Resumen: "No siempre necesitas un plan, a veces sólo necesitas respirar, confiar, dejarlo fluir y ver qué pasa."

Las circunstancias nos bloquean, nos ahogan y nos paralizan. Creemos que el tiempo juega en nuestra contra y nuestras propias limitaciones nos entorpecen el camino. Deseamos la libertad, pero nos aferramos a lo conocido. Queremos ir a lo seguro, pero vivir al límite. Buscamos el equilibrio sin improvisar y damos por hecho lo artificial.

Cuando Eren toma la mano de Isabel para llevarla lejos del pasado no piensa mucho en el futuro. A través de las circunstancias, con ayuda de nuevo amigos, y un amor creciente en su pecho, Eren se ve obligado a madurar y darse cuenta de lo que es realmente importante.

Los cambios siempre son aterradores, pero lo es aún más permanecer varado.

Palabras de la autora: Me lo prometí a mi misma, se lo prometí a otros, se lo prometí a alguien muy especial para mí, tanto como lo es ésta historia así que aquí está, si antes nos habíamos leído sería un placer que volvieran a disfrutar del mismo viaje de hace un par de años, y si es su primera vez leyendo ésta historia, espero que la disfruten.

La imagen en portada es propiedad de Sawa, vayan a su twitter, tiene cosas muy chulas ahí: sawa_nya


I•
"Se viaja, no para buscar el destino,
sino para huir de donde se parte"
Miguel de Unamuno

El tren comenzó a acercarse a la estación, por la ventana, la vista que la mayor parte del viaje había sido opacada por altos cedros y tules, ahora estaba cubierta por pequeñas casas de piedra y tejados de pizarra. Por lo que podía apreciar, el lugar lucía tranquilo, brillante pero helado. La blanca nieve adornando las copas de los árboles, las calles y los tejados. Cambié la vista del paisaje a la personita que descansaba cómodamente su cabeza en mi pierda derecha y su cuerpecito encogido sobre el asiento. Paseé con parsimonia mi mano entre sus rojizos cabellos, y con dulzura pretendí pellizcar su mejilla. Ella se removió sólo un poco, tallando con algo de brusquedad su mano hecha puño sobre sus ojos.

—Estamos llegando — le informé, y aunque pareció escuchar entre sueños mis palabras, eso no sirvió para despertarla, en su lugar, pareció acomedirse más. —Isabel — susurré, y está vez jalé su delgado brazo para obligarla a levantarse. No me gustaba hacer eso, pero en definitiva no podría cargarla junto con las maletas.

Ella se quejó quedito y poco a poco sus ojos se abrieron a la vez que ella se acomodaba de nuevo en su asiento. Sus ojos soñolientos intentaron acostumbrarse a la luz una primera vez pero falló, en el segundo intento lo logró.

Bostezó largamente y apachurró contra su pecho el conejo que alguna vez fue de color blanco, y que ahora más bien parecía pasar del gris al negro. Tenía que lavarlo, el problema sería cómo y cuándo si ella nunca le dejaba solo.

—Mira esto — tomé su pequeña mano entre la mía y la jale ligero para animarla a que se acercara a la ventana, ella se puso de rodillas sobre el asiento y con el sueño aún intentado dominar de nuevo su conciencia, dejó caer su cabeza sobre mi pecho, su rostro fijo hacia el paisaje invernal. La vi dibujar con la punta de su dedo una estrella en el cristal empañado.

—¿Eren? — me llamó sin levantarse, como si yo no estuviera ahí sosteniéndola. El tren se detuvo entonces y el paisaje del pueblo se perdió para mostrarnos únicamente la estación. Abajo, esperando, estaban varias personas sosteniendo carteles entre sus dedos con nombres escritos ahí. Ninguno era el mío, o el de ella, y eso me hizo feliz. Un lugar donde nadie nos conocía, donde podía empezar de nuevo y donde podía darle lo que nos había sido arrebatado.

—¿Sucede algo? — Mientras los demás pasajeros se amontonaban para poder bajar, nosotros permanecimos sentados esperando que cada vez fueran menos personas, y pudiéramos salir sin ser aplastados.

—Tengo hambre — se quejó.

Sentí mi corazón encogerse ante sus inocentes y tan sinceras palabras. Entonces ella levantó la cabeza de mi pecho, y me enfrentó con su verdosa mirada. Sus manitas colocadas sobre mis mejillas para evitar que desviará mi rostro. Había una calidez en su forma de mirar que me recordó a mamá. Sentí que las lágrimas golpeaban en la comisura de mis ojos. Parpadeé varias veces hasta que éstas desaparecieron.

—Buscaremos un buen lugar para comer en cuanto bajemos — le aseguré.

—¿Podré obtener una pizza? — preguntó entusiasmada —. ¡Has dicho que si me portaba bien Isabel podría obtener una! — Volvió a su lugar y dejó que sus pies colgaran en el asiento. En su rostro se dibujó una gran sonrisa y en sus ojos una luz de emoción se apareció.

Era una niña después de todo.

Metí las manos a los bolsillos de mi chaqueta y conté sin que ella lo notará el dinero que nos quedaba. Necesitaría un trabajo. Y pronto.

—Es hora de bajar.

Me levanté al ver como los pasajeros eran menos de diez y busqué en el maletero de arriba la maleta, mi mochila, y la mochilita con forma de un oso de la dulce Isabel. Ella como buena niña, se colocó su chaqueta rosa y enredó en su cuello la bufanda negra que yo había llevado puesta al inició del viaje. Luego, dejó caer sus botas en el suelo alfombrado del tren quedando así de pie, y esperó paciente hasta que estuve listo y pude tomar su mano.

Al bajar el frío invernal nos rodeó de la peor manera. No estábamos acostumbrados a este tipo de clima. En el lugar en el que vivíamos antes, no nevaba. Me preocupé por ella, pero eso pasó a segundo plano cuando, ignorando el frío que calaba hasta los huesos, Isabel soltó mi mano y corrió a la fuente que estaba en medio de la pequeña plaza que tenía la estación, levantando con la punta de sus botas la nieve, y luego giró estirando sus brazos. —¡Eren, mira! — Gritó — es nieve, estamos en la ciudad de Santa ¿verdad? Me has traído porque estás navidades son especiales ¿no es cierto?

Ella repitió de manera inocente lo que yo le había dicho antes de subirnos al tren. Sonreí, en una sonrisa que para ella confirmaba sus preguntas, pero que para mí ocultaba las verdades. No estoy seguro si Santa vendrá este año.

—Isabel, vuelve — llamé, y ella corrió obedientemente hasta mí para entrelazar nuestras manos —. Te llevaré a comer, luego buscaremos un lugar donde dormir.

—¿Tendremos una casa? — ella me miró hacia arriba, pequeños copos de nieve habían caído sobre su cabello. Me incliné sobre mis talones y de la mochilita de oso saqué el gorro de estambre que mamá tejió para ella el año pasado. Los cascabeles que colgaban a los lados sonaron cuando ella meneo la cabeza de un lado a otro. Rió ante su travesura.

—¿Se la mostraremos a papás cuando lleguen? — preguntó una vez hubo terminado su juego.

Apreté sus manos enguantadas entre las mías y soplé sobre ellas, a Isabel le gustaba cuando hacía eso. —¿Es cálido verdad? — le pregunté.

Asintió sonriendo. Olvidando que, no había dado respuesta a su pregunta.

Caminamos hasta un pequeño restaurante que no estaba más allá de dos cuadras de la estación. El interior era cálido, así que permití que ella volviera a quitarse el gorro y lo colocará en el asiento vació a su lado. Sabía que Isabel odiaba usar gorros. A ella le gustaba el color de su cabello. Decía que era tan rojo como la lava ardiente de los volcanes, así que, le gustaba imaginar que ella era una súper heroína que controlaba el fuego, que se volvía mortal cuando su cabello era cubierto.

—¡Hola! — una mesera con un vestido verde y medias a rayas blancas y negras, se acercó a nosotros. Pude ver como el rostro de Isabel se iluminaba reconociendo esa vestimenta como la de los duendes de santa —. Soy Christa y seré su mesera está tarde, aquí está sus menús — ella nos entregó una carta a cada uno, luego se inclinó hacia Isabel —. En el menú infantil hoy tenemos unas deliciosas ensaladas, canelones o milanesas… — alzando apenas la vista, miré la forma animada en que la mesera rubia se dedicó a recitar los especiales infantiles para el día de hoy. Con tranquilidad busqué en el menú lo que habíamos ido a buscar inicialmente.

—Ella quiere pizza — dije sin despegar la vista del menú, pretendiendo lucir indiferente.

—¡Oh! Así que ¿pizza? — se dirigió a Isabel, ella asintió para confirmarlo.

La mesera se giró hacia mí en espera de escuchar mi orden. En mi cabeza repasé la cantidad de dinero con la que contaba y con la que tenía que mantenerme en pie, a mí y a Isabel, hasta que consiguiera un empleo. —Un café — fue todo lo que pedí.

Tenía hambre, eso era algo completamente cierto. Mi estómago rugía ante los exquisitos olores combinados en el aire, pero Isabel estaba antes que yo y, conociéndola, sabía que pediría una soda junto a su pizza. Y aún tenía que guardar el suficiente dinero para alquilar un cuarto por lo menos durante una noche.

La mesera volvió en no más de cinco minutos con lo pedido y se despidió con una sonrisa informando que le llamáramos si necesitábamos algo más. Recargué mi codo en la mesa y sobre mi mano hecha puño recargué mí mejilla, mí vista fija en la pequeña Isabel. La vi quitar los pepperonis primero y llevarse uno a uno a la boca, luego hizo lo mismo con el queso, pronto, cuando quedó solo el pan, escurrió cátsup sobre él y lo comió de ese modo. Nunca había prestado singular atención a su manera de comer. Me pareció graciosa. Aunque el pan con cátsup nunca estaría entre mis platillos favoritos. Dejé de mirarla cuando comenzó a beber su soda, y a cambio, dirigí mi mirada hacía el cristal, viendo detrás de él como las personas caminaban de un lado a otro con bolsas y regalos preparándose para las navidades próximas. En la plaza de la estación, sobre una jardinera, había un gran pino sembrado que lucía adornado de escarcha y luces de varios colores, esferas colgaban de él y una gran estrella alumbraba en la punta. Recordé cuando dos semanas atrás Isabel le había dicho a papá que esté año quería un gran árbol de navidad y un pequeño tren dando vueltas alrededor de él.

Miré mi café, perdiéndome en las formas que el humo formaba al subir y luego desaparecer. Faltaba una semana para Navidad, y no estaba seguro si conseguiría comprar un árbol para Isabel.

—¡Hermano mira esto! — Isabel saltó al sillón y se colocó sobre él de rodillas, buscando así un poco más de cercanía hacia mí, pues permanecía frente a ella. Giré a verla y reprimí una risa al verla sonreír con las pajitas en los pozos de su nariz.

Aun intentando no reírme, saqué una de las pajitas de su nariz y dije: —Deja eso te lastimarás.

—¿Por qué no lo intentas conmigo? — ella arrebató la pajita de mis manos y de un saltó bajó de su lado del sillón para pasarse junto a mí. Jugando, comenzamos a fingir pelear por obtener el control sobre el otro. Ella ganó al final, y su risa inundó todo el lugar.

Me sentí aliviado de saberla tan tranquila. Que su inocencia y dulzura seguían tan presentes como lo habían estado desde que aprendió sus primeras palabras y dio sus primeros pasos. Sentí, por primera vez en esos largos días, que estaba haciendo un gran trabajo con ella. No quería decepcionar a mis padres. Quería que vieran que podía ser fuerte. Por mí. Por ellos. Por mantener esa cálida y sencilla sonrisa en el rostro de mi pequeña hermana.

—Parecen llevarse bien — tanto Isabel como yo dimos un respingo ante la voz dulce la mesara a nuestras espaldas —. Quiero decir, tú y tu hermanita, parecen tener una buena relación — intentó corregir, aunque no hubiera error.

—Sí, algo así — bajé la cabeza, pensativo.

Así que así es como se veía. Miré de nuevo los ojos verdosos de Isabel y ella me regaló una sonrisa. Me arrepentí de los tres primeros años en los que sola la vi como una hermana molesta con la que tenía que cargar a todos lados, ella en lo absoluto era así. Isabel era más independiente de lo que aparentaba. A sus cuatro años, ella sabía distinguir perfectamente los sentimientos de las personas. Y me aterraba, porque sentía que en cualquier momento me descubriría.

—¿Eren? — llamó ella y sentándose sobre mis piernas, recargó su cuerpo en mi pecho —. Tengo sueño — declaró en un bostezo.

—¡Espera, no duermas ahora! — la levanté de nuevo y le obligué a quedarse de pie junto a la mesera. Isabel se agarró de su falda y dejó caer su cabeza sobre su pierna. Sus ojos se estaban cerrando.

Mierda.

—¿Cuánto te debo? — pregunté sacando un par de billetes de mi bolsillo.

—¿Eh? ¡Oh! Bueno… toma — ella extendió una nota con la cantidad a pagar. Le entregué de nueva cuenta el papel acompañado de los billetes. Alejé a Isabel de su falda y la recargué sobre mi hombro. La mesera se alejó rumbo a la caja.

—No te duermas de nuevo, acabas de despertar ¿Cuánto más planeas dormir? — susurraba mientras me encargaba de subir (de alguna manera) la mochila a mi espalda.

—¿Estás bien? — la mesera volvió, y en su bonito rostro una mueca de desconcierto apareció.

Creí que no tenía nada que perder si le decía. —Estoy buscando un lugar donde dormir — le dije —, pero ahora me resultará difícil andar con ella durmiendo.

—Ya veo — ella llevó su libreta de notas sobre sus labios en una señal de estar pensando en algo. —Oye, espérame unos minutos ¿de acuerdo? Iré a buscar mi bolso y mi abrigo; te ayudaré.

Entendiendo que no tenía más opción que confiar en la amable mesera, asentí y me quedé parado ahí con Isabel en brazos el tiempo que ella tardó en volver.

—Creo que lo dije antes pero lo repetiré. Me llamó Christa — ella tomó la maleta y decidió que me ayudaría con ella —. Christa Renz.

—Eren Jaeger, y ella — alcé un poco mi hombro para hacerla resaltar desde su posición —, es mi hermana, Isabel.

—Es un placer. Eres nuevo por aquí ¿verdad? Quiero decir, este pueblo no es muy grande y todos nos conocemos porque nos hemos visto la cara por lo menos una vez, y yo nunca te había visto a ti, o a la pequeña. ¡Bienvenido! Espero que el lugar te agrade, es un poco frío en otoño e invierno, pero en primavera, cuando las flores comienzan a crecer de nuevo, el sol es exquisito. Mira ahí — soltando por segundos la maleta, ella señalo una pequeña cabañita apenas alejada de las demás casas —, es perfecta ¿no lo crees? La conseguí hace poco, la anciana que vivía ahí me dejó quedármela. Es una casa pequeña pero estoy seguro que los tres podremos acomodarnos.

Ella continuó avanzando y yo me quedé de pie a pocos metros de llegar. Es cierto que estaba buscando un lugar donde dormir, si es posible quedarme a vivir de manera estable, pero en mis planes no estaba encajarme en la vida de una chica que rozaba mi edad, no podía asegurar que fuera menor que yo, su estatura me decía que sí, pero su manera de tratarme me decía que no.

—¿Sucede algo? — Christa giró sobre sus talones y en su manera de mirarme me mostró la duda por mi indecisión.

—Estoy agradecido con tu oferta pero no planeo encajarme, a mí y a mi hermana — corregí — en tu vida.

Ella se mostró aún más confundida. Luego sonrió. —No actúes como un hombre orgulloso justo ahora y déjame ayudarte, lo necesitas.

Me pareció extraña la manera que ella tenía para confiar en los desconocidos. Lucía tan despreocupada y dispuesta, sin miedo a si acaso yo era lo que decía que era o un lunático que planeaba hacerle algo. Isabel se movió en mis brazos. —Estás huyendo — aseguró ella, y por primera vez en las horas que llevaba ahí me sentí descubierto. Aferré aún más fuerte a Isabel entre mis brazos, como si estuvieran a punto de alejarla de mí. —. Sólo estaba bromeando. No pareces una mala persona, así que está bien si te ayudó.

Nos miramos fijamente a los ojos. En su forma de mirarme vi reconocimiento, como si en mí ella pudiera apreciar rasgos de ella misma, o de algún pasado dejado atrás y de un futuro completamente incierto.

Los bracitos de Isabel rodearon mi cuello con fuerza.

•••

Christa nos dejó quedarnos en un pequeño cuarto en el pasillo contrario al de ella. No era muy grande y solo había una cama, junto a una pequeña mesa de estudio algo polvosa. Dejé a Isabel sobre la cama y ella de inmediato encogió sus piernas hasta chocarlas contra su pecho. Su respiración sonaba tan relajante como una melodía de buenas noches a un bebé. Me acerqué hasta sus rojos cabellos y con cuidado desate las dos coletas que permanecían sujetas con un par de gomas moradas. Quité sus botas y luego busqué en mi mochila la frazada que había utilizado la noche anterior al abordar el tren. Me senté en el lado vació de la cama y acuné mi rostro en las palmas de mis manos. ¿Qué debía hacer ahora? Tenía a Isabel conmigo y la cuidaría tal y como se lo había prometido a mis padres. Actuaría, o por lo menos intentaría, ser lo suficientemente maduro para poder ser un buen padre para ella.

Padre.

La palabra haciendo eco en mi interior. ¿De qué manera debía de explicarle las cosas a alguien tan frágil como ella? Mamá y papá no estarían con nosotros está navidad… ni las siguientes. Y yo de pronto, a mis diecisiete años tenía que convertirme en un adulto responsable de una niña de cuatro años.

Me acosté por completo dándole la espalda. Y cerré los ojos evitando pensar en todo lo que dejábamos atrás. Eso era el pasado, esté era nuestro presente y yo tendría que luchar para darnos un futuro. Este lugar alejado de todo era perfecto para empezar de nuevo.

La mañana del siguiente día, me levanté muy temprano. A mi lado la pequeña Isabel aún dormía, así que aproveché el momento y tomé un baño antes de que la dueña de la casa se despertará, me resultaba un poco incómodo vivir con una mujer en una pequeña casa con un solo baño, pero lo soportaría solo hasta que pudiera costear un buen lugar para Isabel y para mí.

A las ocho de la mañana, Christa despertó también y tan pronto terminó de tomar un baño, me informó que iría al trabajo y que volvería por la tarde. La despedí con simpleza informándole que yo también saldría junto a Isabel, por si acaso se sorprendía al volver y no vernos ahí.

Cuando Isabel abrió los ojos, yo ya tenía lista una tina con agua caliente y el desayuno en la mesa cubierto con una servilleta.

Arrastraba su pequeño conejo apenas sosteniéndolo de una mano. Y con su mano libre tallaba sus ojos para quitar los rastros de sueño que le quedaban. Me miró por segundos y luego sonrió de esa manera tan suya.

—Es hora de tomar un baño — le informé —. Vamos a salir.

Me acerqué hasta ella y la llevé hasta el baño, cuando quitaba sus ropas ella repitió aquello que decía cada que su cabecita se lo recordaba: —¿Dónde están nuestros padres?

Yo no podía mentirle a Isabel. Sería injusto para ella y sobre todo lo sería injusto para mí. Amaba a mi hermana, y por ello tampoco planeaba hacer daño. Su manera de preguntar tan inocente, siempre causaba que mi corazón se encogiera y que una sensación amarga se alojara en mi boca; sentía que algo obstruía mi garganta, quizá eran las palabras que no podía decir. —Alza los brazos — le pedí y ella obedeció. La blusa con Mickey Mouse al frente se deslizó hacia arriba con facilidad, alborotando otro poco sus cabellos. Quería llorar, pero tenía que ser fuerte. Por ella más que por nadie. Isabel no podía verme débil. —El agua está tibia, así que no te preocupes por el frío. Hoy te ayudaré como suele hacerlo mamá, pero tendrás que aprender a hacerlo sola; no puedo hacer esto siempre.

Isabel deslizó su cuerpo dentro de la tina, se sentó y de inmediato atrajo sus piernas hacia su pecho. —¿Mamá ya no lo hará? — hizo un puchero.

—Mamá no estará con nosotros ahora — con un recipiente dejé que agua cayera sobre ella —. Estamos solos Isabel, tú y yo. ¿Recuerdas aquella vez que me fui de casa por un mes?

Asintió.

—Estaba de campamento; vacaciones solo para mí. Así es ahora — tomé un poco del champú que ella guardó en la mochila de oso, y lavé sus cabellos. Tenía un olor a fresas — estamos en unas vacaciones solo para nosotros ¿no te emociona la idea? — vertí un poco más de agua sobre ella para dejar que la espuma desapareciera.

Su mirada enfrentó a la mía.

—¿Cuánto tiempo? — cuestionó.

Para siempre.

Quise desviar mi mirada de la suya, pero ella, inteligentemente posó sus manos sobre mis mejillas para evitar que lo hiciera. —Hermanito — su mirada llena de súplica y como si lo entendiera, su rostro blanco y fino se arrugó cuando las lágrimas escurrieron por sus mejillas. Me derrumbé entonces y por primera vez lloré la muerte de mis padres. Tenía que acostumbrarme a la idea y dejar de ser el chico tan impulsivo que era en mi antigua casa.

Isabel era una niña aún, y pronto se acostumbraría a la idea de vivir y crecer sin ellos. Estaba agradecido de que no fuera mayor para cargar con un dolor tan grande como el que yo tenía. Ella seguiría siendo tan alegre e inocente como siempre. Su mundo especial seguiría siendo especial. Isabel era fuerte, y se adaptaría a la idea de ser solo nosotros más pronto de lo que podría hacerlo yo mismo.

•••

Ella estaba felizmente sentada sobre la silla de madera, tarareando una canción de su propia invención. Sus pies, colgando los meneaba de atrás hacia delante y de regreso. Sobre la mesa descansaban las ligas para el cabello y frente a mí una ya seca cabellera roja. No sabía hacerlo. E Isabel odiaba que le jalara los cabellos.

Está bien, me dije, solo hazlo suavemente.

Tomé el cepillo y como si en lugar de tenerla a ella frente a mí, tuviera a una muñeca de porcelana, con cuidado desenredé sus cabellos. Fue difícil y tuve que hacerlo en más de una ocasión, pero al final Isabel tenía las dos coletas que había pedido.

—¿Qué tal lo hice? — le pregunté.

—No está mal — ella fingió no estar conforme pero al mismo tiempo no odiarlo.

—Hoy buscaremos un lugar solo para nosotros, Isabel.

—Christa dijo que podíamos quedarnos aquí.

—Pero no es lo correcto, tenemos que buscar nuestro propio lugar ¿de acuerdo? Buscaremos una casa y la decoraremos como nosotros queramos — si tengo dinero, claro.

Isabel bajó de la silla de un brinco y corrió a ponerse su chaqueta, en sus manos sostenía el gorro de cascabeles y la bufanda. —¿Compraremos un pino de navidad? — preguntó mientras extendía los objetos hacia mí.

Coloqué con cuidado el gorro en su cabeza y enredé la bufanda a su cuello. Dejé que mis manos descansarán sobre sus hombros y la miré directamente a los ojos. —No lo sé — por una vez, creí que lo correcto era decirle una verdad —, no lo sé — repetí —. Primero tenemos que encontrar una casa.

El lugar era un pueblo pequeño y tranquilo, cuando el nombre había aparecido de pronto frente a mí en aquella estación, no me había detenido a pensar en qué tipo de lugar terminaríamos. Sólo había actuado como el instinto lo había pedido y terminé comprando boletos hasta éste lugar. No me arrepentía en lo absoluto y de alguna manera creía que el destino había tirado una carta a nuestro favor enviándonos aquí.

Las casas vecinas se alineaban unas a lado de las otras con pequeños espacios entre cada una para un pequeño jardín. Sus fachadas eran de distintos colores, y los adornos que había en ellas por navidad, también lo eran. Eso era lo que hacía único a cada habitante pensé, como su sello de distinción. Las personas nos saludaban, y especialmente le regalaban sonrisas a Isabel, ella las devolvía, porque no era tímida. A ella le gustaba hacer amigos y conocer personas, también que le contaran historias.

Parecía feliz.

Cerca del centro (que es el lugar donde quedaba la estación de trenes) había una pequeña área rural en la que aún se conservaban algunas casas medievales y otra parte donde estaban las casas nuevas. Isabel sonreía ante el descubrimiento de algo nuevo. Para ella ver la nieve, personas que se conocían unas a otras saludándose y siendo amigos, era algo que en la ciudad, nunca se le había permitido apreciar. Ahí todos iban rápido, sin detenerse a pensar durante un segundo si acaso usar trajes y entrar y salir de una oficina era todo el tipo de vida que querían.

Fuimos hasta un puesto de periódicos, ahí compré uno. Luego caminamos hasta una banca cerca de la fuente y mientras ella se dispuso a jugar, yo me dispuse a encontrar un empleo y un departamento que pudiera costear. Entendía perfectamente que en mi situación no podía aspirar a mucho; apenas había terminado la preparatoria y mi primer semestre en la universidad por supuesto que no sería tomado en cuenta, tenía diecisiete años y aunque me faltaba poco para mi mayoría de edad, seguiría siendo muy joven. Además tenía a Isabel, debía encontrar un trabajo accesible de medio tiempo tal vez.

—¡Eren! — Isabel corrió hasta mí, alcé la vista del periódico y la descubrí tomándole la mano a otra niña de su edad —. Mira, ella es Mikasa — la pequeña a su lado se encogió como esperando que la bufanda roja enredada a su cuello la ocultará. Sus negros cabellos volaron con el viento y me dejó ver con perfección su mirada oscura —. Ha venido a comprar un árbol de navidad con su papá pero se ha perdido.

Volví a mirar a la pequeña nueva amiga de Isabel, distinguiendo como ella se empeñaba en retener sus lágrimas. Alcé la vista en busca de alguna persona que pareciera estar buscando una niña, o algo. Mi campo de visión era corto de esa manera, así que pasé a subir sobre la banca para hacerlo. Había muy pocas personas en la plaza o a su alrededor, autos tampoco pasaban muchos. Pero todos actuaban normales y tranquilos. Nadie lucía preocupado.

—¿Dónde exactamente fue que te separaste de él? — Volví a mi lugar e intenté acercarme un poco a ella, pero estaba asustada, así que se escudó tras Isabel —. Si no me dices algo, no habrá forma de que pueda ayudarte.

—Es que no lo sé.

Mikasa se encogió de hombros aún más.

Suspiré cansado, miré la hora en el reloj en mi muñeca, era medio día y aún no alimentaba a Isabel además del desayuno de la mañana; el dinero se agotaba y el tiempo pasaba, pero la niña frente a mí necesitaba ayuda.

—Está bien, caminemos alrededor en busca de tu padre, y mientras lo hacemos puedes decirme si recuerdas algún lugar ¿Qué te parece? — extendí mi mano hacía ella. Mikasa pasó su vista de Isabel a mi mano, como si esperara la aprobación de parte de ella. Isabel asintió y entonces Mikasa tomó mi mano.

Media hora después estaba cansado, Isabel estaba hambrienta y Mikasa aún más asustada.

Esto estaba mal, muy mal, en primer lugar ¿Quién descuidaba a una niña de esa manera? Yo jamás dejaría a Isabel sola, no dejaría que nadie me la quitará. Aunque ellos creyeran que no la merecía. Agité mi cabeza y borré los pensamientos sobre el pasado que no volvería.

—Escuchen, las llevaré a comer algo — mis bolsillos lloraron ante esto — y después podremos continuar nuestra búsqueda.

Ambas asintieron felices.

Las llevé al mismo restaurante en el que comimos el día anterior. Mikasa lucía mucho más tranquila cuando su platillo infantil estuvo frente a ella. Isabel le distraía sin saberlo de los malos pensamientos. Y yo continuaba con mi búsqueda. Podría trabajar en éste lugar, pero sentía que si lo pedía a Christa se vería como mucho de mi parte. Suficiente era con tener que pasar una noche más en su casa, o las noches siguientes mientras conseguía reponer el dinero que continuaba gastando. Esto era demasiado difícil. Cuando hace una semana tomé la mano de Isabel para comenzar a transbordar sin rumbo alguno, no me detuve a pensar en todo lo demás. Sólo quería protegerla. Ellos querían separarnos. Isabel era mi hermana. Había jurado a mis padres que la protegería, siempre estaríamos juntos.

—¿Tú no comerás? — la voz de Mikasa me regresó al mundo.

Sonreí y negué con la cabeza. —No tengo hambre — respondí.

—¡Pero no has comido nada desde ayer! — gritó Isabel.

De inmediato todos los pares de ojos en el lugar se posaron en mí.

Me levanté alterado con mi dedo índice sobre mis labios. —Guarda silencio Isabel. Eren está bien.

—Eren me preocupa — murmuró con un puchero y los brazos cruzados en molestia.

Volví a mi lugar.

—Eren lo sabe, y porque lo sabe es que nunca haría algo que te lastimará. Eren está bien.

Isabel no estuvo conformé con mi respuesta, pero Mikasa captó su atención de nueva cuenta cuando le pidió intercambiar bebidas. De alguna manera sentí que me defendía. La miré atentamente ésta vez. De la misma estatura que Isabel, sus cabellos eran negros, con un brillo que resaltaba incluso en el frío. Sus labios eran rojos y estaban partidos, mi mano se movió hasta mis bolsillos en donde tenía una pomada para los labios. Sus ojos eran muy bonitos, sus pestañas largas y tupidas, en color eran oscuros y atractivos. Cuando ella fuese mayor, sería todo una rompecorazones.

Pero Isabel era más hermosa.

—Eren mira esto — llamó Mikasa, al girar encontré su lengua afuera enrollada por los lados, y sus ojos juntos hacia en medio.

Reí.

—No lo entiendo jamás he podido hacer eso — se quejó Christa, quien recién se acercaba hasta donde estábamos. Su turno había acabado, me deslicé en el sillón y le hice un lugar a mi lado. — ¿Quién es ella? — me preguntó en un susurro.

—Está perdida — respondí.

—Oh… podríamos llevarla con a la estación de policías, seguro que ellos sabrán que hacer.

—… Supongo.

Pero los planes quedaron ahí. Antes de que pudiéramos hacer algo más respecto a la niña perdida, una mujer demasiado alterada se acercó a nosotros alegando lo asustada que estaba por no encontrar a Mikasa. Por un momento me preocupé creyendo que tal vez ella pensaría que había sido yo quien tomó a la niña y la alejó de ella, tuve miedo, pero entonces recordé que Mikasa había dicho que venía con su padre, no su madre.

—Soy amiga de su padre — nos dijo —, él me llamó para que le ayudase a encontrarla. Christa me conoce, ella puede asegurarte que no soy mala persona.

Miré a Christa y con una sonrisa ella me hizo saber que no mentía. —Ella es Hanji Zoe, la profesora del jardín de niños.

La mujer sacó unas gafas del bolso que llevaba sobre su brazo y se las colocó. —Es un placer — su mano frente a mí en un segundo.

—Eren.

—Me encantaría quedarme un poco más de tiempo a charlar contigo, pero tengo que llevar a Mikasa con su padre antes de que me maté.

Mikasa soltó un suspiró, resignada se despidió de Isabel. —Nos vemos — Hanji dijo antes de irse —, espero poder ver a Isabel en el jardín.

Y caí en cuenta de que Isabel tenía que volver a clases cuando las vacaciones de invierno dieran fin. No estaba seguro de si ella podría adaptarse a ello. Si bien, le gustaba conocer personas, nunca antes había estado en una escuela, y ahora estábamos solos. Conocía a mi pequeña hermana lo suficiente para saber que ella odiaría el tener que separarnos durante muchas horas. Por otro lado, tenía que pensar en lo que haría yo. Por supuesto que quería seguir estudiando, tenía planes, metas… pero eso había sido antes de esto. Isabel era la prioridad más importante ahora en mi vida.

Mentalmente enlisté todo lo que tenía que hacer. En primer lugar conseguir un empleo.

Caminamos junto a Christa de vuelta a casa. Isabel nunca dejó de hablar con ella, cuidando siempre no decir nada que fuera innecesario, y Christa por su parte, tampoco preguntaba nada que nos comprometiera.

Observé con detenimiento la forma alegre en la que la dulce Isabel caminaba tomada de la mano de Christa delante de mí. Tarareaba esa canción inventada por ella, y hablaba sobre lo divertidas que serían las navidades próximas.

Cuando había tomado la mano de Isabel aquella tarde de lluvia para llevarla a la estación de trenes y dejar todo en el pasado, sabía que estaba jugando con fuego, y seguro me quemaría, pero eso es lo emocionante de esta historia.