Ángeles

I

Toda su vida supuso que los camerinos donde los artistas se alistaban antes de salir eran bulliciosos y desordenados, eso debido al paso apresurado de éstos y sus ayudantes cuando se encontraban a punto de salir, pero los que tuvo en frente al pasar por la puerta de emergencia no eran así; tan solo había enormes espejos alineados en el centro del galerón, de suelos de madera, donde aquellas miserables criaturas, esclavas del deseo ajeno, se arreglaban para el deleite de sus amargos amos. Algunos jovencitos, de no más de dieciocho años, se colocaban sus trajes con calculada lentitud, la piel pálida de las incesantes sangrías, como si se aseguraran de que todo estuviera en su posición de la manera más perfecta posible. Ella misma pasó por aquello antes, lo sabía.

-¿Nombre? –Dijo una suave voz a su lado, elegante.

Llevó sus ojos color ámbar hacia aquella persona, tratando de no verse como una ajena al ajetreo; notó sus bellos rizos cobrizos casi rubios, su azulada y fría mirada, su piel pálida y sus finos labios, como si hubiesen sido delineados con un delicado cincel, vestido elegantemente en un traje color azul marino, perfectamente ceñido a su cuerpo por sastre especializado. Era un adolescente eterno disfrazado de adulto, aquel muchacho que fue el maestro de su amo, a quien siempre anheló conocer. "¿Qué fue lo que viste en él?", era lo que más deseaba preguntarle, pues se idealizó durante mucho tiempo lo que haría si lo mirase. Sin embargo su mente se mantuvo hermética ante él, pues era uno de los antiguos.

-Elisa. –Susurró levemente ella, mostrándose tan dócil como los demás que cruzaban los suelos de madera como fantasmas.

-Tu sangre… tiene un hermoso perfume. –Había dicho aquél muchacho, curioso. –Pero ya perteneces a alguien, sin duda, lo cual es una pena para tan hermosa obra si aquél que te tuviese no fuese merecedor de ello. ¿A quién le sirves, Elisa?

-Daniel. –Contestó nuevamente. No lo sabía, ¿cuánto tiempo había pasado ya? Puesto que su marca se borraría en poco tiempo, y así ella…

El adolescente se sobresaltó notoriamente al escucharla, como si se viese sorprendido por aquello. Fue completamente natural para ella su reacción.

-¿Qué pretendes viniendo aquí? –Cuestionó. Sin embargo no se escuchaba molesto.

-Despedirme.

La fina y blanca mano del Maestro se dirigió hacia el rostro de ella; Elisa cerró los ojos en ese momento, sintiendo los fríos dedos de porcelana rozar sus párpados, el puente de su nariz y sus labios, tal como si delineara una escultura de mármol. Escuchó el resoplido, sintió su aliento templado en un suspiro de frustración contenida.

-Eres lo mejor que hubiese podido conseguir… y te ha tirado como acostumbra hacerlo. No ha dejado su esencia humana después de tantos años, se aburre rápido, es incapaz de contemplar la belleza de lo efímero. Irás al final, Elisa.

Cuando ella abrió los ojos, el bello adolescente ya no se encontraba allí.

II

Escuchó aplausos, escuchó aquellas típicas risas despreocupadas, arrogantes, de quienes tienen todo el tiempo del mundo para contemplar lo "efímero"; miraba su reflejo en uno de los enormes espejos que estaban en el centro, ya habiendo terminado de arreglarse. Llevaba un vestido completamente negro, de fino encaje y velo, el corsé estrujando su respiración, descubriendo por completo sus hombros y escote marcado, de donde colgaba aquella fina cadena de plata que Daniel le había obsequiado ya bastantes años atrás. La falda caía sin vuelo entre velos cruzados. Su cabello castaño estaba atado en una cascada de rizos a su espalda con un hermoso broche largo que llevaba piedras preciosas color vino, descubriendo completamente su rostro cargado con maquillaje: sombra negra resaltando sus ojos claros, labios intensamente rojos sobre piel pálida. Parecía el cisne negro.

-Ballet. –Susurró apenas.

Terminó colocándose sus largos guantes de encaje, volviendo a mirarse en el reflejo del espejo; estaba lejos de parecer una mujer bella para la sociedad actual, pero en ese mundo ella era una gloria inalcanzable, una delicia anhelada por todos… todo por aquella fragancia imperceptible para ella y cualquier otro humano normal, un perfume que extasiaba a los inmortales hasta límites insospechados.

Ellos. Vampiros. De donde su amado Daniel también pertenecía.

III

Caminó entonces hacia el escenario cuando el Maestro la presentó, la última dama de la noche; estaba muy lejos de sentirse nerviosa a pesar de las circunstancias y a lo que iba a enfrentarse, quizá abordada por las emociones ajenas que aun podía percibir gracias a la esencia de Daniel. El escenario estaba despejado de adornos, tan solo el fondo y el suelo lustrosamente negro, los reflectores apuntando al centro de éste, donde ella debía colocarse para comenzar.

El público era pálido, elegantemente ataviado para la ocasión, de frías miradas y ademanes estéticos, calculados, como si los practicaran frente a un espejo para que quedaran armónicos. "Sé mía". La primera vez que Daniel le dejó probar su sangre vampírica fue en ese mismo teatro; ahora mismo debía estar en uno de esos palcos elegantes, atado a otra esclava más joven que ella. "Apenas tengo veintitrés años. No es mi edad, ¿por qué te fuiste, Daniel?"

El sonido de los cellos le indicó el inicio. Las miradas de deseo cayeron en ella como usualmente ocurría cuando estaba andando entre ellos… pero la huella de Daniel aún estaba en ella, eso impedía que la mataran desangrándola. Su voz sonó entonces, alta y magnífica, su talento tan asediado y necesario entre aquellos que buscaban ser siervos de aquellos seres tan fríos.

Cuando Daniel entró a su vida ella no era nada. Tenía catorce años, y fingía tener dieciocho para evitar que la policía les cayera encima y hubiese consecuencias legales; vivía entre mini faldas, tacones y un exceso de maquillaje… drogas, alcohol y sexo, mucho sexo. Todo sin ser consensual.

No era más que una prostituta barata, mercancía con la que su tío comercializaba.

Aquella noche estaba planeada para ser su última noche, al menos en su cabeza; recordaba con suma nitidez que había sido el único momento en toda su vida en el que se sintió completamente libre, dueña de sus propias decisiones.

Había un vitral que las separaba de los clientes, donde las exhibían como si fuesen un accesorio a rentar; la mayoría de sus compañeras estaban ya demasiado drogadas como para poder notar la realidad en la que vivían, mirando taciturnas a los clientes y los morbosos que se acercaban, apuntándolas y riéndose de ellas. Ella misma no había llegado a ese grado, pues había sido más dócil que esas pobres criaturas torturadas, pero esa noche no le importaba nada más que su plan… al menos hasta que se topó con aquellos ojos violetas, con aquellos cabellos claros pulcramente peinados, con su piel de porcelana blanca, sus finos y perfectos labios. Resaltaba entre la multitud por su atuendo elegante, sus zapatos a la medida, su abrigo café oscuro de marca reconocida.

Él la había pedido. Toda la noche.

¿Qué importaba? Esa sería su última noche.

El viento estaba fresco y calmo cuando abrió los ventanales de aquella burda habitación, donde solía recibir a sus clientes diurnos y nocturnos, en el cuarto piso del edificio que pertenecía a su tío; había salido al balcón de la habitación, convencida de que la altura sería la suficiente como para partirle la cabeza y llevarla por la vía rápida al infierno. Sería libre. Iba a volar.

Iba a morir. Moriría. Eso anhelaba con toda su alma.

-Komm, süser thod. –Pronunció de forma lúgubre.

Subió entonces al barandal de metal, descalza, sintiendo el frío del metal, guardando el equilibrio durante unos momentos; observó la calle debajo, la gente caminando tranquilamente, las luces de las farolas prendidas para iluminar la escasamente transitada calle. Abrió los brazos como si de un ave se tratara, un ave a punto de emprender su vuelo. Notó que lloraba.

-¿De verdad tanto anhelas morir?

Su cliente había llegado antes de lo previsto, pero su adrenalina era tal que podría saltar en ese momento sin importar las secuelas psicológicas que pudiese dejar en aquél individuo; sin embargo, a pesar de sus ideas fatalistas pasando por su mente a velocidades excesivas, tuvo el impulso de girarse para mirarlo… y fue su perdición.

Aquel elegante hombre sonreía como si la escena fuese algo normal para él; su dentadura era blanca y perfecta entre sus finos labios de hombre. Sus ojos eran de un color azul muy intenso, tanto que podría jurar que eran de color violeta… completamente hipnotizantes, como los de una cobra venenosa a punto de atacar, sumamente peligroso y hermoso en cierta manera. Parecía disfrutar de lo que veía, a una pobre muchacha de cabello rubio desteñido, cayendo maltratado por sus hombros hasta su escaso pecho, de ojos color ámbar, en un vestido blanco y descastado que mostraba más de su cuerpo infantil de lo que ella hubiese deseado. Una niña andrajosa y patética.

-Vaya visión que tienes de ti misma. –Dijo, como contestando a sus pensamientos, algo que la asustó de repente. –Pero si tantos deseos tienes de morir, puedo darte lo que deseas de una manera placentera y beneficiosa para ambos. ¿Te interesa?

Podía sentir en ella que algo no estaba bien con aquella extraña sugerencia. Sin embargo decidió que no perdía nada con saber, al fin y al cabo iba a morir ya fuese saltando o en manos de, aparentemente, un homicida; movida por un extraño destello de fe, como algo ajeno a ella, bajó del barandal con precaución y comenzó a caminar hacia aquél atractivo hombre, que en apariencia no debía pasar de los treinta años. Se mostró anormalmente anhelante, deseosa, como si estuviese igual de drogada que sus compañeras de infortunio.

-¿Quién eres? –Cuestionó ella, inocente, tan pronto estuvo frente a él. Le llegaba apenas al hombro.

-Tu sangre… tiene un perfume maravilloso. –Había dicho él en un tono de voz suave, seductor. La había tomado del mentón delicadamente con su mano. Se notaba muy frío.

-¿Mi sangre? –Se extrañó, pero no se asustó con aquello.

-Déjame ayudarte.

Cerró los ojos en ese momento, sintiéndose extasiada con aquello. ¿Qué?

Sintió sus labios fríos recorrer la piel de su cuello, su aliento templado chocando contra éste, su lengua húmeda probándola lentamente como si se tratara de un postre delicado… y entonces, ese punzar de dolor que la invadió por completo en una fracción de segundo. La había mordido con fuerza, arrancándole un gemido entrecortado, pero no pudo mover siquiera un dedo, como si estuviese congelada. Sintió su sangre abandonar su cuerpo, una succión a la que él la tenía sometida.

Oh, era tan placentero en ese momento. Aquél hombre estrechaba su cuerpo en un abrazo constrictor, como si quisiera drenar hasta la última gota de su sangre, mientras su mano derecha navegaba por su vestido, arrancándolo con fuerza asombrosa, para posar su mano entre sus pechos escasos buscando el latido de su corazón acelerado. Era maravilloso.

-Vampiro. –Susurró antes de perder el conocimiento.

IV

Los vampiros son maestros del engaño, del placer incontrolado, de las emociones intensas, y del dolor. Lo aprendió de la peor manera.

Él no la había dejado morir esa noche, tal como lo había prometido. Por el contrario, la había llevado de alguna forma a un hotel de cinco estrellas, una hermosa y elegante suite en el último piso de ese ostentoso edificio, de esos lugares que ella solo había visto en revistas de moda. Fue ese el sitio donde él le ofrecería el trato que sellaría su vida por siempre.

-Puedo darte todo lo que desees, lo que siempre has soñado. –Habló él con propiedad y acento, caminando a lo largo de aquella hermosa habitación, mirándose impecable, la arrogante sonrisa pintada en sus labios, con los ojos violetas clavados en ella tan fijamente que dolían. –Dinero, ropa, joyas, casas… tú dímelo, nada es imposible para mí, Elizabeth. Tan solo debes aceptar ser mía, y dejarme probar tu dulce sangre.

-¿No me convertiría eso en tu esclava? –Se atrevió a cuestionarlo, encogida en una esquina de aquella amplia y suave cama, de acolchado edredón. Aun dolía su cuello, como si un ligamento de pronto se hubiese encogido entre su hombro y cabeza.

Se había detenido en ese momento, mirándola fijamente, provocando en ella un extraño terror e incertidumbre.

-Los esclavos no andan por allí caminando libremente a la luz del día, tan magníficamente vestidos, y sin mayor preocupación más que en qué gastar su tiempo libre.

Lo aceptó con la facilidad con la que se acepta un vaso con agua, puesto que en ese momento no era más que una niña queriendo huir de su terrible realidad; y era lo que aquél elegante personaje le ofrecía, un trozo tentador de paraíso que sonaba a una falacia. Aquél pacto se selló entre ambos en el momento que ella asintió apenas con la cabeza, y él se había acercado para obsequiarle un dulce beso en los labios, el primero de muchos, gélido, algo que nunca antes había probado.

-Dime tu nombre. –Dijo Elisa tras aquél frío beso, el cual la había dejado sin aliento.

-Daniel. –Susurró aquél bello y temible ser, antes de apoderarse de su boca nuevamente.

"Daniel". No le hizo el amor como ella lo hubiese esperado (estaba muy acostumbrada al trato garrafal de sus clientes); el resto de aquella nublosa noche, aquél joven la pasó aspirando el aroma de su piel, tocándola con aquellos dedos gélidos y suaves como el terciopelo, como el mármol helado y fino, mordiéndola sin hacerle mayor daño que estremecimientos involuntarios… parecía como si ella lo embriagara en un nivel desconocido.

Sentía, ilusa, que tenía cierto poder en él.

V

"¡Elisa!"

Pudo escuchar su voz en su mente mientras deleitaba a aquellos con el poder de su voz y su fragancia… ¿hacía cuánto tiempo que no sentía su presencia en ella de esa manera? Cantaba con intensidad para el gusto y placer de los presentes, vampiros y mascotas, pero aún no lo había podido ver entre ellos, ¡eran tantos! La luz de los reflectores que la iluminaban tampoco ayudaba en mucho; tampoco es que anhelara encontrarlo, abrazado a otra mascota femenina o masculina. No es que él tuviese distinción en ello.

"¡Sal de allí ahora!"

Decidió no solo pasar de la voz autoritaria de su maestro en su cabeza, haciendo algo que acostumbraba cuando anhelaba un beso de su egoísta y arrogante amo, una acción que podía aterrar a otras personas, hacer rabiar de deseo a los vampiros, volver loco a Daniel: se mordió con fuerza el labio inferior, rápida y dolorosamente, haciéndola sangrar en un delgado hilo que corrió por su comisura hasta su mentón maquillado. Hubo gemidos de deseo contenido entre aquellos que se encontraban frente a ella, y alguien se había puesto de pie, en uno de los palcos adornados con pedrería. Allí estaba él. Su amado Daniel, que aun la anhelaba tanto como aquella noche cuando evitó que saltara.

VI

Su mundo cambió por completo a partir de aquella noche; Daniel la trataba y cuidaba como si fuese una muñeca de porcelana, la vestía como una muñeca de las que aparecían en revistas juveniles. Su cabello rubio volvió a su natural tono chocolate, brillante y estilizado; su rostro sin maquillaje volvió a ser el de una niña, por lo que el verse en el espejo ahora le resultaba sumamente grato… ya no era aquella andrajosa prostituta, sino una chica de su edad.

Despertaba a eso de las once de la mañana, a veces hasta la una de la tarde, dependiendo de qué tan ajetreada fuese la noche; residía en un enorme departamento, elegante, el cual estaba situado en el vigésimo piso de un edificio, un lugar donde Daniel la tenía "protegida" de todo. Caminaba libremente por éste, se vestía con aquellas prendas que él mismo le escogía, e incluso podía salir a la calle, caminar entre las demás personas con sus bellos y finos vestidos, comprar lo que deseara y comer en donde le plazca sin preocupación alguna. Realmente se sentía libre.

Cuando oscurecía, apenas el sol dejando sus finísimos rayos rojizos por última vez en el día, aquél apuesto vampiro llegaba a su departamento desafiando al mismo astro brillante, su enemigo acérrimo, deambulando como si se tratara de un fantasma silencioso; a veces aparecía bruscamente tras ella, sin hacer algún ruido, arrancándole un grito de terror que lo hacía reír como un chiquillo. Le reprochaba en silencio al inicio, con los ojos húmedos, y él la besaba con afecto, como si de una niña se tratara. En otras ocasiones perdía la noción del tiempo, llegando tarde… y allí, él era otra persona.

-¡Es lo menos que puedes hacer! –Le reprendía duramente, en gritos que hacían eco por todo el departamento, mientras la mantenía acorralada contra la pared o la puerta, dependiendo de dónde la atrapara. –Te doy todo lo que puedas querer, y es lo único que te pido… ¡Me debes todas tus noches y lo sabes! ¡Ni un minuto menos! ¡Tus noches me pertenecen! ¡¿Lo comprendes?!

Él golpeaba fuertemente los puños contra la pared tras ella, y ella rompía en llanto entonces, alterada, aterrada, sintiendo que se hundía en un profundo agujero de desolación. Entonces él caía de rodillas en el suelo, frente a ella, abrazándola con tanta fuerza que casi la asfixiaba. Era Daniel un mar incontrolado de sentimientos, los cuales cambiaban constantemente de un instante a otro, impredecible.

-No, Elisa, lo siento. –Susurraba a su oído dulcemente, con la voz de hombre quebrada, acariciando su cabello, arrullándola entre sus brazos como si fuese una niña. –No llores más, no quería gritarte.

Era extraño. Le temía, pero le anhelaba también. Se sumía en sus brazos y dejaba que hiciera con ella lo que deseara.

Era tan duro, tan delicado…

VII

Notó, en su canto tan angelical y dulce, que él le había gritado a su nueva compañera, que le hacía compañía en el mismo palco donde se encontraba, quizá por mero capricho o desesperación ante lo que estaba ocurriendo. Estaba completamente fuera de sus casillas, podía saberlo con solo notar el movimiento de sus brazos entre la oscuridad; Daniel caminaba como si estuviese molesto con el mundo, por eso tenía estallidos de furia tan intensos y bruscos… pero ella sabía la verdadera razón por la que él era de esa manera.

Por su Maestro, aquél joven adolescente que, cincuenta años atrás, lo había transformado en un vampiro.

Fue una ocasión en la que Daniel, embriagado en su sangre, le confesó que amaba profundamente a su Maestro, un hermoso adolescente de tiempos antiguos, que él encontró en su búsqueda por el más allá; pudo comprender en ese momento sus sentimientos, pues ella se encontraba pasando por algo parecido. El Maestro había perdido el interés en él cuando dejó de ser humano, por querer salvarlo de una muerte segura, y él se sentía culpable por obtener aquella inmortalidad que tanto anhelaba pues con ello había sacrificado el amor de su maestro.

La idea era excesivamente dolorosa para ella. La idea de que jamás podría tener el afecto de Daniel, de su adicción oculta.

Su droga personal. Y estaba más que segura de que vendría por ella.

En ese entonces se creía libre, pero no era más que una ilusión tonta, tal como aquellas ex compañeras prostitutas que vivían en un mundo irreal por culpa de aquellas drogas que consumían para evadir su realidad, y por las que tarde o temprano acabaría con el cerebro frito.

La había llevado al teatro aquella magnífica y a la vez horrible noche, vestida como una princesa en color arena, con la promesa de mostrarle algo "maravilloso"; Elisa se encontraba maravillada por aquél magnífico lugar tan elegante y bullicioso, el mismo en donde estaría parada cantando varios años después: candelabros de cristal colgando desde el altísimo techo en forma de domo, adornos en chapa de oro tan lustrosos que parecían brillar por sí mismos, alfombras aterciopeladas en vivo color rojo sangre, largas escalinatas de estético mármol blanco. También notó entonces que aquellos que entraban al lugar la observaban fijamente, con deseo y ansiedad, por parte de aquellos elegantes y pálidos personajes de azulados y grisáceos ojos, fríos. Muertos.

-Elisa. –Susurró Daniel a su oído, mientras afianzaba el brazo con el que la sostenía a él. –Me perteneces.

Ella no pareció comprenderlo al inicio, pero lo aceptó sin mucha oposición o sin meditárselo demasiado; obtuvo entonces una sonrisa de satisfacción por parte de él, algo que la llenó de una curiosa oleada de felicidad.

-No soy el único que piensa que el aroma de tu sangre es magnífico. –Volvió a susurrarle, esta vez atreviéndose a tomarle de la cintura de manera posesiva, mientras la guiaba hacia la blanca escalinata. –Cualquiera de ellos podría tomarte y consumir tu sangre hasta la muerte.

-No quiero estar aquí, Daniel. –Gimoteó suavemente, sintiendo su corazón latir con mayor fuerza por el nerviosismo que le abordaba. Atrajo rápidamente más miradas de deseo en ella.

-Cálmate, o será peor. Hay una manera para evitarlo… pero debes estar consciente de que, después de ello, solo me pertenecerás a mí. Nadie más podrá tocarte, solo yo. Y, a cambio, obtendrás un beso.

Elisa sonrió ante lo último. Él le sonrió de la misma manera, en una extraña complicidad.

La había conducido por las enormes y gruesas puertas de madera que se encontraban al final de la larga escalinata blanca, la entrada al teatro propiamente; el lugar aún se encontraba vacío, puesto que los vampiros socializaban cierto tiempo antes de entrar, y las butacas aterciopeladas apenas se notaban bajo las tenues luces que colgaban desde arriba del teatro. Apenas tuvo tiempo de visualizar un poco el hermoso y ostentoso lugar, pues Daniel la acorraló inmediatamente contra una de las acolchadas paredes a prueba de sonido, haciéndola suspirar, sosteniendo sus muñecas con irregular fuerza mientras posaba sus fríos labios sobre la piel de su cuello. Se sofocó, y él pareció encenderse.

-Sé mía, Elisa. –Susurró sobre su piel. Su ansiedad era tan fuerte que le cortaba el aliento con solo el peso de su cuerpo centrado en su pecho.

No le contestó verbalmente, un destello de su pensamiento fue suficiente para él; sus colmillos atravesaron su piel fácilmente, el dolor para ella fue algo cotidiano y hasta cierto punto placentero, sintiendo su sangre abandonarle en un muy fuerte sorbo, solo uno. Sus piernas casi cedieron, débiles por las constantes sangrías a la que él la tenía sometida casi a diario, y pudo escuchar el suspiro de placer culminante de Daniel, aquél éxtasis misterioso que los vampiros alcanzaban cuando probaban la sangre. No se atrevía jamás a mirar su rostro en ese momento, se sentía demasiado excitada solo por los gestos de su hermoso rostro, y avergonzada en cierta forma por pensar de esa manera, ya que los vampiros no tenían deseo sexual tal como los seres humanos.

-No deberías. –Había susurrado él.

La besó en ese momento, algo que nunca antes había hecho, tan intensamente que su respiración se detuvo unos instantes, robada por él mismo; su boca tenía aquél característico sabor metalizado de la sangre, pero, tras unos segundos, pudo comprender que aquella sangre que estaba degustando no era la de ella; Daniel se había mordido el labio, y en ese beso sangriento se estaba entregando a ella de una manera tan íntima, a un nivel que ella jamás creyó poder conocer, tal como ella lo hacía cada vez que se dejaba morder por él.

Le probó, y su mente se expandió intensamente, como si su mundo bruscamente se hubiese abierto ante ella en una caída libre.

Sabía cuándo estaba cerca de ella; a veces escuchaba sus pensamientos tal como él lo hacía con ella; aprendió a controlar en qué momento dejarlos salir, y cuando apartarlos para sí misma. Lo sentía tan cerca, tan en ella… sus sentidos se habían agudizado, sus ojos, sus oídos, hasta el tacto en su piel. Comprendió entonces cómo es que él se sentía cuando la tocaba, cuando la probaba, su deleite tan intenso y a la vez refinado. Anhelaba, día con día, probar más de aquella sangre tan adictiva, que sus labios tomaran los de ella en un intercambio de besos sangrientos; de allí nació aquella costumbre de morderse el labio para tentarlo y que le obsequiara con mayor facilidad uno de sus preciados besos.

-Harás que te mate. –Le había dicho en una ocasión, la blanca sonrisa pintada mientras aun tocaba sus labios rojizos por la sangre. –Luego, ¿qué haré sin ti, hermosa Elisa?

-Conseguirte otra chica.

-No he encontrado a alguien como tú, con ese hermoso perfume.

Sentía amor. Sentía un embriagante amor por él, llevándola intensamente a un idilio que le conducía a un éxtasis mental, algo completamente desconocido para ella hasta ese momento. Sin embargo, también le tenía miedo.

Aquél hombre era un mar de emociones, como si todos sus sentimientos se encontraran a flor de piel, odio, amor, celos; compartía aquella excitación que él sentía cada vez que probaba su sangre… una excitación que anhelaba trascendiera a su cuerpo, un pensamiento involuntario del que él parecía burlarse y disfrutar al mismo tiempo. No podía controlarlo por más que lo deseara, puesto que era una mezcla de sus propias emociones con el descontrol mismo de Daniel.

-Basta. –Gemía ella, tumbada contra la cama, mientras escuchaba su risa. Había perdido el temor de aparecer frente a él en la liviana bata de dormir, parcialmente desnuda. Estaba consciente que su corazón acelerado solo lograba alterar los sentidos de Daniel, llenar de él aquella dichosa fragancia de la que él estaba prendido.

-Tus sensaciones tan vivas… me gustan. –Se había inclinado para susurrarlo a su oído, su aliento templado estremeciéndola con intensidad, mientras la sujetaba por sus muñecas con firmeza. –Disfruto de ellas, sin punzares deliciosos en mi mente.

-No te burles de mí de esa manera.

-Jamás, hermosa Elisa. Eres mi adoración.

Sin embargo hubo una noche. Aquella noche en la que ella dejaba de ser una niña, al menos de forma legal.

VIII

Una hermosa memoria, allí era donde ella quería quedarse por siempre; era el clímax de su canción, el momento para brillar ante él con intensidad, demostrarle que seguía siendo mucho más que todas aquellas mascotas llenando ese teatro. Retiró de su cabello castaño aquél precioso broche que le adornaba, dejando caer los pesados mechones por sobre sus mejillas y hombros, hasta la curvatura de su pecho en el ajustado corsé, mostrando entonces el finísimo filo cromado que delataba aquel accesorio como un arma blanca. Una elegante y discreta navaja.

"¡Elisa!"

Notó los susurros de admiración entre aquella melodiosa música que acompañaba a su canto cuando decidió hacerse aquellos profundos cortes en sus brazos a manera de T; su sangre cayó precipitadamente en largas tiras rojizas hasta el suelo, manchando su hermoso vestido de velos. En ese momento los vampiros que permanecían al margen parecieron perder el control bruscamente, pues hicieron aparecer sus afilados colmillos, y sus ojos destellaron en la oscuridad en azul y gris como gatos iluminados por una fuerte fuente de luz; pronto, los más cercanos se abalanzaron de una manera tan rápida que era casi invisible para el ojo humano hacia ella, dispuestos a succionar hasta la última gota de su preciosa y perfumada sangre… pero se detuvieron bruscamente a escasos centímetros de ella, como si un campo invisible los frenara, rodeándola con ansiedad. Lentamente se acercaban a ella, seis, ocho, diez vampiros…

Aun había en ella parte de la esencia de Daniel, la cual evitaba que pudiesen tocarla. En ella permanecía aquella hermosa memoria, mientras sus energías se iban drenando lentamente en el correr de su sangre por el suelo.

Aquella noche Daniel estaba distinto. La había llevado sin mayor explicación a aquél horrible motel donde ella había trabajado tiempo atrás como prostituta, el lugar donde él la había encontrado hacía ya cuatro años; pisar nuevamente aquella oscura habitación con los finos tacones del presente le causó una automática repulsión. Contempló con sus ojos de ámbar aquél balcón, las cortinas blancas y desaliñadas ondeando con la brisa nocturna, haciéndole recordar el momento en el que estuvo a punto de suicidarse.

"¿Volar?"

-Elisa.

Se giró de inmediato, en una mezcla de susto y sobresalto, tras escuchar la melodiosa voz de su amado vampiro, siempre vestido de manera elegante y pulcra, el rebelde cabello lacio cubriendo un poco su bella e inusual mirada violácea. Ver su rostro juvenil, un hombre de 33 años perpetuos con gestos de veinteañero, le hacía olvidarse del mundo y el lugar donde se encontraba, llenándola de una emoción de amor y necesidad por él, por su tacto gélido de seda, por su cuerpo esbelto robando su aliento. Frente a él, de rodillas sobre el mugriento suelo de linóleo color crema, se encontraba su tío, el detestable proxeneta, en una desaliñada camisa blanca y pantalón gris, la corbata negra estirada a tirones, el cabello grisáceo revuelto al haber tenido un enfrentamiento con Daniel; lo tenía atado de manos, y tenía el aliento agitado. Verlo le hizo sentir náuseas, como si se encontrara frente a una fosa séptica vieja abierta.

-¿Qué es lo que hacemos aquí? –Cuestionó ella finalmente, incómoda.

-Quería obsequiarte algo importante y placentero, mi hermosa Elisa, en este magnífico día. –Daniel había tomado del cabello platinado de su tío, haciendo que levantara la mirada hacia ella, una mirada llena de terror e incertidumbre. –Que veas su sufrimiento, su agonía hasta la muerte. Este hombre, el que te hizo lo que eras cuando te encontré en este asqueroso lugar. El que prometió cuidar de ti y solo te convirtió en un objeto de placer para enfermos sexuales, pederastas, personas sin cuidado ni moral.

Los ojos verdes de aquél hombre se habían abierto, observándola, algo que la llenó de terror y repulsión.

-¿Elizabeth? –Gimió aquél hombre. –Tú… estás con vida.

"Mátalo", pensó de manera incontrolada, sintiendo asco, lástima, remembrando todo aquello que él le había hecho cuando niña, sus constantes palizas, sus risas de burla, sus órdenes, la noche en que él mismo le arrebató su virginidad, desgarrándola internamente, haciéndola compadecer en cama bajo fiebres intensas y hemorragias ya que nunca se atrevió a llevarla a un hospital… Daniel, atento a aquella petición tan cargada de odio, se inclinó solo un poco para dejarle una fuerte mordida en el cuello del hombre, haciendo un extraño sonido de rotura en el silencio de la habitación, asustando a Elisa; era la primera vez que él dejaba que ella mirase cómo se alimentaba de alguien más, con tanta violencia y desenfreno, que el hombre se retorcía en un intenso dolor mudo. Era una mezcla de emociones en su cabeza, el placer que aquello le causaba al vampiro con su odio y asco acumulado, incluso podría jurar que escuchó el corazón de su tío latir cada vez con mayor lentitud conforme se iba deteniendo, hasta quedar en un palpitar lento, agónico. Su elegante amado había dejado caer entonces a su víctima al suelo como si se tratase de algo inerte, dándole la espalda de manera inmediata, notando cómo se había alisado su cabello rubio oscuro con los dedos, y que había sacado del bolsillo de su saco un pañuelo blanco.

-¿No sientes placer en ello? –Había dicho él, girándose un poco hacia ella con una sonrisa maliciosa, tras haberse limpiado los restos de sangre con el pañuelo.

-El tuyo. –Contestó ella, temblando.

Se miraba completamente distinto esta noche. Se veía… vivo.

IX

Bajó la escalinata alfombrada en negro frente al escenario, la cual daba directamente a las enormes puertas del teatro, lentamente, pues estaba ya comenzando a marearse por la pérdida de sangre; detrás de ella iba dejando aquellos rastros de sangre, los cuales caían copiosamente por sus brazos y manos, sangre que aquellos vampiros, sedientos y vueltos locos por el aroma, intentaban lamer del suelo y de su vestido con desesperación, sin éxito, deslizando las frías lenguas por el suelo que ella pisaba. Su voz iba opacándose en el mismo canto, mientras sus ojos de miel se iban enfocando en la puerta de entrada al salón, en su blanca luz como avecinando el final del túnel.

-It was all just a lie.

Su visión se opacaba también a la vez que su voz, su mente se perdía entre el bullicio de los presentes, sus jadeos agónicos, sus suspiros de susto, las respiraciones agitadas; recordaba la noche en que su tío había sido asesinado, cuando Daniel la hizo suya de manera física y mental en aquella cama donde ella durmió con tantos clientes en el pasado. Había consumido sangre hasta saciarse, por eso su aliento ahora era cálido, así como su piel rosada, y pudo jurar que hasta había sentido el latir de su corazón en su pecho durante unos instantes; estuvo dentro de ella con fuerza en su cuerpo, en su mente.

"Pudo haber sido para siempre."

Cayó de rodillas al suelo, débil, mareada. El aliento estaba comenzando a hacerle falta.

-¿De verdad esa es tu última memoria? Eres tan humana.

Notó sus manos templadas, suaves, en sus brazos desnudos, sosteniendo su caída y acunándola suavemente contra él, la cabeza apoyada suavemente en su hombro como si de una muñeca se tratara; Daniel se notaba igual de agitado como sus compañeros vampiros, sus ojos violetas destellaban intensamente aun ante la mirada borrosa de ella, y su aliento gélido chocaba contra sus cabellos castaños. Estaba conteniéndose de probar su aromática sangre, tal como aquellos que seguían arrastrándose en el suelo alfombrado.

-Daniel. –Susurró ella, notando que ya no podría hablar más. Sus pensamientos iban difusos en su cabeza, por lo que no podía formar siquiera una pregunta básica para él.

-Te dejé cuando supe lo que significabas, Elisa. –Dijo él con una carga de fuerza en su voz, delatando su evidente deseo contenido. –Cuando me di cuenta que no podría dejar de amarte tan fuertemente como lo hago, y cuando vi el abismo real que existe entre ambos.

-¿De qué…?

-Mi amada Elisa. –La ajustó en su abrazo, fuerte, cortando lo que le restaba de aliento. –Tu sangre tiene un hermoso perfume, tan… celestial.

Había notado su voz doblegarse en un tenue gemido de dolor, como si fuese a soltarse llorando en cualquier momento; había llegado al umbral de la muerte. Los ojos de Elisa, antes de dejar escapar un último suspiro, se tornaron en un hermoso color dorado como el oro, y su cuerpo frágil destelló con una suave luz. Aquellas hermosas alas blancas de ángel se desplegaron desde su espalda entre los brazos de Daniel, provocando una nueva histeria colectiva entre los no vivos… y su aliento cedió por última vez.

-Elisa. –El vampiro la sacudió suavemente, notando cómo su brillo cedía, y ella perdía aquella maraña de pensamientos, los cuales iban enmudeciendo lentamente. –Espera, ¡Elisa! ¡Elizabeth!

Su corazón humano estaba dejando de latir; presa de su desesperación, Daniel se mordió bruscamente su muñeca, haciéndose sangrar copiosamente, dirigiendo aquél inmortal líquido a los labios de aquella joven.

-¡Daniel! –Escuchó la voz del Antiguo resonar por todo el teatro. El vampiro, de cabellos rubios y pulcramente cortos, le miraba desde el escenario, igual de agitado que el resto. -¡No te atrevas a hacerlo! Ella pertenece a la legión de los ángeles ahora.

-¡Me pertenece! –Gritó con rabia. Su mano sangrante fue sostenida sin embargo. –Me pertenece.

-Daniel, no sabemos lo que podría pasar si haces algo como esto. –Exclamó el joven Maestro, quien era el que sostenía su mano con su sobre natural fuerza. –Ella no es humana, entiéndelo.

-Me pertenece, Armand. –Quitó con rabia su mano de la de su Maestro, pegándola bruscamente a la boca de la joven. –Duró años siendo mía y lo sabes, me pisas los talones cada vez que puedes hacerlo, y sabes que jamás tuve problemas con ella. Es mía.

Eso era una mentira, tuvo problemas con ella. Fue adicto a ella como si fuese una droga, a su sangre, a su piel de niña y sus labios rosados, siempre destilando aquella fragancia que le hacía volver loco. Se oponía rotundamente a dejarla morir, a dejar de sentir su cuerpo contra el de él, aquella emoción estúpida y amarga que le apartaba de su Maestro. Sin saber si aún respiraba, la levantó delicadamente en brazos, mientras las blancas plumas de sus alas se desvanecían en el aire.

-Daniel, no seas insensato…

X

Ella fue la bella durmiente, aquella con la que un beso de amor verdadero la haría despertar de su sueño eterno.

Ella era una hermosa balada de piano, encerrada en un ataúd de cristal hasta su nuevo despertar, custodiado por el vampiro Daniel.

Ella era aquél ángel brillante, perpetuamente hermoso, perpetuamente joven, perpetuamente dormido.