A menos que me encuentre los derechos de autor bajo el arbolito este año, los personajes seguirán siendo de Rumiko Takahashi.
Para todos mis lectores, aunque no todos tengan las agallas de comentar. ¡Se los quiere de este lado de la pantalla! Y para mi abuelo, que a pesar de saber que estás muy lejos de acá, sé que me cuidas desde tu lugar especial en el Cielo.
Plan Jo Jo Jo
| Capítulo I
Durante los últimos cinco días, Inuyasha había tenido el pensamiento recurrente de que todo estaba bastante raro. Kagome se la pasaba con el rostro escondido entre los libros y, en cuanto la perdía de vista, se iba a su época (utilizaba a Kirara para una mayor velocidad). Entonces, él, enfurruñado, aturdía a sus amigos con preguntas, maldecía al aire e iba a buscarla.
Normalmente, pensaba que más que escaparse a su época (cosa a la que no le veía sentido), ella se escapaba de él. Y eso no sólo le molestaba, sino que también le ofendía. Es decir, si no era para escaparse de él, ¿por qué otra razón iba ella a intentar, cada vez que podía, regresar a su casa? Durante todo el tiempo que estuvieron juntos ella siempre iba una o dos veces por semana. A veces pasaban más de dos hasta que ella finalmente iba. ¿Y ahora? ¿Qué es lo que había cambiado?
Lo peor que llegó a pensar fue que tenía algún «novio» (utilizar esa palabra se le antojaba molesto y de niños), algún estúpido humano con quién compartía algún que otro gusto y que había sido lo suficientemente suicida cómo para pedirle salir juntos. Y Kagome, cansada de su vida subnormal, había aceptado gustosa.
¡Y claro! ¿Quién iba a preferir a un tonto hanyō sobre un humano hecho y derecho?
Inuyasha podía llegar a ser verdaderamente paranoico ante las ausencias (reiteradas y prolongadas) de Kagome. Pero, lo que más aumentaba su trastorno, era que siempre que llegaba ante el pozo, Kagome salía de él con la cara encendida como si hubiera corrido un maratón. Lo peor: sus respuestas no le ayudaban.
—Ah. Hola, Inuyasha —solía decir, sonriendo nerviosa. Él la miraba enojado y soltaba algún «¿Dónde diablos estuviste?», o bien «¿Por qué te fuiste sin avisar?». Kagome rodaba los ojos y se cubría con un «Fue sólo por un par de horas» o «No molestes, Inuyasha, que no eres mi padre».
Y él comenzaba a sospechar, todavía más. Porque, con ese tipo de respuestas, se cubría de algo. No sabía de qué, pero sí de algo. Algo pasaba que ella no le contaba.
Suspiró.
Tampoco es cómo si pudiera quejarse. Como se había encargado de recordarle Sango (harta de sus maldiciones y quejas), Kagome tenía el mismo derecho que él a desaparecer y que, si temía, sólo se debía a que lo que él hacía con Kikyō… No quiso recordar el resto de la oración. Era algo así como «ojo por ojo, diente por diente» o «Kagome por Kikyō; Inuyasha por Idiota».
Que quede claro que los pensamientos que tuviera Sango sobre el asunto… Él sólo verificaba que estuviera bien, no es que fuera su amante secreto. Que estupidez. Todos sabían que Kikyō hacía tiempo que los había abandonado. Que conste, él no hacía nada con Kikyō como para que Kagome fuera e hiciera cosas dignas de Miroku con algún estúpido chaval de su época. Y no es que estuviera celoso o algunas de esas estupideces que solía gritar Shippō y alentar el monje. Él no era celoso. Menos de Kagome.
Kagome era sólo Kagome; y… ¡estaban en plena lucha contra Naraku! No podía irse así como así.
—Oh —soltó ella, sacándolo de sus cavilaciones. Estaban sentados dentro de la cabaña de la anciana Kaede, cerca de una fogata que había armado Inuyasha en medio de la sala. No importó cuánto se opuso Kaede: Kagome y Sango tenían frío, así que él se propuso hacerlo y Miroku no se lo impidió.
Kagome, hasta ese momento, había estado leyendo un libro. Él no entendía mucho de qué iba, así que no le prestó atención. Sango y Miroku conversaban sobre los posibles próximos movimientos de Naraku y Kaede rezongaba (ya que creía que se iba a incendiar la cabaña por la fogata). Shippō dibujaba con los nuevos crayones que Kagome le había obsequiado y, de vez en cuando, le preguntaba a la chica qué le parecía su dibujo. Inuyasha solía bufar antes sus contestaciones («¡Es hermoso, Shippō!»), para que luego Kagome lo mirara lanzándole dagas por los ojos y él girara el rostro.
—¿Qué ocurre? —preguntó Sango luego de la exclamación que había soltado. Inuyasha prestó atención, aunque siguió en su papel de «persona sumamente ofendida».
—¡Miren la hora! —exclamó, mirando al reloj de muñeca—. Tengo que irme a casa ya mismo. —Pegó un salto y comenzó a guardar todas sus cosas en la mochila.
Inuyasha frunció el ceño aún más y la miró incrédulo. ¿Realmente iba a irse? ¿En ese momento? ¿Iba a caminar sola por el bosque hasta llegar al pozo, casi al anochecer y con el frío que hacía? ¿Y exactamente para qué?
—¿Por qué? —exclamó Shippō, dejando de lado sus crayones.
—¿Cómo que tiene que irse, señorita Kagome? —preguntó el monje, desorientado.
—¿Cómo que te vas, Kagome? —rugió el hanyō.
La sacerdotisa del futuro sacó la vista de su mochila para observarlos. Después de notar la rabia en el rostro de Inuyasha, pasó ver a Kaede, que aún revolvía la sopa, ya sin farfullar.
—¿Por qué te vas, Kagome? —preguntó Sango, un lugar más allá. Kagome la miró un momento y dejó de guardar las cosas en su mochila.
—Bueno, pasa que… este… miren —comenzó, sentándose—. Resulta que estamos entrando en la época de Navidad y bueno, tengo que…
—¿Navidad? —preguntaron la exterminadora y el monje al unísono. Kagome notó que la anciana Kaede tenía la misma pregunta en los ojos. Shippō había levantado la mirada, con la boca entreabierta y un crayón a mitad de camino de una Kagome en miniatura.
—¿Qué diablos es eso? —soltó Inuyasha.
Kagome rodó los ojos.
—Es… una fiesta cristiana —resumió. Todos siguieron mirándola. Estaba claro que eso no era sinónimo de «comprensión»—. Err… Es una fiesta que se pasa en familia, donde… bueno, tiene un sentido muy amplio, y es muy lindo… Sólo que no sé cómo explicárselos.
Sonrió, de manera comprometida, y luego suspiró. Nadie parecía realmente enterado de lo que pasaba. Kaede lo miró unos momentos más y luego continuó revolviendo la comida. Shippō hacía rato que había seguido con su dibujo.
—¿Fiesta? ¿Eso incluye condo-? * —Inuyasha se sonrojó violentamente y desvió la mirada.— Olvídalo.
La chica recordó el episodio de los condones, pero decidió «olvidarlo», así como Inuyasha había dicho. No pudo evitar sonrojarse de todos modos. Recordar tan hermoso día no era necesario justamente ahora. El tema estaba en explicarles qué era la Navidad. No creía tener muchos problemas, pero aún debía volver a la casa para… ¡Diablos!, lo había olvidado completamente. El día siguiente era veinticuatro, si mal no recordaba. Día que pasaría con su familia, sí o sí.
—Oh, chicos… Inuyasha —se dirigió a él especialmente porque era el que tenía los problemas—. Mañana me quedaré en mi época, ya que será Navidad, noche que se pasa con los seres queridos, la familia,... ya sabes.
Inuyasha alzó una ceja y la observó con cierto retintín en la mirada.
—¿Y nosotros qué somos exactamente?
Kagome sonrió.
—He estado pensando en eso… Y lo bueno, ¡es que podremos festejar la Navidad aquí!
Todos se quedaron en silencio. Lo único que se oía era el raspar del crayón contra la hoja, ya que Shippō se hallaba ajeno a la discusión.
—Ni siquiera sé que es esa cosa de Nadivad.
—¿No te que ibas a irte para ese día, Kagome?
—No entendí.
Kagome sonrió de manera forzada.
—Sí, iré a mi casa para Navidad, y luego regresaré aquí y festejaremos aquí la misma fecha.
—¿Y por qué dos de esas cosas? —soltó Inuyasha, confundido. De repente los días se vivían dos veces, claro—. Si mañana es Nanidad, no puede serlo también el día que le sigue.
Kagome, esta vez, sonrió orgullosa. Se había pasado los últimos siete días averiguando por todos los medios posibles un desfase en el tiempo (sí, por más mal que suene eso). Ya que, en una de esas noches donde tiene mucho para estudiar pero pocas ganas, Kagome se puso a pensar en los quinientos años que los separaba. ¿Podría llegar a pasar que exista una diferencia, se preguntó, entre los tiempos que conecta el pozo?
Kami-sama la habrá iluminado en aquel momento, porque mágicamente llegó a una solución: años bisiestos. Algo tan simple, ancestral y estúpido como aquello. Los jodidos años bisiestos que sólo servían para crear el 29 de febrero. Entonces, Kagome consultó bibliotecas, habló con profesores y conocidos, pasó sus horas buscando en libros de historia algo que le dijera que no se equivocaba.
Finalmente, casi tres días atrás, consiguió la información tan ansiada: un año bisiesto nombrado en un libro sobre las Guerras Civiles en el Japón Feudal. Su próximo paso fue conseguir un profesor particular de Matemática, porque claro está, ella sola estaba lejos de poder sacar tantos cálculos.
Su profesor particular (el señor Hiwasaga) era un hombre entrado en años, canoso, con un bigote tupido y bastante excéntrico, que tenía a una mosca encerrada en un frasco como mascota (se llamaba Germy). Pero más allá de lo que sea aquel hombre, de Matemática sabía mucho, porque en pocos días sacó los cálculos suficientes para darle a Kagome la satisfacción de decir: voy a vivir dos veces el mismo día.
Más allá de la locura temporal (que no pudo comentar con su profesor aunque quisiera), Kagome estaba feliz porque tenía la posibilidad de hacerles vivir a sus amigos la primera
—Navidad —corrigió, y siguió—. Bueno, es difícil de explicar. —Paseó la mirada por sus amigos y continuó.— Pero la cosa es que el día de Navidad se repite. Cuando me vaya mañana, aquí será el día veintitrés y en mi casa el veinticuatro. Así que cuando regrese, será veinticuatro y Voilá!
Miroku asintió, aunque parecía que guardaba un millón de preguntas por hacerle. Sango mantenía una expresión confundida, pero Kagome, conociéndola, sabía que no preguntaría nada. Inuyasha bufó algo y se cruzó de brazos.
—¿Pero qué es la Navidad?
Mientras Kagome intentaba buscar en su cerebro una rápida respuesta que sirviera para aquello, Kaede ordenó que se pusieran en marcha para preparar todo para cenar. Sango se apresuró a ayudar a Kaede, ya que se sentía un poco perdida en la conversación. Inuyasha se había cruzado de brazos y esperaba alguna respuesta por parte de Kagome. Shippō había tenido que levantar sus cosas del suelo, por órdenes de la anciana sacerdotisa.
Finalmente, y al no tener nada que decir, Kagome decidió ayudar a Kaede y toda la cosa, mientras Inuyasha fruncía más el ceño y rezongaba en voz baja. Miroku, sin embargo, se había mantenido en silencio, posiblemente meditando por lo dicho por la casi sacerdotisa.
—Y, bien, Kagome, ¿piensas decirme qué mierda es la Navidad?
Kagome suspiró. Todavía no había logrado encontrar las palabras adecuadas para explicárselo. ¿Qué iba a decirle, si todos tenían un concepto diferente? El problema era que Inuyasha perdía la paciencia demasiado rápido. Pero Miroku fue más resuelto que la chica: cerró los ojos y le pegó en la cabeza con su báculo. El hanyō gruñó algo y amenazó con golpearlo, pero la mirada de Kagome sugería un pronto encuentro cercano con el suelo, por lo que Inuyasha se contuvo.
—Debes aprender a cuidar esa boca, querido hanyō —advirtió el monje con expresión tranquila. El medio demonio soltó otra maldición por lo bajo y frunció el ceño.
—No te metas, Miroku. Estoy hablando con Kagome.
—Por eso mismo. La señorita Kagome no tiene porque…
—Aguantar tus burradas, perro tonto —saltó Shippō, posándose en el hombro del monje.
—Nunca mejor dicho, Shippō —asintió el hoshi, sonriendo con una de esas expresiones sabias y solemnes.
—¡Ahora sí te mueres, zorro!
—Siéntate.
Y así acabó la conversación, ya que a pesar de que Inuyasha berreaba algo contra el suelo, no se le entendía nada y nadie más habló. Kagome decidió quedarse aquella noche en la época Sengoku, ya volvería a su casa al otro día (no tenía problema porque nadie la esperaba aquella noche). Lo que sí, la tensión reinaba el ambiente. Inuyasha se había enojado porque ella había defendido a Miroku (y lo había lanzado al piso), alegando que era una tonta y que Navidad era otra estúpida excusa para volver a su casa. Kagome se tomó aquello como un «eres una cobarde», lo mandó al suelo de nuevo y se enfurruñó.
El resto estuvo normal. Aunque las conversaciones durante la cena sonaban forzadas. «—¿Quieres más, Sango? —Sí. Gracias, Su Excelencia». «—Excelente noche, ¿no cree, anciana Kaede? —Sí, ciertamente». «—Pásame más de aquello. —Pídelo por favor. —No te hablaba a ti. —Siéntate.». Ya saben, lo de siempre.
Pero siempre se logra recapacitar. Así lo hizo Kagome cuando se sintió culpable por pelearse con Inuyasha en vísperas de Noche Buena. Así que se podría decir que pasó toda la noche pensando cómo explicarle al hanyō qué era la Navidad. Como no se le ocurrió nada (y eran las tres de la mañana y seguía dando vueltas), Inuyasha le gruñó algo así como «Ya duérmete o vete a tu casa, Kagome», y a ella se le encendió la lamparita.
—¡Eso es! —exclamó, incorporándose. El hanyō retrocedió unos centímetros, frunciendo un poco el ceño—. Vendrás a casa conmigo.
Él quería golpearse por haberle dado la idea (aunque estaba feliz de que Kagome volviera a hablarle con los ojos iluminados y una sonrisa en el rostro) y Kagome estaba entusiasmada, no podía negarlo.
—Hmpm.
—¡Vendrás a casa conmigo! —exclamó en un susurro.
—¿Para qué? —rezongó, cruzándose de brazos—. Siempre me quieres lejos.
Kagome frunció la nariz. No era exactamente eso. Él estaba omitiendo la parte en que no la dejaba estudiar en paz.
—No es… No importa —suspiró—. Pero, si vas, entenderás el significado de la Navidad. Además —agregó, captando la mirada impaciente de Inuyasha—, si vives una, me puedes ayudar a organizar todo para festejarla aquí.
Inuyasha tardó dos segundos en replicar:
—Olvídalo, Kagome.
La sacerdotisa siguió insistiendo y él oponiéndose, pero finalmente la persistencia de ella pudo con él. Sobre todo, después de haberle comentado que habría ramen como para un batallón. Así que finalmente pudieron dormir. Aunque él estaba algo inquieto.
De todos modos, al otro día Kagome cargó todo lo necesario en su mochila e Inuyasha bufaba unos metros más allá, mientras Sango y Miroku intercambiaban miradas. Y es que Kagome estaba de un humor excepcional, mientras que el hanyō estaba peor que de costumbre. Lo raro era que fue Kagome quien les había comunicado toda la idea que tenía. Sango lo había sintetizado a un «Inuyasha vivirá la experiencia nueva y luego haremos toda la fiesta aquí»; Miroku pensó que esta era la oportunidad de Inuyasha para declararse ante Kagome… aunque, cuando se lo insinuó, el medio demonio le dio un golpe y se alejó sonrojado y con los brazos cruzados.
—Bien, volveremos mañana al mediodía —sonrió la sacerdotisa finalmente, parada ante el pozo con la mochila al hombro. Inuyasha estaba a su lado con semblante de ogro—. Traeré algunas cosas para comer aquí. Anciana Kaede —agregó, dirigiéndose a ella—, no olvide decirle a los aldeanos que preparen las comidas.
—No te preocupes, Kagome, déjamelo a mí —asintió. Luego, miró al hanyō—. Pásalo lindo, Inuyasha.
—Cállese, anciana.
La chica lo reprendió con la mirada, pero él pareció no darse cuenta. Así que sólo se encogió de hombros, le prometió un dulce a Shippō y giró para adentrarse en el pozo. Observó a Inuyasha, impaciente, instándolo a seguirla. Él frunció el ceño, volvió a bufar y finalmente la alcanzó. Dejaron de ver a sus amigos (quienes se despidieron con risas) y la luz violácea los atrapó mientras Inuyasha le dirigía una última mirada de disconformidad antes de desparecer a través del tiempo.
Kagome no le dio bola.
Al llegar, la mamá de la chica los recibió con un caluroso abrazo (fue el momento más incómodo que pasó Inuyasha) y los hizo pasar adentro antes de poder terminar de decir «¡Perros parlantes!». Sōta bajó corriendo las escaleras cuando escuchó al abuelo gritar que Kagome había llegado.
—¡Hermana! —saludó, con un abrazo. Atrás de ella se encontraba el hanyō, así que volvió a saludar—. ¡Chico perro!
—Deja de decirle así, Sōta —lo regañó Kagome.
—¿Por qué todos me abrazan? —preguntó, confundido—. No entiendo.
Entornó los ojos cuando el abuelo de Kagome, vestido de un raro conjunto rojo con gorro, se le acercó con vista de querer abrazarlo. Después, retrocedió hasta ponerse detrás de Kagome y le pidió gentilmente que se largaran de allí. La sacerdotisa correspondió el abrazo a su abuelo y luego rió.
—Es una fecha importante, Inuyasha, ya te dije —le comentó, sonriendo—. La gente tiende a ponerse emotiva… ¡y eso que no ha llegado la noche!
Inuyasha seguía sin entender nada, pero no hizo más preguntas. Se encargó de seguir a Kagome por toda la casa (excepto cuando le cerró la puerta del baño en la cara) y «ayudar» con los preparativos para la cena. Entretanto, Kagome le había dicho que esa noche sería Noche Buena, donde las familias se reunían para celebrar el nacimiento del niño Jesús (le había repetido que era una fiesta cristiana, ya que cada vez entendía menos). Además, le contó que había un hombre que vivía en un Polo que repartía regalos por el mundo esa misma noche. Le dijo que vestía de rojo, tenía una larga barba blanca que no alcanzaba a cubrir su panzota, usaba anteojos y era muy bueno. Ante esto, Inuyasha frunció el ceño.
—¿Y cómo es que reparte regalos por todo el mundo? —refunfuñó—. Es imposible que lo haga en una sola noche.
Kagome siguió ayudando a su madre con la comida, mientras sonreía.
—Es un ser mágico, Inuyasha —aseguró, estirando la masa—. Tiene un taller en el Polo Norte donde fabrica juguetes y a muchos duendes trabajando para él; tiene una bolsa mágica donde puede guardar todos los regalos que necesitará esa noche y los lleva viajando en un trineo guiado por renos…
—Ya, ¿quién es ese viejo? —intercaló—. Seguro es un yōkai.
—…puede transformarse en humo para entrar por las casas a dejar los reg…
—¿Puede transformarse en humo? ¡Definitivamente…!
—¡No es un yōkai!
—Feh, te apuesto a que sí —afirmó, con aire de superioridad.
—No vamos a apostar nada con Santa, Inuyasha —dijo después de rodar los ojos—. Es un ser mágico, que hace feliz a las personas. Presiento que sabe qué regalar a cada uno exactamente.
—Es un yōkai con intuición.
—¡Inuyasha!
La conversación quedó ahogada por las risas de los restantes miembros de la casa, pero, aunque Kagome era insistente, el hanyō seguía diciendo que ese Santa (como lo había llamado Kagome) era un demonio. Testarudo, había bufado la chica, con una sonrisa. De algún modo, suponía que el anciano de rostro bondadoso iba a demostrarle que no era lo que él decía. Era sólo… un hombre inmortal, que repartía alegría.
Dado que todo estaba listo para la cena a eso de las siete, Kagome pensó que sería buena idea llevar a Inuyasha en un tour por la ciudad hasta que se hiciera la hora de comer. El hanyō no entendía nada, pero la siguió cuando (vestida con bufanda, guantes y una súper campera) salió de la casa. Afuera no nevaba, como había deseado la chica, pero hacía un frío considerable. Frío que el medio demonio apenas notaba. Pero no es la cuestión.
Kagome finalmente respondió la duda que se había ido formando en la mente del hanyō a lo largo del camino: le contó que se decoraban «árboles de Navidad», que eran pinos (le explicó que, como es perenne, simbolizaba el amor de Dios), donde las esferas —que habían representado las manzanas en un principio (el pecado original, había dicho)— simbolizaban los dones de Dios y las luces representaban a Jesús como luz del mundo. Inuyasha, de esto, no entendió ni media palabra. Luego, Kagome le recordó que era un fiesta cristiana, por lo que, el significado de la Navidad que tenían allí en Japón, era puramente comercial. Aunque, por supuesto había replicado «No es sólo eso, Inuyasha».
Él seguía sin entender nada.
Aparte le explicó lo que eran los VillasMiko (Inuyasha los había asociado a un pueblo de sacerdotes y sacerdotisas nómadas) y entendió algo así como que «expandían» el espíritu navideño entonando canciones pegadizas por las casas (habían visto un grupo particularmente gritón en medio de una plaza). Inuyasha los tildó de idiotas y Kagome rodó los ojos.
—¿Por qué te cuesta tanto ver todo esto como algo bueno?
El hanyō movió una de sus orejas ante el tono que había usado Kagome y se giró a verla. Se tranquilizó cuando vio que la chica sonreía.
—No le encuentro el sentido.
Siguieron caminando (él siempre de brazos cruzados) y la chica solo se dedicó a observarlo, hasta que finalmente habló.
—¿Por qué no?
Inuyasha la observó de reojo.
—En tu casa siempre es igual. Tu madre es cariñosa, Sōta es pesado y tu abuelo está loco —respondió. Kagome soltó una risita y él siguió—. Todo esto no es necesario. Así que no entiendo.
El dilema del hanyō era que veía lo que siempre había visto en la casa de la chica: cariño, atención y risas, a lo Kagome lo miró enternecida. A la conversación le siguió un silencio tranquilo, de esos que se asientan cuando se hace una pausa algo larga. Ella intentaba buscar algo que sirviera para explicarle que solamente se debía a que era su casa; no significaba que todos los hogares contaran con el bienestar del suyo. Cuando por fin encontró una idea que pudiera servir, estaban de vuelta, donde la señora Higurashi los empujó adentro. La mesa estaba servida, su abuelo y Sōta sentados en sus lugares y la comida esperaba sus bocas.
—Chicos, ya me estaba preocupando —les sonrió, acompañándolos adentro—. ¡Son cerca de las once!
—Son diez y media, mamá.
—Pero está más cerca de las once que de las diez —respondió, enérgica—. Vayan a sentarse, llevaré la comida.
—Inuyasha, ve y siénta…
—¡No lo digas!
Kagome guardó silencio, sonrojada, y sonrió nerviosa.
—Lo siento, no me di cuenta —volvió a soltar una risita e Inuyasha entornó los ojos—. Bueno, ve y… ya sabes, en la mesa. Ayudaré a mamá, espérame allí.
—Feh.
De todos modos, iba a esperarla.
La cena estuvo tranquila. Hubo muchas risas e Inuyasha se enteró de más cosas de la vida de Kagome. Como que odia los payasos, porque una vez un tipo vestido de uno la persiguió por un zoológico. O que solía jugar a que tenía poderes (bastante irónico, había pensado él). O que, una vez, el abuelo se disfrazó de mujer para «despistar al enemigo» y lo tuvieron que ir a buscar a la comisaría, ya que lo arrestaron por hacer disturbio en un lugar público... vestido de mujer.
—¿Y qué te parece hasta ahora? —le preguntó Kagome en un momento, estando ya de sobremesa. Inuyasha se sonrojó al notar la cercanía de ella (estaban sentados uno al lado del otro, después de todo) y giró la cabeza rápidamente.
—Normal. Es como siempre, Kagome —murmuró—. Sólo que no sabía que tu abuelo era como Jakotsu.
Kagome rió, divertida, mientras Sōta y el anciano intercambiaban una mirada. Su madre había ido a buscar las garrapiñadas y pasas de uva con chocolate, y Kagome le había gritado que no se olvidara la bebida para el brindis. Inuyasha hizo una mueca (recordando el día en el que se habían alcoholizado) y siguió mirando a Kagome hasta que por fin habló.
—Entiendo que creas que es normal… pero no todos las casas son iguales, Inuyasha —pensó un momento, mientras él seguía con esa expresión de "¿Eh?"—. Mm… ¡Ya lo tengo! Imagínate tu casa en Navidad… Sería especial porque con Sesshōmaru no se llevan bien, ¿no crees? Sería una época para estar juntos y pasarla en familia. Para... recapacitar en cuanto a su relación.
Inuyasha la miró como si de pronto le hubiera comunicado su cambio de sexo. Tal vez se debía a que se había imaginado una Navidad con Sesshōmaru… lo que no ayudaba a la idea. En su mente se había recreado la imagen de su medio hermano sentado en frente de él, lanzándole dagas por los ojos. Y, en vez de esperar a las doce para brindar (como le había dicho Kagome que era la costumbre), esperarían a las doce sólo para molerse a golpes.
Kagome observó que estaba medio ensimismado, así que volvió a hablarle.
—¿Inuyasha? —murmuró—. ¿Te encuentras bien?
El hanyō la observó un momento.
—Lo de las cenas en familia es una estupidez.
La chica volvió a rodar los ojos. Pero, antes de que pudiera decir algo más, su madre reapareció con unas copas y una botella de sidra, y la conversación quedó opacada por las exclamaciones ansiosas de su familia: ¡se acercaba la medianoche! Con eso, el brindis y los buenos deseos para con los seres queridos. Además le había comentado a Inuyasha, mientras esperaban los minutos que faltaban para las doce, que luego podrían salir a ver los fuegos artificiales. El hanyō se alarmó un poco ante cómo sonaba aquello, pero Kagome le aseguró que era algo muy bonito. «Imagínate, Inuyasha, luces de todos los colores adornando el cielo». Él bufó y dijo que el yōkai-Santa aprovecharía la distracción para matarlos a todos (Kagome lo regañó por creer que Santa podría llegar a querer eso), pero estaba interesado de todas maneras.
Se hizo medianoche finalmente y alzaron las copas al tiempo que la señora Higurashi decía unas cuantas palabras (Inuyasha estaba teniendo un serio problema con las copas, que a cada momento se le rompían). El hanyō se preocupó un poco, como solía hacerlo con Kagome, porque observó que la mujer tenía los ojos vidriosos. Kagome lo miró y negó con la cabeza, restándole importancia.
—Feliz Navidad, niños —sonrió—. Brindo para la alegría siga rodeándonos.
—¡Feliz Navidad!
Luego de chocar las copas, Inuyasha observó cómo se abrazaban entre ellos y se susurraban cosas en el oído, y (lo peor, para él) cómo lo abrazaban. No pudo negarse mucho, pues estaba confundido por el llanto de la mamá de Kagome, aunque siguiera sonriendo.
—¡Han comenzado los fuego artificiales! —gritó Sōta, al tiempo que volvía a salir afuera. El abuelo lo siguió, abrazando a su hija (que se había limpiado las lágrimas). Kagome se acercó a Inuyasha, que todavía se mostraba bastante desconcertado.
—Para las fiestas, mamá siempre se pone triste porque extraña a papá —le susurró, mirando hacia ningún lugar en especial. Inuyasha movió una de sus sensibles orejas y la observó de reojo.
Desde hacía algún tiempo, sabía que el señor Higurashi había muerto en un accidente de coches, unos cuantos años atrás. Nunca habló de eso con Kagome. Evitaba el tema a toda costa, pero ahora…
—¿Tú no lo extrañas?
Kagome alzó el rostro para observarlo, sorprendida. Normalmente, Inuyasha no era de hablar mucho. Y menos de hacerle ese tipo de preguntas.
—Sí. Pero sé que nos cuida desde donde esté —sonrió—. No hay motivos para llorar en esta época del año, Inuyasha.
Él la miró sin comprender, pero no tuvo tiempo de reaccionar de otra manera. Pronto, Kagome lo arrastraba afuera tirando de su mano. Hablaba sobre fuegos artificiales, Santa y Superman, pero Inuyasha apenas entendía palabra. Llegaron rápidamente hasta la puerta que daba al patio, donde estaban todos, y la mamá de Kagome gritó un «¡Alto!», emocionada. Inuyasha refunfuñó algo y dirigió su mano libre a la empuñadora de Colmillo de Acero, pero Kagome lo detuvo con un «No pasa nada» y una mirada de tranquilidad. Luego, su madre apuntó sobre su cabeza y sonrió, mientras se subía el cierre de la campera.
Kagome perdió un poco el color de su rostro (o aumentó) y la tranquilidad que tenía se transformó en nerviosismo. Al segundo, dejó de tomar la mano del hanyō. Por su parte, Inuyasha no encontró nada que pudiera llegar a representar una amenaza y miró a la chica a su lado con cara de «¿Y ahora qué?».
—Em… es un muérdago —murmuró, apuntando a la hoja color verde sobre sus cabezas. Inuyasha volvió a mirar arriba y de nuevo a Kagome.
—Sí, ¿y qué?
—Em… Es una… planta asociada a… a los besos.
Se hizo un pequeño momento de silencio, en el cual la señora Higurashi, su padre y su hijo, volvieron a observar la lluvia de colores en el cielo.
—¿Qué?
—Que es una… planta asociada a los besos y la felicidad de… y… ¡la tradición dice que las parejas deben besarse bajo el muérdago! —exclamó, mientras su cara y la cara de Inuyasha adquirían el color de un tomate maduro. Él refunfuñó algo, titubeó un momento y soltó:
—¿Estás… pi-pidiendo que te be-bese?
—¿Qué? No, yo… el muérdago, mi madre… la tradición —se confundió ella, mientras Inuyasha miraba el suelo—. Solo… sí, bésame.
No crean que le fue fácil decirlo, se sentía morir de la vergüenza, pero Inuyasha no era nada comparado… ya se mimetizaba con su haori. La madre de Kagome rió más adelante y Sōta simuló una arcada (aunque también estaba ilusionado de tener al chico de las orejas de perro como cuñado).
Pero, más allá de la ilusión de cualquiera (especialmente la de Kagome, pensando que ese sería su regalo de Navidad), pasaban los segundos y el silencio por parte de Inuyasha estaba transformándose en uno incómodo. Esos de no saber qué decir ni cómo actuar. Y Kagome comenzaba a desmoronarse.
—Olvídalo, vamos a ver los fuegos…
—Te-tenemos que seguir la tradición, su-supongo —tartamudeó él, sonrojado. Ella lo observó un momento y se preguntó internamente si habría tomado demasiada sidra y eso era producto de una alucinación (o bien Inuyasha estaba borracho). Pero, al sentir las manos de Inuyasha sobre su cintura, el frío viento de la noche pareció despertarla de su letargo.
El rostro de él se acercaba al suyo, sonrojado. Kagome casi podía sentir los latidos del corazón de él, desbocados; casi podía sentir como iban sincronizados a los suyos propios. Casi podía sentir el sabor de los labios de Inuyasha; a la timidez desvaneciéndose, abriendo paso al frenesí, a la ceguera de un momento único. La presión sobre su cintura era nerviosa, pero firme. La nariz de Inuyasha tocaba la de ella y se sentía bailando en el limbo sólo porque recibía el aliento de él en su cara.
Él hacía rato que estaba en el limbo bailando «La Macarena», con Shippō y el monje Miroku de coro y Naraku como voz principal.
Pero los momentos mágicos de películas nunca se cumplen con Kagome. Inuyasha captó un aroma extraño (no completamente humano) que alertó a sus sentidos. Se separó de Kagome, tomándola de un brazo y llevándola tras su espalda. Y mientras un «¡Jo, jo, jo!» de lo más ridículo (y al más puro estilo Naraku, según Inuyasha) cruzaba por sus oídos, dirigió sus garras a su espada.
Kagome divisó un gran trineo rojo (liderado por unos animales) surcar el cielo en ese momento y la sinapsis se produjo en su cabeza de la manera más rápida y asombrosa posible.
—¡No, Inuyasha!
Pero, para ese momento, él había desenvainado la vieja espada oxidada, que, en pleno contacto con el aire, se había transformado en Colmillo de Acero. Inuyasha y sus acciones siempre fueron más rápidas que los gritos de Kagome y la compresión de éstos por parte del hanyō. Aquella no había sido la excepción, por lo que el «¡Viento Cortante!» de Inuyasha opacó la exclamación de la chica. Y ya estaba en pleno camino del «coso rojo» que volaba por el cielo cuando la acción de detenerse llegó a la mente de él.
Un segundo después del impacto (y el tremendo ruido provocado por el mismo), Inuyasha volvió a probar el sabor de la tierra.
—¡Serás idiota! —gritó Kagome una vez más—. ¡Siéntate, siéntate! —repitió, histérica, y el poder del hechizo siguió enterrando a Inuyasha en el suelo. Su familia había ido en rescate del trineo y la persona que lo ocupada. Por suerte para ellos (y ahorrándose la demanda de Greenpeace), los renos había sido liberados antes de que el transporte se estrellara contra el suelo, unos cuantos metros más allá (rompiendo parte de la casa).
—Kagome… miserable —murmuró él, intentando zafarse del poder del collar (separarse un poco del piso, escupiendo tierra)—. ¿Qué te ocurre?
Kagome lo observó con los ojos como platos, helada. No sabía cómo putas actuar, ¡nunca había vivido algo así! Pensar que hacía un momento iba a besarse con Inuyasha y ahora era probable que tuvieran a un muerto en el jardín. Y, encima, tenía el descaro de preguntarle qué era lo que le pasaba, haciéndose el inocente.
—¡Inuyasha! —gritó, intentando aclarar todas las dudas—. ¡Acabas de asesinar a Santa!
