El frío calaba los huesos de sus manos; ése día en particular había hecho más frío del usual, sin embargo no había llovido.

Un hombre que rezaba sobre la pequeña tarima observaba al joven con pena y empatía, mas sólo se limitaba a hacer su trabajo. El ataúd comenzó a descender lentamente, haciendo que el joven rompiera su silencio con un ahogado sollozo, sintiendo como las lágrimas caían por sus heladas mejillas; limpió su rostro con el dorso de su antebrazo, manchando su abrigo con lágrimas y restos de mucosidad, intentando mantener la compostura. Estaba solo, completamente solo. El hombre dentro del féretro había sido su única familia los últimos quince años, quien lo había adoptado y forjado como persona; a quien le debía su vida.

–Niño… ya deberías irte -dijo el reverendo, quien minutos atrás daba la cátedra funeraria-.

–No se meta en lo que no le incumbre -respondió el joven de oscuros cabellos con destellos verdes-, su trabajo terminó, ya puede retirarse -frunció el ceño, molesto. El religioso lo miró claramente ofendido y luego se retiró, farfullando al alejarse unos pasos-.

No había flores sobre la rejilla que cubría el ataúd, ni siquiera reparó en ello. Dobló sus rodillas y se dejó caer junto a la fosa; la congoja se agolpaba en su garganta, comenzando a llorar una vez más.

–Prometo que saldré adelante… Cid, no desperdiciaré la vida que me has dado y… -volvió a sollozar- devolveré todo lo que me diste a alguien que lo necesite tanto como yo te necesité a ti… -esperó un par de minutos para intentar recobrar la compostura, se puso de pie y se alejó lentamente sin voltear atrás, sintiendo cómo una parte de su corazón se alejaba, quedando dentro de aquel ataúd-.

Todo había sucedido demasiado rápido como para asimilarlo. Un día su padrastro y gran amigo comenzaba a tener migrañas y al otro estaba muriendo debido a un cáncer, todo en menos de un año… No sabía qué hacer, sólo tenía diecinueve años y aún le faltaban unos meses para terminar la escuela. Suspiró con pesar, observando el baho formarse al exhalar; caminaba en dirección a su casa, sin embargo no le apetecía regresar a ésta aún. Caminó y caminó por horas, alarmándose al apreciar el crepúsculo; rodó los ojos, observando los alrededores para ubicarse en el mundo.

–Bien… sigo aquí.

Se encontraba en los faldeos de un pequeño cerro, ubicado a unos veinte minutos a pie de su casa; metió su mano izquierda en el bolsillo de su chaqueta y tomó su cigarrera de cuero, sonrió al tenerla a la vista, recordando cuando su padre se la había regalado al volver de unas vacaciones personales. La abrió y sacó un cigarrillo de su interior, con su mano derecha buscó su encendedor en el otro bolsillo de su chaqueta para después incinerar el extremo con tabaco; inhaló el humo de la combustión, relajando el cuerpo al sentir sus pulmones y estómago llenarse con dicho humo.

Se sentó en una banca que estaba en el camino, disfrutando de su cigarro mientras pensaba en todo lo ocurrido mirando al suelo; al consumirlo por completo encendió otro… la ansiedad le estaba ganando.

Se enderezó y recargó su espalda en el respaldo de la banca, observó a su alrededor al notar que los focos comenzaban a encenderse; exhaló otra bocanada de humo y luego suspiró. Sentía que había perdido la batalla ese día, aunque haya sido todo lo contrario… Lograr asistir al funeral de El Cid había sido como ganar una guerra, aunque fuese una victoria amarga.

–Creí… que al menos iría alguien además de mí -susurró al aire-. Eras un subnormal sin amigos, viejo quejumbroso… -habló y sonrió por primera vez ese día al mirar el cielo cubierto de nubes-

La brisa agitó su cabello y le hizo sentir escalofríos, estremeciéndose notoriamente; dio la última calada al cigarro y arrojó lejos la colilla al chasquear sus dedos pulgar y medio, perdiéndola de vista en una fracción de segundo.

–Es hora de volver a la realidad… -se puso de pie y comenzó a caminar, perdiéndose de la vista del lugar en pocos segundos-

El sonido de la lluvia lo despertó.

Se acomodó entre las ropas de cama, agradeciendo internamente haber aumentado la cantidad de frazadas sobre la misma la noche anterior. Observó el techo un par de minutos intentando pensar qué hacer ese día, mas sólo se limitó a contemplar las imperfecciones del mismo con detenimiento, manteniendo su mente en blanco; lo mejor sería improvisar.

Se levantó con rapidez, intentando no perder el entusiasmo al hacerlo. Salió de su habitación y caminó por el pasillo, deteniéndose frente a la alcoba de El Cid… Abrió la puerta y entró sin más, caminó hacia la ventana y la abrió; no toleraba el aroma que había inundado el lugar, la cual sólo le recordaba a la muerte de su padre.

Abandonó el lugar con rapidez, cerrando la puerta a sus espaldas, advirtió un nudo en su garganta y fuertes punzadas en su pecho; caminó con rapidez a la cocina en un vago intento por olvidar la desagradable sensación de pérdida y soledad que arremetían en su contra.

–En algún momento deberé desocupar esa habitación… -habló solo mientras llenaba con agua un hervidor eléctrico- Lo haré hoy mismo -dijo decidido- o jamás podré.

Preparó una taza de café y tostó algo de pan; desayunó en paz mientras pensaba qué hacer con todas las pertenencias de su padre, llegando a la conclusión de conservar sólo lo más importante y estrictamente necesario, después de todo él ya no las necesitaba.

Se levantó y caminó nuevamente hacia el baño, una vez dentro sacó un par de bolsas de basura que guardaban dentro de un pequeño mueble bajo el lavamanos; una vez juntó todos los útiles de aseo necesarios se dirigió a la habitación. Al entrar, una acuosa y álgida brisa golpeó su rostro, haciéndole estremecer de frío; caminó hacia la ventana y la cerró, suspirando sonoramente al terminar la acción.

Tardó un par de horas en desocupar los muebles donde yacía la ropa que su padre usaba, pero al fin había terminado con dicha tarea, secó su frente con el dorso de su antebrazo después de hacer un nudo a la última bolsa; fue a la cocina por una botella con agua y bebió desesperado para saciar su sed mientras caminaba de vuelta a la habitación donde trabajaba. Al llegar al umbral de la puerta se detuvo, escrutando analíticamnte todo, reparando en el pequeño escritorio donde su padre todas las noches escribía. Escribir… ¿Qué escribía? Llevó su siniestra hasta su barbilla y comenzó a recordar.

Su padre siempre escribía en el mismo libro, uno muy grande y viejo. Las pocas veces que le preguntó qué escribía, éste le respondía que no era nada importante… Buscó con la mirada dicho libro en el escritorio, luego caminó hacia él para buscarlo, sin resultados positivos.

–¿Dónde lo escondías…?

Se preguntó en voz alta entretanto volteaba para imaginarse en qué otro lugar podría estar dicho libro, sin embargo, el sonido de la escoba al chocar contra el suelo lo sobresaltó al punto de casi asustarse; suspiró con alivio al notar que sólo había sido el objeto mencionado, al acercarse a recogerlo su ceño se frunció notoriamente, volteando a ver hacia su derecha. La escoba había dado a parar a los pies del clóset y Shura, al agacharse, descubrió un cofre para nada discreto en el compartimiento inferior; apartó la escoba y sacó de un solo movimiento el cofre.

El objeto parecía estar forrado por cuero, con los vértices recubiertos con un metal dorado bastante envejecido, la cerradura parecía bastante antigua debido a los complejos tallados que poseía. Llevó sus manos hacia la ella y lo abrió con éxito, agradeciendo internamente que no estuviera cerrado con llave, ya que de ser así hubiese tenido que dañar la hermosa estructura al forzar su apertura.

–Vaya… debo admitir que lo supiste esconder muy bien.

Un sinfín de fotografías llenaban el cofre sin dejar ver qué más ocultaba, tomó algunas y las ordenó para después contemplarlas con detenimiento. Grande fue su sorpresa al reconocer a su padre en ella, sin embargo, éste no parecía tener más de veinte años.

–Probablemente tenía mi edad…

Dijo analizando su rostro sonrojado con una leve sonrisa, pero no fue hasta que reparó en ello que advirtió la presencia de otro individuo a su lado.

–¿Quién es él?

Preguntó. El hombre junto a su padre sonreía ampliamente mientras saludaba a la cámara; sus cabellos azules estaban peinados hacia atrás y su tez pálida brillaba con el sol; ambos usaban prendas similares simulando ser aristócratas del siglo XVII. Giró la fotografía, encontrando palabras escritas en él.

«Gracias a ti la presentación fue todo un éxito ¡Cid, eres el mejor!»

Su padre no había escrito eso, no era su caligrafía minuciosamente escrita, por ende asumió que lo había escrito el hombre desconocido. Continuó revisando las otras fotografías, sorprendiéndose al encontrar a su padre acompañado en todas ellas por el hombre desconocido; no fue hasta leer la contraparte de la última imagen que supo su nombre,

–Manigoldo…

Tomó el libro en el que Cid escribía, el cual había aparecido bajo la inmensidad de fotografías, lo apreció durante segundos que parecieron horas, dudando de ver su contenido. Levantó la tapa, encontrándose con la primera hoja, la cual tenía un corto párrafo escrito.

«Si estás leyendo esto es porque algo debió sucederme o alguien ha usurpado mi propiedad, ya que jamás permitiría que alguien se adentre en mi corazón…»

El pelinegro tragó grueso, tensandose por lo escrito en esa hoja, la culpa lo invadió y cerró de golpe el libro; se puso de pie con rapidez y salió corriendo del lugar.

–¡Lo lamento, padre!

Gritó a la nada al detenerse en la sal de estar, tomó las llaves de la casa, abrió la puerta de entrada y huyó sin rumbo fijo, sintiéndose un asco de ser humano al indagar en la privacidad de alguien muerto.