Disclaimer: Para JK Millicent no era más que una chica grandota y con un gato. Yo la amoadoro. Este fic ha sido creado para el "Amigo Invisible 2013-14" del foro "La Noble y Ancestral Casa de los Black".

¡Ali! ¡Aquí tienes tu historia de aurores! Tú otra historia de aurores, ya que fanfiction es una puta y no me deja subir el capítulo de la otra. Así que espero que te guste esta. Quizá sea un poco bizarra.

Pero yo siempre he sido muy bizarra. Un besete.

(Disfrutad de la lectura):


PROMETHEUS

I

«Piiiiiii, piiiiii».

Millicent entreabrió los ojos y palmeó la mesilla de noche que se encontraba junto a ella. Había tenido un mal sueño. Uno de esos que se quedan dando vueltas a pesar de que hacía un rato que se había despertado.

Lo peor de todo es que no lo recordaba.

Golpeó con la mano el despertador y, sin querer, lo lanzó al otro lado de la estancia. El cacharro –una antigualla que había heredado de su abuela muggle- soltó un extraño chirrido y dejó de sonar.

Echó las sábanas hacia atrás y sacó las piernas de la cama. Si fuera por ella se daría media vuelta y volvería a dormir. Estaba cansada. Cansada de más.

Quizá no debería haberse tomado aquella última copa.

Pero Pansy se puso tan pesada que, simplemente, había veces que era mejor ceder que tener que aguantarla.

Gruñó –y salió un sonido áspero, como si se tratase de un gorgoriteo. Quizá su última copa no había sido la última. Millicent recordaba haberse subido sobre la barra y haberse puesto a cantar a pleno pulmón.

¿A qué hora habría vuelto a casa?

Salió de la cama. A pesar de estar a punto de entrar en el verano, el piso en el que vivía Millicent era realmente frío. Casi nunca le daba el sol por las enormes ventanas de la casa.

Tanteó la pared hasta que encontró la cinta para subir la persiana. Las primeras luces matutinas iluminaron levemente su habitación. El despertador había caído bien, sobre uno de los muchos montones de ropa sucia que Millicent tenía acumulada sobre el suelo y un par de sillas.

Cogió su varita del bolsillo de la túnica que se había puesto la noche anterior y salió de la habitación. Aquel fin de semana tendría que limpiar su cuarto.

Ya le tocaba.

Con un movimiento de varita, llenó la tetera de agua y la puso al fuego. Dejó la varita allí, sobre la encimera, antes de quitarse una camisa interior y las bragas mientras continuaba su camino hasta el baño.

Encendió el agua caliente –cuánto más, mejor- y se deslizó dentro para darse una ducha rápida. Tenía media hora para ducharse, desayunar, vestirse e ir al Ministerio. Normalmente el tiempo le quedaba largo.

Pero aquella noche había dormido poco y estaba realmente cansada.

Dejó que el agua la arrullara un par de minutos antes de enjabonarse de pies a cabeza. Tenía la sensación de que el olor a humo y a alcohol se le había impregnado hasta la última partícula de su cuerpo.

Había fumado. Uno de esos puros gordos y asquerosos. Pansy se lo había metido en la boca y se lo había encendido antes de que pudiera siquiera reaccionar.

Aún no sabía por qué no lo había escupido.

Es mi despedida de soltera y haremos lo que yo diga.

Salió de la ducha y se cubrió el cuerpo con una de las toallas, sin llegar a secarse, para salir corriendo hasta la cocina. El silbido del agua al hervir inundaba toda la estancia. Millicent cogió la tetera por el protector de plástico y la sirvió en una taza.

Echó una bolsita de té y un par de cucharadas de azúcar. Dudó. Miró el contenido de la azucarera.

Dos más, solo porque necesitaba doble energía aquella mañana.

La dejó enfriándose para volver corriendo a su cuarto, dejando tras de ella pequeños charcos de agua. Se vistió a toda prisa, sin importarle demasiado que la túnica que había escogido para aquella mañana tenía una mancha de café imposible de quitar sobre la pechera ni de que sus calcetines no coincidían.

Quizá su madre tenía razón y no estaba hecha para vivir sola.

Miró la hora en su despertador –las siete y cuarenta y siete- antes de volver a por su desayuno. Al té le acompañaron un par de magdalenas que prácticamente devoró de camino a la entrada de personal del Ministerio.

Llegaba tarde. Muy tarde.

Millicent no necesitaba un adivino para saber que iba a ser un día duro.


—Buenos días, Millicent Bulstrode.

Millicent arqueó una ceja.

—Buenos días a ti también, Ernest Macmillan —respondió con sorna.

Macmillan era un chico alto, grandote, rubio y de ojos oscuros. Vestía una túnica elegante y, sobre el pecho, tenía una de esas chapas identificativas. Millicent lo recuerda de sus años de colegio.

Era un chaval pomposo que se había convertido en un hombre igual de pomposo.

—Un día más en el Ministerio, ¿eh?

—Supongo —murmuró entrando en el ascensor—. Voy al segundo.

—Yo voy a hablar con el Comité de Excusas Muggles —explicó, aunque no le hubiese preguntado, señalando su chapa—. Estoy intentando expandir el negocio familiar y quiero que me aprueben un par de proyectos.

—Pensaba que tu familia hacía quesos.

Macmillan se ruborizó hasta las cejas y se aclaró la garganta. Eso también lo hacía en el colegio: ponerse sonrojado. Como si fuera un especie de damisela en peligro.

—Bueno, sí, pero no solo eso. Tenemos más negocios, ¿sabes? El clan Macmillan…


Como esperaba, cuando llegó ya había terminado la reunión matinal.

Cuando entró en la oficina de aurores se detuvo justo a su entrada, respirando con dificultad. Había echado a correr las últimas dos manzanas hasta allí –lo cual era ciertamente complicado cuando una se intentaba poner la gabardina del uniforme mientras desayunaba.

—Llega tarde, señorita Bulstrode —anunció la voz quebradiza de la señora Bishopper. Millicent se irguió lo máximo posible, intentando mantener los hombros rectos, y giró la cabeza hacia ella.

—Lo siento, señora.

Bishopper era una mujer muy mayor que llevaba allí desde antes de que Hogwarts se construyera, por lo menos. Era la secretaria de Potter. Y antes que la de Potter había sido la de Robards y la de Scrimegeour. Millicent estaba segura de que había oído alguna historia sobre ella a su abuela –la bruja, no la muggle, por supuesto-, que había sido Ministra de Magia muchos años atrás.

—El Jefe Potter quiere hablar contigo —dijo la anciana. Tenía una nariz alargada, con la forma de un águila, y el pelo plateado empezaba a escasearle—. Está esperándola en su despacho.

Millicent tragó saliva y miró a la puerta de su despacho. ¿Tan grave había sido que llegara ligeramente tarde?

—No tiene todo el día.

—Vale, vale —asintió dando un par de pasos al frente.

Aspiró hasta llenar sus pulmones de aire y lo dejó escapar lentamente antes de dar un paso al frente. Notaba la mirada de la señora Bishopper sobre ella, como si fuera un águila sobre su presa.

Levantó el puño y llamó, intentando imprimir en su gesto la valentía que no poseía.

—Adelante.

La voz al otro lado de la puerta sonó calmada. Millicent solo esperaba que no fuera la calma que precedía a la tormenta.

Que estuviera de buen humor. Por favor.

—Potter, me ha dicho Bishopper que querías hablar conmigo —dijo intentando que su tono no vibrara demasiado.

Potter, el Jefe de Aurores más joven de la historia, levantó la cabeza. Seguía pareciendo el niñato que conoció en Hogwarts. Con aquel pelo imposible –Millicent estaba segura de que si se lo cortaba un poco más parecería más serio- y las mismas gafas redondas de siempre.

También parecía mucho más cansado. Como si hiciera semanas que no dormía una noche entera.

—Pasa, Millicent.

Millicent parpadeó. Odiaba que hiciera eso. Desde que lo habían nombrado Jefe de Aurores había tomado por costumbre llamar a todos sus hombres por el nombre de pila. Y era raro que lo hiciera, teniendo en cuenta que Potter, para ella, era y siempre sería Potter.

Y, bueno, si estaba con Pansy y había bebido un par de copas de más San Potter.

Oh.

Mierda.

Quizá le había llamado así.

Quizá había llegado a sus oídos.

Quizá no era una cuestión de llegar tarde, sino más bien de respeto.

Tragó saliva nerviosa.

Dio un par de pasos tambaleantes dentro de su despacho. Era un lugar caótico, casi tanto como la propia casa de Millicent. Había más archivos de los que debería, memos olvidados en todas partes y una planta muerta en un rincón.

—¿Por qué no te sientas? —le propuso señalándole un par de butacas que tenía frente a su escritorio.

Obedeció. Con paso lento, arrastrado la silla por el suelo y produciendo un incómodo chirrido. Potter no movió ni un músculo hasta que ella tomó su posición.

—¿Qué tal todo, Millicent? ¿Tienes ganas de un trabajo de campo?

Millicent parpadeó.

—¿Perdona?

Potter se ruborizó un poco y se aclaró la garganta, antes de repetir.

—Que tengo una misión para ti.

Millicent se relajó visiblemente. Se echó su cabello corto hacia atrás y lo miró con interés. Le encantaba trabajar de campo. Siempre era emocionante. Interpretar un papel…

—Quieres decir… ¿con disfraces? ¿Infiltrada?

Potter asintió.

—Es un trabajo delicado —dijo, apoyando sus codos sobre la mesa y echándose hacia delante—. No sé si lo habrás leído en la prensa, pero están desapareciendo muggles.

Millicent arrugó la nariz. Sí, claro que lo había leído. El Profeta hablaba sobre un mago que se divertía atacando y mutilando muggles.

—Pensaba que lo llevaban McLaggen y Weasley.

—Hemos encontrado algunos problemas con su… infiltración. —Potter parecía un poco incómodo—. Creo que serás la persona adecuada para ese trabajo.

Había algo, algo en la forma en la que lo decía, en la forma en la que sus manos se juntaban…

—¿Qué problemas?

—Demasiado masculinos.

Millicent parpadeó.

—¿Y te parece que yo soy lo suficientemente… femenina para dicho trabajo?

No era estúpida. Desde que tenía doce años era más corpulenta que la mayoría de sus compañeros de clase, incluido Potter. Eso sin contar que la última vez que se había maquillado había sido porque Pansy lo había hecho por ella.

—¿Sí?

—¿Sí? —repitió Millicent arqueando las cejas.

Potter suspiró e inclinó la cabeza.

—Tiene que ver con el perfil de las víctimas… —Potter volvió a ruborizarse, como si acabara de recordar algo, y negó con la cabeza—. Ni Ron ni Cormac dan el perfil. Tú… sí.

—No lo entiendo.

—Verás. —Se pasó una mano por el pelo, revolviéndoselo aún más. A Millicent le recordó –aún más- al Potter de sus años en el colegio. El que vencía a un seguidor de Quién-tú-ya-sabes por año pero que era incapaz de aceptar los elogios de una muchachita con coletitas—. El perfil de las víctimas es muy específico. Son mujeres que… que, bueno…

—¿Gordas? —le interrumpió arqueando las cejas. No es como si eso la afectara. Ya no tenía quince años: había aprendido a aceptarse tal y como era. Además, tampoco estaba tan descompensada.

—No.

Millicent arrugó el ceño. ¿Qué otra característica tenía ella que le permitiera infiltrarse mejor que cualquier otro?

—¿Tetudas?

Potter volvió a ruborizarse.

—Merlín, no. No es eso. Son mujeres que venden su cuerpo por dinero.

—¿Perdón?

Potter la estaba llamando… ¿puta?

—Eso.

Potter volvió a llevarse las manos a la cabeza.

—Vale, Potter —accedió para agilizar las cosas—. Dejemos ese tema a un lado. Trabajo de campo. Infiltrada. ¿Durante cuánto tiempo?

—Protocolo de cuarentena.

Protocolo de cuarentena. Cuarenta días sin ningún asesinato o hasta que el responsable apareciera. Vale.

—¿A tiempo parcial o completo?

—Completo, me temo.

Eso era más desagradable. Significaba que nada de lechuzas, ni contacto con el mundo mágico.

Pansy iba a matarla.

—¿Cómo muggle?

—Como muggle —asintió.

Apretó los labios. Eso le gustaba aún menos.

—Yo no sé nada de muggles, Potter.

—Un miembro del Comité de Excusas para los Muggles se pasará a la hora del almuerzo para… instruirte.

—¿Algo más?

—Estas… estas mujeres se dedican a…

—Potter, no sé por qué estás tan nervioso. Haz el favor de relajarte.

Potter tomó aire. Muy lentamente.

—Su trabajo no te afectará en absoluto. Te lo prometo.

Millicent asintió, con menos confianza de la que sentía.

—¿Puedo leer los informes de la misión?


—Bulstrode, ¿estás lista?

Millicent levantó la cabeza. Llevaba tres días preparándose para lo que iba a ser su vida durante las próximas semanas. Quizá meses. Las manos le temblaban.

Estaba más asustada de lo que creía posible.

—Nunca.

Weasley llevaba ropa muggle y sonreía. Millicent tenía la impresión de que se estaba burlando de ella.

No lo culpaba. Millicent se reiría de ella misma si pudiera.

Potter le había llevado una maleta con diversos conjuntos. Cuando le había visto ruborizarse y balbucear una disculpa debería haberse percatado. Debería haberse dado cuenta.

Se subió el escote del corsé de cuero y suspiró, incorporándose. La maleta también había sido acompañada por algunos de los tacones más altos que había visto en su vida.

¿Cómo se suponía que iba a dar dos pasos seguidos con aquellas cosas?

—¿Algún consejo?

Weasley le ofreció el brazo y la ayudó a terminar de levantarse.

—Captúralo cuanto antes. Esta misma noche si puedes. —Era una broma. Se suponía que debería sonreír y responder alguna tontería valiente. Estaba aterrada—. No te preocupes, Bulstrode. Todo irá bien.

Suspiró y se bajó un poco la falda.

—Los muggles tienen unos gustos muy raros. E incómodos.

—Venga, no es para tanto. Lo harás bien.

Weasley le palmeó el hombro antes de girarse hacia la salida de la oficina.

Echó un último vistazo a su lugar de trabajo y suspiró. Ser auror era tan desagradecido algunas veces.


Weasley prácticamente la echó de su coche. Millicent dio un par de pasos fuera, encogiéndose ante la oleada de frío que la rodeó.

—¡Cabronazo! —le chilló con un tono de voz más agudo del usual.

Con una sonrisa de ánimos, cerró la puerta del copiloto y apretó el acelerador.

Millicent suspiró antes de voltearse y enfrentarse a la calle. Estaba prácticamente a oscuras, a excepción de los focos puntuales de las farolas. Relativamente cerca de ella estaban un grupo de tres mujeres. Eran altas, llevaban peinados imposibles y trajes diminutos.

—Hombres —dijo dando un par de pasos hacia delante –y tropezándose en el camino.

Las mujeres soltaron una risa floja. Millicent compuso una sonrisa amable.

—Niña, qué nos vas a contar —dijo una de ellas. Rubia, altísima y con un tipo que haría enrojecer a Pansy.

—Pero, ¿qué ha pasado? —Una mujer más bajita, con algo de barriga y escaso pecho dio un par de pasos hacia delante. Lo más llamativo era su cabellera: larguísima y rosa.

Millicent se aclaró la garganta y colocó, estratégicamente, una mano en su cintura.

—El nene —respondió, intentando no asociar a Weasley con nene—, que tiene unos gustos un poco… raros.

Las mujeres rieron como si acabaran de contarles un chiste divertidísimo. Le recordaba a la risa que usaba Pansy cuando Daphne llegaba con algún cotilleo. Millicent intentó sonreír.

—¿Y tú te negaste? —preguntó con un brillo extraño en los ojos.

Millicent se aclaró la garganta, intentando pensar en algo asqueroso. Lo suficientemente asqueroso como para que aquellas mujeres, con mucha más experiencia sexual que ella, le dieran la razón.

—Te pidió que te lo tragaras, ¿verdad? ¿Por eso se enfadó? —dijo una chica jovencita, con el cabello oxigenado.

Millicent parpadeó.

Eso no era desagradable, por lo menos no una vez que te acostumbras. Era algo íntimo, una parte más del sexo. Pero la chiquilla lo había dicho con una vocecilla tan aguda, tan comprensiva.

Se aclaró la garganta.

—¿Te lo puedes creer? Hay algunos que no aceptan un no por respuesta.

—Pues qué queréis que os diga, yo sí que me lo trago —comentó la rubia altísima peinándose con una mano—. Y a ellos les encanta. Les excita muchísimo.

Las mujeres volvieron a dejar caer una risilla floja. Millicent, que no se sentía cómoda en medio de las tres, simplemente sonrió.

—Tú no eres de por aquí, ¿verdad? Nunca te había visto por aquí.

—No, no. Acabo de mudarme. De Escocia —explicó ofreciéndoles la mano—. Me llamo Millicent.

—Soy Scarlet, cielo —dijo la alta, inclinándose y dándole un beso en la mejilla—. Y tú deberías buscarte otro nombre artístico. Qué poco encanto.

—Ignórala, se cree una especie de diva —explicó la mujer de pelo rosáceo—. Yo soy Layla. Y esta de aquí es Dolly.

—Hola.

Dolly sonrió, enseñando los dientes. Unos dientes pequeños y blancos, casi juveniles.

—Tus tetas… son operadas, ¿verdad? —preguntó Scarlet acercándose demasiado y presionando uno de sus dedos sobre ella. Millicent, en cualquier otra circunstancia, la habría apartado con un empujón y habría sacado su varita.

En esa, simplemente intentó encontrar paciencia.

—¿Perdón?

—Tienen que serlo, ¿verdad? Se nota muchísimo… Son enormes. Estoy segura que más de uno te busca por ese par, ¿eh?

Millicent miró a las otras dos. Dolly sonreía, como si fuera lo más gracioso del mundo.

—Bueno, no eres la única que ha pasado por un quirófano. Felicidades.

Scarlet hizo una mueca y se apartó un poco de Millicent.

—Todavía es temprano. Niñas, me voy a dar una vuelta a ver si consigo un trabajillo antes de volverme a casa. —Scarlet se alejó de ellas y se despidió con la mano.

En cuanto desapareció por la esquina Millicent se sintió realmente aliviada.

—¿Y ya sabes por qué zona vas a ponerte?

Paseó la mirada por la calle. Apretó los labios.

—No sé, ¿aquí mismo?

Dolly y Layla intercambiaron una mirada divertida.

—No has hecho esto mucho, ¿verdad?

—¿Te apetece tomar un café en mi casa? Podríamos buscarte un nombre molón y contarte cómo funcionan las cosas en Londres. ¿Tienes algún anuncio?

Dolly la cogió de la mano y tiró de ella. Millicent abrió la boca, sin saber qué decir. Se suponía que su prioridad iba a consistir en buscar desde dentro al asesino de muggles. A Jack el Mutilador, como lo había llamado un miembro de la prensa muggle.

Pero aquello tampoco era mala idea.

Además, no se sentía a gusto con todo aquello.

—No. Todavía no.


Continuará.