólo un ratito—"

Lovino se levantó de repente, levantó a su hermano por el cuello de la camisa, tirando la banqueta estrepitosamente, y lo estampó violentamente contra el piano, aprisionándolo, la cara encendida de furia.

"NI SE TE OCURRA ABRIR LA VENTANA SIQUIERA. ¡¿ES QUE QUIERES QUE TE MATEN? ¡DIME! ¡¿ES QUE QUIERES QUE LA BANDA DE IL RUSSO TE DE UN TIRO, DESPUÉS DE TODO LO QUE ESTOY HACIENDO PARA MANTENERTE A SALVO? ¡DIME!"

"He… hermano… yo…"

"¡HABLA, MALDITA SEA! ¡¿ES QUE QUIERES ACOMPAÑAR A PAPÁ? ¡¿ES ESO LO QUE QUIERES? ¡ESTOY MALGASTANDO MI VIDA EN TI, ASÍ QUE MÁS TE VALE MANTENERTE CON VIDA, JODER!"

"¡Romano, ya basta!"

La voz de Francis le hizo volver en sí, y en seguida se dio cuenta de lo horrible que era lo que acababa de decir. La cara de su hermano reflejaba puro terror, y por sus pálidas mejillas corrían dos regueros de lágrimas.

"Hermano… me haces daño… el piano, se clava en mi espalda…"

Lovino lo soltó y dio un par de pasos atrás, sin saber qué hacer. No quería que su hermano recordara sus visitas así, con violencia. No quería tratar a su hermano de ese modo.

"Feli… Feliciano… perdóname, por favor. Yo sólo…"

Feliciano estalló en sollozos, ocultando la cara entre sus manos.

"¡Lo siento, Lovino! ¡Siento estar estropeando tu vida! ¡Siento que te veas obligado a protegerme! ¡Ojalá Il Russo me hubiera matado! ¡Así tendrías una vida normal, y una casa, y unos amigos con los que ir al cine, y seguirías viviendo en Roma y no en esta ciudad de mala muerte!"

Lovino le rodeó con los brazos y lo estrechó contra él, besando su pelo, su frente, sus húmedas mejillas, acariciando su suave pelo.

"¡No te cambiaría por nada del mundo, Feli! ¡Por nada, ¿me oyes? Si te perdiera… ¡Si te perdiera, moriría! Soy un idiota, un estúpido. Nada de lo que he dicho es verdad. Por favor, Feli, no llores. No llores, o lloraré yo, y tengo una reputación que mantener, ¿me oyes?"

Las manos de Lovino temblaban, y Feliciano no quería que su hermano llorase, así que se calmó un poco y le devolvió el abrazo, intentando parecer tranquilo. Qué idiota se sentía al pensar que había tenido miedo de su hermano, aunque hubiera sido por un segundo. Feliciano sintió a Lovino hipar suavemente.

"Te quiero, Feliciano."

Feliciano apretó el abrazo.

"Y yo a ti, Lovino. Te quiero, te quiero, te quiero."

Lovino le dio un último beso en la frente, sujetó las manos de su hermano entre las suyas y le miró con una sonrisa.

"Ahora vamos a ver esa espalda, ¿vale? Esperemos que no sea nada grave, porque tu piel es muy fina."

Feliciano asintió, devolviéndole la sonrisa.

Desde el sofá, Francis admiraba la preciosa relación que tenían los hermanos. Su padre habría estado orgulloso.

.

.

Gilbert "Red Eye" Beilschmidt recorría los oscuros callejones del muelle enfundado en su gabardina, con la mano derecha en la cartuchera, y la otra sujetando un pedazo de papel. Volvió a leer las instrucciones. "Reúnete con 'Scarface' en el almacén de rosas cuando los cuernos maten al dios". Malditos mensajes en semi-clave. "Almacén de rosas". Seguro que no se trataba de una floristería – no era el estilo del jefe. Y los únicos almacenes aislados que conocía eran los del muelle. No tenía ni idea de lo que eran las rosas. "Cuando los cuernos maten al dios". Se referiría a los cuernos de la luna, seguramente. Y el dios Apolo era el sol, así que que la luna matara al sol quería decir al atardecer. Gilbert se felicitó a sí mismo por no ser un completo idiota. Ahora sólo tenía que buscar el significado de las malditas rosas.

"¡Eh, guapo! ¿Quieres divertirte?"

Unas prostitutas le llamaban desde la puerta de uno de los almacenes. Gilbert se quedó mirándolas, pensativo. ¿Podían la rosas simbolizar a las prostitutas, las comerciantes del amor?

… No, el jefe nunca se ponía tan poético. Críptico sí, pero no poético. Pasó de largo, ganándose algunos insultos y dedos levantados. No se imaginaba al jefe escribiendo algo positivo sobre las prostitutas. En realidad, no se podía imaginar al jefe, porque nunca le había visto. Il Russo tenía a sus hombres diseminados por varias ciudades, y solía utilizar mensajeros para movilizar a sus tropas, e informadores para controlar las actividades en curso. Él, mientras tanto, permanecía en su sede en Roma, aunque nadie sabía nunca a ciencia cierta dónde se encontraba. Según se decía, a veces cambiaba de lugar en su búsqueda de la familia Vargas para un ajuste de cuentas… aunque Gilbert no estaba informado de por qué quería vengarse de esa familia tan obsesivamente. Vale, eran como un grano en el culo y a veces le estropeaban el negocio, pero de ahí a que quisiera vengarse personalmente había un trecho. Il Russo nunca hacía el trabajo sucio, siempre enviaba a alguien. Era tan temido y poderoso como para no manchar sus manos de sangre indigna. Que quisiera matar con sus propias manos a los Vargas se le antojaba extraño.

El sol ya se había puesto, y la luz comenzaba a escasear. De repente, un olor dulzón impregnó el aire, mezclándose nauseabundamente con el hedor de las algas descompuestas y el salitre. Miró alrededor en busca de la fuente de aquel aroma discordante, y enseguida lo localizó: un arbusto de rosas azules salía de una de las ventanas rotas de un almacén. Vaya. Lo de las rosas no era un mensaje en clave, entonces. Ahora se sentía como un idiota. Miró alrededor para comprobar que no le perseguían y luego empujó la pesada puerta de madera. El interior estaba en penumbra, iluminado sólo por algunos rayos de luna que se filtraban por los sucios cristales de las ventanas. En cuanto cerró la puerta tras de él, oyó el chasquido de un arma.

"Scarface, no dispararías a tu viejo amigo Red Eye, ¿verdad?"

Sentado sobre una caja de madera, Scarface apuntaba un rifle hacia él con una mano, mientras que con la otra sostenía un viejo reloj de cadena de plata. Las figuras de los dos hombres contrastaban bajo la luz de la luna. Gilbert era de estatura mediana y complexión fina y ágil, pero fuerte, y una sonrisilla traviesa siempre iluminaba su rostro, encendido ya de por sí con sus ojos rojizos. Scarface era casi una cabeza más alto que él, musculoso, corpulento; unas gafas cuadradas enmarcaban unos ojos claros y vacíos de sentimiento, y sus labios solían estar apretados en una mueca neutral. Para completar la intimidante imagen, una cicatriz profunda e ininterrumpida atravesaba su cara y su cuello, ganándole el apodo. Se decía que no había vuelto a hablar desde que se hizo esa cicatriz, pudiendo sólo gruñir roncamente. El corpulento sueco bajó el rifle, abrió su reloj, echó una ojeada, lo cerró y dirigió su mirada a Gilbert.

"¿Qué? ¿Tan tarde he llegado?"

El sueco le miró unos instantes, como pensando la respuesta; luego volvió a abrir el reloj, lo miró más atentamente, lo cerró y negó. Gilbert se acercó, esquivando algunos parterres de rosas que parecían crecer a su aire por los suelos y las paredes del gran almacén.

"A ver, ¿dónde están esas instruccio—?"

Scarface le tapó la boca con una mano firme y enérgica, mientras negaba. Gilbert iba a preguntar que a qué venía eso, pero entonces el sueco comenzó a remangarse la manga izquierda del abrigo para revelar el tatuaje identificador de la banda. Sobre su brazo había una rosa azul, de la cual salían alambres de espino que rodeaban su brazo en espiral. Gilbert sabía que el tatuaje se extendía también por la parte baja de su torso, pero no estaba seguro de por dónde, ni quería saberlo. Suspiró, algo enojado.

"Vamos, Scarface, me conoces, no es necesario que te enseñe mi tatuaje…"

Antes de darte cuenta, el frío cañón del rifle estaba apoyado en su sien. Sin cambiar su expresión ni un milímetro, el sueco volvió a consultar su reloj. A Gilbert le irritaba esa manía de mirar la hora cada dos por tres.

"¡Vale, vale, no hace falta que te pongas así! ¡Virgen Santísima, la que hay que aguantar!"

Gilbert se dio la vuelta y apartó su ropa para enseñarle la rosa azul sobre la cruz negra. Scarface se dio por satisfecho y guardó su arma.

"Bueno, ¿y las malditas instrucciones?"

El sueco rebuscó en su bolsillo y le entregó un papelito doblado. Gilbert lo abrió y lo leyó. En él se encontraban los apodos de algunos de los cabecillas de los Serpenti d'Argento, y dónde encontrarlos reunidos aquella misma noche.

"Liquidarlos a todos, supongo. Se lo merecen, por reventar la casa de la familia con la que Il Russo quería hacer negocios. Esas ratas van a pagar la afrenta con sus vidas."

Scarface se bajó de la caja y cargó el rifle.

"Ah, ¿te vienes, compadre? ¡Estupendo!" Tras memorizar la información, Gilbert sacó una cerilla y quemó el papel, para no dejar pruebas. Pasó el brazo por encima al sueco – o al menos lo intentó, y lo empujó hacia la salida. "Tengo las últimas armas de mi hermano en el coche. Te van a encantar, son la hostia."

Mientras atravesaban la puerta, el sueco cerró el reloj con un pequeño chasquido y lo apretó con fuerza en su puño.

.

.

Lovino aparcó el coche, se metió la pistola en el cinto y miró los espejos retrovisores para comprobar que había llegado sin compañía. Tras un día ajetreado y haber pasado la tarde con su hermano, le apetecía tener un rato para él mismo, salir un rato a divertirse. O al menos a fingir que lo hacía. Se puso las gafas de sol en plena noche y respiró hondo, sintiendo la ansiedad acumularse en su pecho. Podía hacerlo. Podía hacerlo.

Pero, ¿y si no podía?

El terror empezaba a hacerle hiperventilar, y de repente el coche era pequeño, cada vez más pequeño, y sentía cómo le aplastaba poco a poco, y le faltaba el aire allí dentro. Empujó el techo del coche con una mano, y con la otra comenzó a golpear violentamente el volante, sintiéndose como un ratón atrapado, incapaz de pensar, el corazón golpeando con fuerza su pecho y retumbando en su mente. Recurrió entonces a lo único que le hacía sentirse a salvo, y encogiéndose en el asiento, buscó angustiado la cadena alrededor de su cuello y tiró de ella para extraer una cruz de plata de su camisa, la besó y la presionó contra su pecho con sus manos temblorosas.

Cerró los ojos e intentó calmarse. Iba a hacerlo. Podía hacerlo. Era lo normal, ¿verdad? Iba a entrar en ese bar. Iba a mirar a las mujeres bailar en esas barras. Iba a excitarse con ello, y se iba a llevar alguna a la habitación del motel que había alquilado. Esta vez podía hacerlo. Una mujer, cualquiera. Debía excitarse con alguna.

La cruz de plata que le había dejado su madre tras su muerte le quemaba las palmas de las manos. Más tranquilo, abrió las manos y la examinó. La cruz se había clavado en su piel, y ahora la sangre cubría sus extremos. Se apresuró a limpiarla con su pañuelo. Sí, ese era un pequeño castigo por las otras veces que había pecado, un recordatorio de que debía tener éxito en aquella ocasión. Guardó la cadena y, decidido, salió del coche y se dirigió al club de striptease a zancadas.

La luz tenue, el olor a tabaco y alcohol y la música sugerente le recibieron, golpeando todos sus sentidos. El sábado por la noche ese club se llenaba de borrachos, gente aparentemente decente que resultaban no serlo tanto, chavales rebeldes, pervertidos de toda clase, viejos verdes, y sobre todo, chicas ligeras de ropa y de moral. Y después estaba él, que iba a probarse a sí mismo, a intentar convencerse de que no era un maldito anormal.

Avanzó discretamente entre la multitud, sobre el suelo de madera desgastada, hasta encontrar un reservado libre – lo que no fue difícil, porque en ese momento, la mayoría de la gente se agolpaba ante una de las plataformas de baile, jaleando a la que, según el cartel de la entrada, era la atracción principal del local.

Lovino la observó por encima de las gafas de sol, discretamente. Rubia, alta, caderas de pecado que balanceaba obscenamente sobre unos tacones de vértigo al ritmo de la música. Un uniforme de marinera no conseguía tapar su piel, irónicamente resaltando su desnudez. Lovino la observó atentamente, irritado por los gritos y silbidos de los espectadores. Aguantó la respiración, nervioso, cuando la bailarina se llevó las manos al cierre de la corta camisa. Prácticamente se arrancó la prenda, dejando al descubierto sus generosos pechos, que se balanceaban al ritmo. El público enloqueció. Lovino arqueó las cejas.

Nada.

Exasperado, observó como la bailarina dejaba que la obsequiaran con billetes y se retiraba. Un hombre salió a la pista para anunciar un pequeño descanso, y animó a los espectadores 'a calentarse el gaznate mientras esperaban a las exóticas hermanas Lynn'.

Alcohol. ¡Claro! ¡Qué idiota! El alcohol le ayudaría. El alcohol siempre ayudaba. Llamó a una de las camareras, y se le acercó una joven voluptuosa ataviada con unas botas de cuero hasta los muslos y lo que parecía la adaptación de un uniforme de policía, sólo que con varios metros de tela de menos. Ella le guiñó el ojo, y Lovino se quitó las gafas y le dedicó su mejor mirada seductora. Parecía que le había caído bien a la chica, porque le barrió de arriba a abajo con la mirada, coquetamente.

Entonces, el italiano decidió probar otra cosa. Dejó que ella se acercara y, rodeando su cintura con la mano, la empujó hacia sí y le susurró al oído, mientras introducía un billete en sus pantalones cortos. Ella soltó una risilla y pasó una pierna firme y suave sobre él, para finalmente ponerse de pie en el asiento, dejando sus caderas a la altura de la cara de Lovino. Comenzó a contonear su cuerpo ante él, dejando que el italiano la admirara. Lovino puso las manos en la parte posterior de sus muslos, y fue recorriéndolos con los dedos hacia arriba, sintiendo sus músculos tensarse ante el movimiento serpenteante. Posó los dedos en su trasero, notando cómo se hundía bajo sus dedos. Gruñó ante la textura. Prefería algo más firme. La camarera debió tomarse el gruñido como un gesto de apreciación, porque soltó una risilla complacida y le premió sentándose en su regazo y moviendo sus caderas rítmicamente. Lovino se tensó, apretando sus dedos contra su suave piel. Ese roce… eso ya era otra cosa. Separó un poco las piernas para permitirle un movimiento más amplio, y cerró los ojos. Sólo tenía que olvidar a la camarera y concentrarse en el cálido roce, en la presión que ejercían sus dedos sobre su piel, en las caderas que se unían y separaban rítmicamente. Sintió, victorioso, cómo un escalofrío recorría su cuerpo, que comenzaba a excitarse ligeramente. Casi dejó escapar una sonrisa de satisfacción mientras su pulso y respiración se aceleraban, y no pudo evitar enterrar la cara en su pecho.

Y entonces acabó el momento de alegría.

Sus ojos se abrieron de par en par cuando notó el tacto de sus embutidos pechos. Mejor dicho, cuando casi se asfixió entre ellos. Con una mueca de disgusto, se apartó inmediatamente y le dio las gracias por sus servicios. La camarera, confundida, se levantó y se alejó, visiblemente molesta. Lovino apoyó los codos en la mesa y hundió la cara entre sus manos.

No podía.

No podía, no podía, no podía. Eran las mujeres en general. La idea de acostarse con una era… bueno… no estaba muy seguro de cómo se sentía ante la idea. Lo que sí sabía era que estaba frustrado, derrotado, y que debía ser alguna especie de puto pervertido o desviado o algo. Maldita sea, joder. ¿Por qué no podía ser normal, enamorarse de una mujer y casarse, como todo el mundo? ¿Por qué no podía simplemente excitarse al mirar a las bailarinas, como cualquier hombre normal? Joder. ¡Joder! ¡JODER!

"Oye, ¿estás bien?"

Lovino levantó la mirada, y se le cortó la respiración.

Unos ojos esmeralda, hipnóticos, le observaban desde el otro lado de la mesa. Y tras ellos, un joven de tez morena y pelo oscuro y ondulado le dirigía la sonrisa más magníficamente sincera y encantadora que Lovino había visto nunca. Se quedó allí pasmado, sin saber qué decir. Él continuó hablando, con un acento extranjero pero conocido.

"Ya veo que estás mejor. Espero que no te importe que me siente aquí, pero los demás sitios están ocupados en el descanso. Mira, te he traído esto, por las molestias."

Español. Era acento español. Lovino miró lo que le ofrecía, algo aturdido por el zumbido que había decidido apoderarse de su cabeza. Un vaso de whiskey. Ah. Quería decirle que se fuera de allí, que no quería su jodido alcohol. Pero su cuerpo le traicionó y cogió la bebida. Y por un segundo, sus dedos se rozaron, y el estómago de Lovino pareció retorcerse en un sinfín de nudos.

"Soy Antonio, mucho gusto. ¿Y tú?"

Oh, no. No podía ir diciendo su nombre por ahí a perfectos desconocidos. Tenía que inventarse uno rápido. Maldito zumbido. Uno creíble, como… como…

"… Lovino."

El italiano se abofeteó mentalmente. La sonrisa del español se volvió más amplia y encantadora aun.

"Lovino. Lo-vi-no. Me gusta. Suena como 'amor'." Sus labios pronunciaron el nombre lentamente, arrastrando la uve. "Love – i – no."

Luego le dirigió un guiño pícaro.

Lovino se quitó la chaqueta, acalorado, sin poder apartar la mirada del español.

.

.

Gilbert no cabía en sí de emoción. Al fin podía estrenar una de las obras maestras de su hermano. Sólo esperaba que no le explotara encima.

No había sido difícil entrar en la parte trasera del bar italiano. Después de todo, el dueño era uno de los infiltrados de Il Russo, y era el que les había indicado dónde se reunirían los Serpenti. Sólo tenían que pedir las llaves y asegurar que ellos correrían con los gastos de las reparaciones. Ser poderoso tenía sus ventajas. Y ahora tras la puerta de madera sonaban voces alarmadas discutiendo en italiano.

El prusiano miró a su compañero inquiridoramente. Scarface parecía tranquilo y relajado. Calentó los hombros con un único movimiento circular, apretó las manos alrededor de su nueva arma, diseñada también por Ludwig, y asintió.

Gilbert abrió la puerta de una patada, y antes de que los italianos pudieran reaccionar, apretó el gatillo.

Una lengua de fuego barrió la habitación.

.

Sólo él podía ir a un club de striptease y acabar así.

Terminó de desabrochar su camisa y recorrió ávidamente su pecho con las manos, con los labios, encendiéndose con los gruñidos de placer del español. Sujetó sus muñecas firmemente contra el colchón de la caldeada habitación del motel, y mordió la fina piel de su clavícula, atacando su cuello poco a poco, sonriendo con satisfacción cuando notaba bajo sus labios cómo la piel se erizaba, respondiendo al estímulo. La pierna del español se levantó, acariciando suavemente su muslo. Lovino jadeó, sintiendo como una oleada de placer invadía su vientre cuando la rodilla de Antonio se deslizó a lo largo de su hinchado miembro. Sus manos se deslizaron hasta aferrarse a los barrotes del cabecero, y entonces hundió sus caderas contra las de Antonio. Un gemido desesperado escapó de los labios del español, y Lovino se encontró envuelto en un abrazo infinito y acalorado, presionado contra el cuerpo perfecto del español. Sus caderas se movían acompasadamente para frotar sus erecciones, haciendo que pequeñas descargas de placer se extendieran por sus torsos, acelerando su respiración y ahogando sus jadeos.

La cruz de plata de Lovino se clavaba dolorosamente en sus pechos.

Ninguno hizo nada para remediarlo.

.

La risa histérica de Gilbert se fundía en un torbellino de llamas con las ráfagas de disparos de Scarface y los gritos de terror de los italianos. Adrenalina pura corría por las venas del prusiano, mientras apuntaba el lanzallamas de su hermano hacia uno de los supervivientes y lo veía consumirse en una bola de fuego. Todo parecía moverse en cámara lenta, y Gilbert disfrutaba viendo los rostros de los italianos agonizar antes de que cayeran al suelo, abrazados por el fuego o con los pechos salpicados de balas.

Las gotas de sangre brillaban en el aire.

Era hermoso.

.

Era hermoso.

Cómo los músculos de su espalda se tensaban cada vez que se introducía en él rítmicamente; sus jadeos, sus gruñidos ahogados por la almohada; la manera en que se entregaba a él, agarrado con fuerza a los barrotes del cabecero, presionándose contra él impacientemente para llegar aun más profundo.

Lovino se aferró fuertemente a su cintura y cerró los ojos unos segundos para evitar gemir de gozo ante tal visión. Siguió penetrándole – oh, mio Dio, su perfecto trasero – con fuerza, aumentando la velocidad poco a poco. El cuerpo del español temblaba de necesidad, y una de sus manos escapó hacia abajo, entre sus muslos, y comenzó a frotarse lascivamente. Lovino se percató del gesto y sustituyó la mano del español por la suya propia, moviéndola al ritmo de sus embestidas.

Ya no existía nada alrededor; no había miedo ni bandas, sólo el colchón, las sábanas, ellos dos, sus jadeos acompasados, el intenso placer que indicaba que el clímax se acercaba. Lovino sintió cómo su espalda se arqueaba sobre el cuerpo caliente y húmedo de su amante, y los músculos de sus caderas se contraían desesperadamente en una serie de rápidos espasmos. El español gruñía, en pleno orgasmo, sus músculos contrayéndose alrededor le la erección del italiano. Lovino acarició el glande el español con el pulgar, y notó el espeso líquido correr por su dedo. Un grito ronco escapó de su garganta cuando una punzada de irrefrenable éxtasis estalló en su miembro, extendiéndose por todo su cuerpo, tensando sus músculos, mientras el semen llenaba al español.

El aire ardía.

.

El aire ardía.

Scarface terminaba de apagar los cuerpos incendiados, mientras Gilbert contaba los cadáveres para comprobar que coincidían con el número de objetivos de la lista. Cuando comprobó que el número era correcto, miró el lanzallamas y silbó admirativamente.

"Tío, esto es la caña. Mi hermano debería vender estas cosas en masa. Todo sería más caóticamente divertido."

Scarface le lanzó una mirada cargada de reproche. Gilbert se rió.

"Nada, nada, es broma, hombre. No tienes sentido del humor. ¿Sabes? Creo que este trabajo se merece otro pico en mi estrella." Se señaló con el pulgar el tatuaje estrellado de su hombro. "¿Quieres dejar ya el relojito de las narices?"

Scarface cerró el reloj de plata, lo besó y se lo guardó en el bolsillo. Gilbert pensó que el sueco estaba como una regadera.

Observó cómo el sueco sacaba cuidadosamente una rosa azul de su abrigo y la colocaba sobre la mesa – la marca de Il Russo. Luego salieron andando del local. No había prisa, ya que la policía prefería mantenerse al margen de sus actividades. Su coche se alejó de la escena, silencioso.

Había sido otro día normal en Porto Speranza.

/


¡Gracias por leer!

Espero que este episodio haya despertado algo de curiosidad sobre la situación de Feliciano o qué pasó con sus padres, o por qué Il Russo les persigue, o si Elizabeta irá con Gilbert o no… Y, por supuesto, qué pasará con Antonio y Lovino.

Una review estaría bien. No sé, aunque sólo digáis algo que no os gusta, para que pueda corregirlo ^^

- Sonya L.