El hombre no es malo por naturaleza sino por ignorancia. –Anónimo.

Infatuación.

– ¡Niña, vas tarde!– ¿Soy yo o escucho voces de nuevo? Ah, no, era mi madre. Su voz era un tormento a tan tempranas horas. Abrí mis ojos a regañadientes y con el esfuerzo que se requeriría para hacer que un elefante salte (todos sabemos que no pueden por tan pesados que son). –Ferrara Yukon, arriba o te jalaré las patas por desobediente. – La progenitora había subido a mi alcoba y amenazaba con sacarme de la cama de una manera un tanto desagradable.

Con dificultades y flojera exagerada hice emerger mi rostro del desorden de sábanas y cobijas revueltas debido a mis movimientos nocturnos. Me sorprendí al descubrir que amanecí un tanto torcida; ahora veía por qué nadie quería compartir cama conmigo. Bola de brutos comodines, ¡se supone que si te ofrecen lugar en una cama suave y blandita tú aceptas!

–Ya voy, pfmph. ¿Desa?– Partí mi boca en un aullido de cansancio al levantar mi torso del suave colchón. Observé con ojos entrecerrados a mi madre que se dedicaba a abrir las cortinas oscuras. El brusco cambio de luz me hizo gruñir, ¡sufro migraña! ¿Ahora la que supuestamente me parió parece olvidar ese pequeño detalle?

– ¿Desa? Desayuno dirás. Vaya, si no te conociera diría que estás cruda. – Ups, ni saques el tema madre. Anoche me desvelé y no sé cómo es que sigo vivita y coleando sin sufrir el colapso fulminante.

Estiré mi cuerpo durante algunos para después poner manos en el asunto. Iba tarde a algún lugar y eso significaba un descuento significante de puntos en la academia. Y no, no es una academia escolar, es un centro hípico.

Verán, a los dieciséis años de vida que tengo es una charada atender escuelas de recuperación en vacaciones de verano y como me agradan demasiado los caballos y el aire libre, es bastante asumible mi inscripción en uno de esos centros donde niñas pasan su tiempo con los equinos hasta que termine el curso (generalmente el inicio de las clases). No es nada sencillo ingresar, es casi como en los aeropuertos. Pareciera que la mirada mortal de los entrenadores eran los dispositivos que escanean el cuerpo en caso de que lleves algún objeto no permitido y planees meterlo al avión. Para empeorar el asunto, chicas de exageradamente ricas familias reinan en la sociedad ecuestre y los plebeyos éramos un por ciento pequeño en comparación.

–Madre, voy tarde... – Uh, ¿tarde? – ¡TARDE! – Fue gratificante enterarme que las neuronas restantes hicieran funcionar mi cerebro. Homero, el jodido entrenador, me haría la vida de cuadritos si llegaba tarde en la víspera de las elecciones para la competencia ecuestre más importante del año. La idea de estar atorada con aquel bruto hizo que mi ceño se frunciera como si se tratara de un mal olor rondando en el aire. Decidí que en lugar de saturar mi mente con posibles regaños me apresurara a alistarme y llegar a una hora decente.

–Te dije que durmieras temprano, pero al parecer no te cupo en esa cabeza bruta tuya. –Dijo mi madre a lo lejos mientras bajaba las escaleras. Qué linda, llamando bruta al fruto de sus entrañas.

Reí animadamente mientras abría los cajones que contenían mi ropa interior.

–¡Te juro que encontraré la cura al cáncer madre! – ¿Qué? Me gustaba gritar tonterías para aturdir a mi madre y darle un poco de color a los grises días en Arkansas. Después de todo no era muy agradable vivir en un lugar donde el pronóstico nunca desvariaba de su probabilidad de lluvia.

Mamá y mua vivíamos en una casa con dos plantas y un jardín extraordinariamente cuidado (todo gracias a ella) y un chihuahua con déficit deatención llamado Rupert. Aquella rata peluda hacía de mis mañanas un Apocalipsis en todo su esplendor; ¡orinaba mis zapatos y cagaba donde la placía! Si mamá no le tuviera tanto cariño seguramente ya hubiera hecho de las mías.

– ¡Enorgulléceme hija! – Todo lo que digas puede ser usado en tu contra mamacita.

Una sonrisa burlona iluminó mi moreno rostro. El desorden de ropa en mi armario era digno de un premio Nobel al lugar más sucio del planeta—aunque me gusta exagerar. Para no complicar mi día y agilizarlo decidí usar una blusa oscura y unos jeans cómodos para no sufrir considerablemente todo el día durante mi estadía en el centro hípico. Oh, ni qué decir las botas.

No seguíamos regla alguna de vestimenta pero el uso de botas y el casco era obligatorio y de no usarlo los patanes entrenadores te devolvían directito a tú hogar dulce hogar. El casco era lógico, es decir, una caída de semejante animal puede romperte la madre y terminar parapléjico en una silla de ruedas. Pero las botas... ¡Ah! Los primeros días usándolas fueron una auténtica tortura, y ustedes dirán ¿por qué? Aquí yo les cierro el hocico diciendo que aprietan y suelen salir callos dolorosos. Recordar esos tiempos hace que una lagrimita traicionera corra por mi rostro, já.

Pasé la blusa por mi cabeza y terminé acomodándola para que mi torso no luciera más pequeño de lo que era en realidad. Mi cuerpo era delgado en exceso y no, no padecía enfermedad que fuera el detonante de mi delgadez. Los jeans se ajustaron con el cinturón que suelo usar para evitar que estos caigan por la gravedad a la hora de realizar el trabajo sucio: las caballerizas.

Nos obligaban a limpiar los establos por razones obvias, como enfatizar la responsabilidad y confianza con el caballo en nuestra custodia. Muchos pensarán que limpiar excremento daba como resultado confianza... pero en otras palabras, el hecho que estuvieras presente al animal hará que éste no te vea como una posible amenaza (y ya no de putazos cada vez que trates de ensillarlo). Seguramente entre humanos aquella suposición era estúpida, sino ya todos lo hubieran hecho y seríamos amigos y Brothers todos felices.

El punto era que ver a aquellas niñas de papi —que nunca se habían ensuciado las manos para conseguir algún objeto de deseo— limpiar los desastres de sus animales era gratificante y bueno para el corazón humilde.

Una vez envuelta en mi suéter favorito bajé las escaleras con rapidez para toparme con un delicioso desayuno y los suaves aromas que brotaban de éste. Canela, pan... ¡Pan tostado! Y podía jurar que estaba acompañado de jugo de toronja natural con una generosa de cantidad de hielo para darle frescura. Verán, las bebidas, si no son frías, no las bebo. Miré mi reloj de muñeca y suspiré decepcionada. Lástima, no tendría tiempo para llenar mi hambriento estómago, las prisas me ganaban.

–Má, no quiero sonar aguafiestas... ¡Pero me tengo que ir! –Rápidamente vociferé para correr con tiempo a la puerta y tomar mi mochila sin ser detenida por el sartenazo que mi madre acostumbraba a propinarme cuando saltaba el desayuno.

Esquivé su malvada mirada y cerré la puerta con un golpe estridente. ¡Oh madre mía! ¡Sin marcas de sartenazos por primera vez en la vida! Supongo que la edad parecía estar alcanzando a mi querida progenitora.

Eché a correr con avidez hacia mi destino, la academia. No solía tomar algún medio de transporte porque me quedaba relativamente cerca, además, soy fanática del atletismo. Creo que hasta podrían llamarme Bambi encarnada en una adolescente que va pitando por las calles para no llegar tarde.

Bueno, lo de llegar tarde no era costumbre.

–Señorita Denvar, se hace tarde. –Lewis, mi mayordomo y único amigo y acompañante en mi soledad trataba de meterme en mi duro cráneo que el tiempo estaba corriendo y se hacía tarde. Bah, que espere un rato más.

–Tranquilo Lewis, no me matarán por llegar con un leve retraso en mi primer día. – La calma con la que respondí fue sorprendente; nadie era más impasible que yo, nadie. Observé mi taza de té verde sobre la mesa; hacía varias horas que el vapor característico de una bebida caliente había desaparecido, lo cual significaba que el líquido estaba mucho más que helado y desprovisto de sabor.

El rubio hizo una mueca de desesperación y se limitó a dar pasos distraídos por la habitación con decorado victoriano y de tonalidades caoba y rojo oscuro. Lewis era un hombre de alrededor veintiséis años con espalda y hombros anchos, fuertes brazos y una mirada gentil y amigable. Acostumbraba vestir unos pantalones oscuros, una camisola blanca y encima un chaleco grisáceo; todo por mero gusto propio.

Escruté con mi mirada gélida y oscura su expresión, ¿de verdad se encontraba tan impasible por mi retraso? Aquí olía a gato encerrado, sin embargo, preferí dejar mi ronda de cuestionamiento para después. Si algo odiaba, era hacer que otras personas se mostraran tensas en mi presencia.

–Bien. –Comencé a levantarme de la silla carente de ánimos. –Es hora de irnos. – Tuve que controlar las ganas inmensas de reír al ver el aliviado rostro del rubio. Sí, algo le perturbaba.

–Estupendo, encenderé el auto y nos iremos enseguida señorita. –Salió pitando de la habitación, dejándome a merced de los mórbidos pensamientos acumulándose en mi mente. ¿Acaso padre tenía algo que ver con la misteriosa inscripción al centro hípico? Me resultaba sorpresivo e increíble de creer que aquél viejo se hubiera tomado el tiempo de inscribir a su ignorada hija a un susdichoso campamento de verano para "aligerar el estrés que la niña padecía." Patrañas, ese vejestorio no me podía engañar, ni ahora ni nunca.

Llevé mi mano a mi barbilla y acaricié esta con suavidad mientras caminaba por la imponente mansión Denvar. Los pasillos y la decoración nunca habían intentado dar un ambiente hogareño, es más, mi propia casa lucía más como un museo de la época de Maria Antonieta, aquella regordeta que mandó a la mierda a los campesinos en su tiempo. No me sorprendió —por no decir que me agradó— que le hayan cortado el cuello de un tajo. Justicia ciudadana.

– ¡Vanessa!– Lewis vociferó con extasía. –¡Todo listo!

– ¡Voy enseguida!– Eché a correr por lo restante del pasillo para llegar a la puerta del garaje donde el auto se encontraba y con éste, Lewis y el chofer Tomás. Sonreí a ambos hombres y me adentré en el automóvil para marcharme deliberadamente de una vez.

Giré mi rostro con letanía hacia la ventanilla y me sorprendí viendo a una chica corriendo por la acera a una velocidad impresionante para un ser humano. Su delgado cuerpo se alejaba y poco a poco desvanecía a medida que la distancia se interponía. Una sonrisa se asomó fugazmente en mis labios; ¿quién rayos corría para llegar a un sitio en particular? Seguramente aquella chica era una gema extraña o diamante en bruto.

El auto arrancó con brusquedad y ni eso logró que mis pensamientos se distrajeran de la impactante entrada de la chica que sería la causa de mi desliz...

– ¡Pero que bruta eres Ferrara! – Tenía al entrenador gritándome a todo lo que daba frente a medio alumnado. Al parecer aquél hombre era ajeno la vergüenza.

Como había imaginado, llegue con cinco minutos de retraso y Homero, el entrenador asignado no quería pasarme de largo. Que esto, que lo otro. Me daban ganas de aporrearlo a golpes con el sartén de mi mamita querida para mostrarle que con la señorita Yukon no se discutía.

Sin embargo, allí estaba. Puse mi mejor cara larga y de mula a medio parir para evitar que el vejestorio se las agarrara todavía más conmigo.

–No es mi culpa que mi reloj se haya roto. – Respondí secamente, no quería que Homero me echara los perros encima de todos y vivir siendo recordada como la chica a la que siempre reprenden por retrasarse. –Además…– Pensé en algún comentario mordaz de película que lograra callar al entrenador, pero nada brotaba en mi estúpida mente. Meh, cerebro, para qué lo quiero. Mis neuronas estaban muertas en su totalidad.

Justo como caído del cielo, una camioneta 4x4 se aproximó a una velocidad razonable y detuvo en la reducida zona de estacionamiento. Al ser tan grande, la 4x4 ocupaba dos… ¡qué digo! ¡Casi tres espacios de aparcamiento! Ladeé mi rostro al imaginarme detrás de ese bello volante y conduciendo a todo lo que el acelerador daba. Mi cabello azabache agitándose con el viento… ¡OH BABY!

Sacudí mi cabeza al escrutar con la mirada a la pasajera de la belleza automovilística. Una chica de casi metro setenta contemplaba la academia con ojos entrecerrados y para nada inspirados de confianza. Su figura era… wow, no estaba nada mal. El cabello le caía en cascadas de café oscuro por su espalda y un flequillo peinado de lado adornaba su rostro pálido y digno de una sesión de fotos para la portada de una jodida revista Vogue.

–Señorita Denvar, debería dejarme abrir su puerta. – A su lado se posicionó su (seguramente) lazarillo, un rubio oxigenado de porte imponente y apariencia madura. Vestía como si se tratara de un evento de gala. Por favor, esto era un centro hípico, no una alfombra roja de alguna entrega de premios.

La pelinegra sonrió ligeramente y asintió sin decir palabra alguna. Emprendió una marcha hacia el entrenador Homero y la chica se colocó a una distancia peligrosamente cercana a la mía. En realidad no sabía si quedarme para terminar de recibir la reprimenda o aprovechar el momento y echar a correr hacia los establos.

–Entrenador, un placer. Soy Vanessa Denvar. – Ensanchó su sonrisa y extendió su mano en un saludo educado. Homero, siendo el bruto que es, estrechó su mano con delicadeza y sonrió de igual manera. –Me han dicho maravillas de su academia señor. –Lambiscona.

–Pero claro, la academia Salazar es una joya entre las escuelas de hípica. –Par de lambiscones.

–Eso mismo. Me imagino que tendré el placer de recibir un tour de los alrededores de su parte. – Wow, la chica enlazaba temas con rapidez y el pobre de Homero sólo podía dedicarse a seguirle como pudiera.

–Oh no. –No te atreverías pedazo de vejestorio, ¡no puedes! –La señorita Yukon es la encargada de dar a los alumnos de nuevo ingreso la bienvenida a nuestras instalaciones. – Te partiré la madre cabrón, te lo ganaste.

Muy a mi pesar, suspiré con desgano y le dediqué una sonrisa sarcástica al entrenador. Este sólo me dio unas palmaditas para nada suaves en la espalda.

–Encantada. – No se me ocurrió nada más que decir, las introducciones nunca se me daban bien.

La pelinegra posó su mirada sobre mí por unos instantes antes de volver a dirigir su atención al canudo de Homero. Podría jurar que me zorreó.

–Esperaba que usted lo hiciera señor. – Si algo le sacaba de quicio a Homero era que le dijeran señor o vejestorio. –Supongo que estaré en las manos de una estudiante. –Oh, astuta la niña.

–Claro, es de mis mejores estudiantes y participará este año como jinete en salto y cross country. –Genial, ahora exponía mis fuertes ante la visitante para que luego ésta me gritara mis debilidades a la cara. Bien hecho Homero, deja de dedico una ronda de aplausos. –Espero que ambas puedan entablar una conversación durante su recorrido.

Ambas nos observamos una última vez antes de que Homero se despidiera con un ademán.

–Uhm… – Mente en blanco.

–Supongo que eres Ferrara. – Me dedicó una mirada un tanto extraña, pude sentir un escalofrío recorriendo mi espalda.

–Así es.

–Espero que no tengas inconveniente con esta… – Hizo un ademán que seguramente se refería a la situación.

–No lo tengo, ¿y tú? – Crucé mis brazos sobre mi pecho en una postura defensiva.

–En absoluto.

–Perfecto. – Esto sería interesante.