Disclaimer: Naruto no me pertenece, es de Masashi Kishimoto.

Advertencia: BL.


Se quería dormir un día entero, quizás una semana. Estaba cansado, los párpados fatigados se cerraban ocultando sus ojos rojos; pero no podía descansar. El cielo negro, las estrellas y el infinito universo se tragaban cada pizca de sueño. Lo añoraba cada vez que se detenían y el campamento se quedaba en silencio, cada que las mariposas batían sus alas por los campos de flores, cada que el recuerdo se ceñía a su mente y le mostraba su sonrisa como una tortura.

Se dormiría un mes, a lo mejor un año. No ver más los árboles imponentes del bosque, no escuchar el traqueteo constante de las piedras que el río arrastraba con fuerza. Dejar de oler la tierra mojada, de sentir el calor del sol abrigándolo de repente por las mañanas luego de bañarse. Daría todo por dormir —si acaso no un año— un lustro, y con suerte, una década.

Ya no disfrutaba como antes de la montaña, ni del ejercicio que suponía entrenar cada mañana para volverse más fuerte. La tortura continuaba, la sonrisa, la risa, la postura despreocupada, sus ojos amables y los dedos largos que acariciaban con amabilidad y golpeaban con fuerza. Ahí estaba, de repente, entre la guerra y el carmín, con el olor a sangre y a humo, su recuerdo que aparecía otra vez y él no podía alejarlo, como si fuera un espectro que lo perseguía ahí donde estuviera.

Dormiría, hasta un siglo entero, con tal de dejar de extrañarlo, de obviar su ausencia que quemaba tanto como las flamas bravas de una batalla desoladora en medio del infierno. La falta de su voz era una canción de martirio; cualquier cosa que fuera como él, o que por el contrario no se le pareciera en nada, le hería a nivel personal. Y el sueño se marchaba cada vez que lo pedía — muchas veces a gritos— entre la lucha y la noche cuando nadie lo miraba y se quedaba observando el cinturón de Orión en busca de lo que perdió y que nunca tuvo.

Dormiría un milenio, dormiría acaso más, si Hashirama estuviera con él y le pudiera cantar, como cuando hacía antes y él avergonzado le pedía que se callara —aunque no quisiera— con la ingenuidad del que cree que sólo así dejaría de sentir el corazón yendo a galope y la ardiente sangre quemándole las mejillas. Dormiría si pudiera, pero acaso era su deber estar despierto a todas horas, seguir escuchando su voz en los ríos o su risa en el canto de las aves. Y entonces, solo en medio de la luz que le daban las estrellas —y que lo cegaba más que la oscuridad— extrañarlo como nunca, sabiendo que otra noche pasaría sin descansar a su lado, como siempre.