Disclaimer: NADA ME PERTENECE. Los personajes son de Stephanie Meyer y la historia es de la escritora: Penelope Sky - Serie Escocés # 2

No sé qué me hizo cambiar de parecer, pero algo lo hizo; no quise poner a Isabella en manos de Bones.

Isabella es mía oficialmente. Es descarada, vehemente y sigue increpándome aun a pesar de estar bajo mi control.

Y me encanta.

Ahora tengo un trato con los hermanos Barsetti, Tanya sigue prendada de mí y la venganza está muy presente en mi mente. No sé qué hacer con Isabella ahora que he decidido no matarla.

Pero sin duda no voy a enamorarme de ella.

CAPITULO 1

Isabella

Edward tenía un jet privado.

Me sorprendió, aunque ya no debería sorprenderme nada. Sus hombres y él lo guardaron todo en la bodega del avión y luego entraron a tomar asiento. Los hombres se sentaron al fondo, con las armas escondidas bajo la chaqueta a pesar de que nos encontrábamos en un aeropuerto internacional.

Siobhan fue la única del grupo que se sentó delante con Edward, además de mí. Estaba en un sillón de cuero junto a la ventana, con la tablet entre las manos. Sacó el lápiz y se puso a trabajar; claramente ya sabía cómo conectar a la perfección con la red Wi-Fi. Edward se sentó al otro lado del pasillo y me indicó que me sentara en un lugar junto a la ventana.

Obedecí y me abroché el cinturón.

La azafata pasó junto a nosotros y nos entregó unas bebidas justo en el mismo instante en que los motores cobraron vida. No era un jet tan grande como un avión comercial, pero sí de mayor tamaño que los que se usaban para fumigar los cultivos. Tenía un tamaño medio, y estaba claro que era muy caro.

Edward pidió whisky, Siobhan vino y yo agua. No tenía el aguante con el alcohol del que disfrutaban ellos dos. Sólo hacían falta unas copas de vino para que me sonrojase entera y mis inhibiciones disminuyesen.

Edward me echó un vistazo desde su asiento, observándome de manera disimulada.

—¿Estás bien?

El avión empezó a moverse lentamente, dirigiéndose a la pista. Nos encontrábamos en un carril diferente al de los aviones comerciales, ya que estos tenían un horario muy regulado. Notaba el estrés en el estómago como si fuese un ladrillo.

—Sí.

Me siguió mirando como si no me creyese.

—¿Qué te pasa?

No quería admitirlo en voz alta porque me hacía débil, pero Edward siempre insistía hasta conseguir lo que quería.

—Volar me pone un poco nerviosa…

En lugar de burlarse, intentó consolarme.

—El piloto es excelente, como el resto de la tripulación. El jet sólo tiene unos cuantos años; todo se encuentra en perfectas condiciones. Tómate una copa de vino y relájate.

—De acuerdo. —Aparté la cortina y miré por la ventana, sintiendo como el estómago me daba varios saltos mortales. Ni siquiera habíamos despegado y ya me sentía mareada.

El avión se alineó correctamente en la pista y empezó el despegue, con los poderosos motores elevándonos hacia el cielo en un ángulo drástico. Subimos y subimos hasta atravesar las nubes y llegar a una altitud inmensa.

Edward estaba leyendo correos electrónicos en su teléfono móvil como si no estuviese pasando nada fuera de lo normal, igual que Siobhan.

Me forcé a seguir tranquila y me apoyé contra el respaldo. Odiaba mostrar debilidad, incluso delante de personas a las que consideraba buenos amigos. Era una de mis particularidades.

Por fin nivelamos la altitud y el avión empezó a viajar a una velocidad fija. El zumbido constante del aire del exterior llenó la cabina, junto con el ruido de los motores que había a ambos lados del avión.

Si el viaje seguía siendo así hasta que llegásemos a Italia, podría mantener la calma. Después de todo por lo que había pasado, resultaba algo ridículo tener miedo a volar. A fin de cuentas, si nos estrellábamos en aquel preciso instante, dejaría de ser una prisionera.

Aquél era el lado bueno.

El avión descendió drásticamente con una sacudida abrupta. Caímos decenas de metros y de repente sentí una ingravidez en el estómago.

—Oh, Dios. —Me aferré a los reposabrazos y ahogué el grito que intentó escaparse de entre mis labios. La adrenalina me recorrió la sangre y me sentí enferma y aterrada al mismo tiempo.

Edward me miró, inmune a los movimientos sorpresa del avión.

Intenté ocultar mi terror mirando por la ventana; no quería que supiera lo incómoda que estaba. No me tendría ninguna lástima, especialmente con algo que consideraría estúpido.

Para mi sorpresa, Edward me cogió la mano y me la sostuvo. —Las turbulencias sólo son producto de la mezcla del aire frío

y caliente; que el avión tiemble no significa que nos vayamos a estrellar. Es normal, monada. —Metió el teléfono en el bolsillo y me miró—. ¿De acuerdo?

—Lo sé…

Me sujetó de la barbilla y me hizo girar el rostro hacia el suyo. Acababa de afeitarse aquella misma mañana, por lo que tenía la cara suave y despejada. Su fuerte boca destacaba más de lo normal.

—Mírame.

Hice lo que me pidió, principalmente porque no sabía qué otra cosa hacer.

—Adoro Escocia. Siempre ha sido mi hogar. Pero existen otros lugares en el mundo que me hacen sentir lo mismo que siento cuando estoy allí, e Italia es uno de ellos. Me encanta el calor de la Toscana, los tomates maduros, el vino a pesar de no beberlo apenas y la belleza antigua que posee todo el lugar. ¿Sabías que el Coliseo tiene dos mil años?

Edward era un hombre de pocas palabras; contarme aquella historia no era propio de él.

—¿Intentas distraerme?

—Sí —contestó—. ¿Funciona?

Era un gesto muy amable, sobre todo cuando provenía de un hombre que tenía poca amabilidad dentro de sí.

—Sí.

—Fui a Roma por primera vez a los dieciocho. Me fui con unos amigos para relajarme un poco. Acudimos a muchas fiestas, conocimos a mujeres hermosas y bebimos más vino de lo que nuestros estómagos pudieron soportar. Siempre me ha gustado volver de visita, aunque admito que ahora son más discretas.

Me pregunté qué aspecto tendría a los dieciocho, casi a la mitad de la edad que tenía ahora.

—Suena a que te lo pasaste bien. Liam debió estar muy preocupado.

—Lo volví loco de adolescente. Sin duda me prefiere de adulto.

El avión continuó sacudiéndose y Siobhan bebió de su copa como si no lo notase.

Edward continuó con la conversación.

—Nos vamos a hospedar en una de mis villas de la Toscana. Es tranquila y remota; te gustará.

—Será un cambio importante después de Escocia.

—Hará falta acostumbrarse al calor. —No me soltó la mano, y con el contacto introdujo coraje en mis venas. Verlo tan relajado me hizo sentir mejor, me hizo pensar que no sufríamos ningún peligro inminente. No había posibilidad de que un hombre tan poderoso como Edward permitiese que un accidente de avión reclamase su vida—. Podrás disfrutar del sol y de la piscina mientras me ocupo de los negocios.

—¿Cuánto tiempo estaremos allí?

—Una semana como mucho. Los negocios con los hermanos Barsetti son muy sencillos; normalmente me quedo unos días más porque es un vuelo largo.

El avión dejó de sacudirse poco a poco, estabilizándose al cabo de un rato. El jet cruzó el cielo, con el ruido del aire del exterior como único indicador de que estábamos a miles de metros del suelo.

Aflojé la mano y mi cuerpo por fin se relajó. A pesar de mis conocimientos científicos, el concepto de volar hasta la otra parte del mundo siempre me había preocupado. Siempre temía que algo en el motor se estropease, o que el piloto cometiera un error que acabara con muerte. Descansé la cabeza en el cuero del sillón y solté un profundo suspiro.

Edward me observó.

—¿Te sientes mejor?

—Sólo me alegro de que el avión haya dejado de sacudirse.

Apartó la mano, haciéndome sentir sola sin su tacto. No necesitaba que me cogiese de la mano para hacerme sentir mejor, pero lo echaba de menos en cuanto me faltaba. Era agradable que alguien me reconfortase.

—No hay nada que temer; los aviones vuelan por todo el mundo y apenas hay accidentes. Y los míos sin duda no se estrellan.

—Deja de decir «estrellar».

Sonrió.

—Disculpa, he sido un poco insensible.

—No pasa nada… sé que intentabas ayudar.

Sacó otra vez el teléfono del bolsillo y comprobó su correo electrónico.

Corrí la cortina de la ventanilla; no quería ver el azul interminable del cielo. Sólo serviría para recordarme lo alto que estábamos.

—¿Cuánto dura el vuelo?

—Bastante. Intenta dormir un poco.

Me apoyé automáticamente contra su hombro para ponerme cómoda, a pesar de que habría sido más fácil recostarme en mi asiento. Había algo en la tela de su camisa y en la calidez de su piel que me hacía sentir mejor. Me había acostumbrado a dormir con él cada noche. Era la canción de cuna sin palabras que me enviaba al mundo de los sueños.

Edward me enderezó y apartó el reposabrazos que había entre los dos asientos para que nada nos separase.

—Échate en mi regazo. Estarás más cómoda.

Nunca había sido tan amable conmigo. Me defendía de Alistair y de Siobhan, pero nunca se preocupaba por mi comodidad por encima de la suya.

—¿Estás seguro?

—Sí. De todas formas ya sabes lo mucho que me gusta tener tu boca junto a mi regazo. —Esbozó aquella sonrisa socarrona a la que me había acostumbrado.

Puse los ojos en blanco y me tumbé sobre él. Atrapé a Siobhan mirándonos desde su asiento al otro lado del pasillo, posiblemente preguntándose por qué Edward me estaba permitiendo dormir sobre él. La ignoré y me puse cómoda.

Cuando ya estaba colocada, Edward me puso el brazo en la cintura.

—¿Quieres una manta?

—No, estoy bien. —Pegué las rodillas al pecho; tenía un poco de frío.

Edward debió notar la mentira, porque se giró hacia Siobhan.

—Deme una manta, por favor.

—¿Está de broma, verdad? —replicó ella.

No pude ver la expresión de Edward, pero imaginé que la estaba mirando de manera intimidatoria.

—¿Quiere conservar el trabajo, verdad?

Sólo iba a conseguir que Siobhan me odiase más. No estaba segura de por qué me odiaba tanto; lo de tumbarme encima de él tampoco era para tanto. Teníamos sexo todas las noches, en comparación aquello era bastante inocente.

Siobhan se levantó y abrió el compartimento superior. Nos lanzó la manta; la prenda aterrizó justo encima de mi cabeza.

—Aquí tiene, alteza.

Sentí aumentar la tensión como si fuera el fuego de una forja. Edward no dijo nada, pero sabía que su silencio era amenaza más que suficiente. No dejaría que nadie le hablase así y se saliese con la suya; más tarde habría repercusiones. Seguramente no querría entrar en guerra contra ella en una nave ilícita con sus hombres en la parte de atrás.

Volvió a concentrarse en su teléfono como si no hubiese pasado nada. Tenía la mandíbula apretada por la irritación, pero se tragó su ira. Siguió rodeándome la cintura con el brazo; su tacto era cálido y preferible al aire helado que salía de las rejillas del aire acondicionado.

Creí que no podría dormir de lo nerviosa que estaba, pero en cuestión de minutos empezaron a pesarme los párpados y se me fueron cerrando los ojos. Me quedé dormida en el regazo de Edward, usándolo a modo de almohada, sintiéndome extrañamente cómoda a pesar de toda la desgracia que rodeaba el viaje.