Espero tener el siguiente y último (espero), antes del catorce. Pero como se me iba a hacer muy largo he tenido que partirlo por mitad, así que queda en un Two shot. Al menos, es mi esperanza...


Nota importante: Este fic participa en el evento "¡Hasta el año que viene, querida Navidad!" del topic Mimato del foro Proyecto 1-8.

Había que escoger entre diferentes épocas que dejaron los usarios y escogí: Periodo Edo de Japón (terratenientes, samuráis… pero época flexible, al estilo Samurai Champloo). Pero a mí me ha quedado como el culo y no se parece en nada a esto, así que ya he perdido xD

Eso sí... me da que no he dado una.


Datos del fic:

Título:La funda del samurái.

Pareja: Mimato.

Ranking: M.

Género: Romance/ drama.

Disclaimer: Digimon no me pertenece.

Advertencias: OOC, violencia, lenguaje Soez.


La funda del Samurái.

Cuando él conoció a ella y ella lo conoció a él.


.

El cartel de se busca osciló por el aire hasta caer a sus pies. El rostro estaba difuminado por las sombras que el sol creaba sobre él. La curiosidad pudo así como la necesidad de llevar algo de dinero hasta sus bolsillos vacíos. Si quería llegar hasta la nueva Japón debía de tener algo con lo que poder pagar su billete de solo ida.

Y cazar era lo que mejor se le daba.

Recogió el cartel y antes de que pudiera leer nada, alguien se lo arrebató de las manos.

Su compañero de viaje, un despeinado castaño y demasiado alborotador para su gusto, masticaba ruidosamente y miraba el papel mientras se rascaba descaradamente el trasero.

Tras eructar clavó la mirada en él.

—Este es claramente tu trabajo, Yamato.

—Ni siquiera has dejado que lo mire —protestó alargando la mano para quitarle el papel.

Yamato Ishida descendió finalmente sus ojos azulados hasta la imagen sobre el cartel de se busca. Nada más leerlo frunció el ceño y levantó la mirada hacia su compañero. Taichi Yagami sonreía con auténtico placer.

—Te dije que era tu trabajo.

Yamato maldijo entre dientes mientras repasaba los datos. El cartel informaba de los actos furtivos de una joven mujer por la que el gobierno entregaba una buena suma de dinero, además, de un estatus privilegiado para cualquiera que la llevara viva… o muerta.

Solo era una mujer y ofertaban tantas cosas que a cualquiera se le haría la boca agua.

Llevó su mano libre sobre el mango de su espada: Gabumon. No era un fanático de cortar cabezas a mujeres, aunque se había tenido que enfrentar alguna que otra vez a una mujer armada y peligrosa.

Cuando Taichi había alegado que era su trabajo no había sido sin querer. Pero tampoco se sentía orgulloso de aquello. Habían pasado cinco años desde entonces… una historia aburrida. Cubierta por el placer del paso del tiempo. Y aún así, la llevaba clavada en la espalda como una estaca.

Había tenido que dejar a su familia atrás. Un hermano pequeño que siempre se aferraba a sus faldas. Una madre que lo adoraba y siempre trabajaba para darles lo mejor cuando su padre, un Samurái que metió las narices donde no debía, fue asesinado.

Él no se dejaría asesinar. Y tampoco dejaría a su familia mucho tiempo atrás.

Las opciones que le entregaban por esa mujer eran las idóneas para salvar a su familia de la pobreza. Y sobre todo, quitarse de encima la busca y captura por su misma cabeza.

—Oh. Esa chica.

Levantó la mirada hacia el tendero. Sostenía un brazo por encima de su cabeza para intentar en vano evitar que Taichi le robara la comida por la espalda.

—¿La conoce? —cuestionó con tranquilidad.

—Un poco. Algo.

Yamato sabía por experiencia que esas respuestas no eran correctas por la forma en que miraba el cartel, o por la arruga de su ceño. Tampoco iba a presionar. Le gustaba tomarse las cosas con tranquilidad.

Rebuscó dentro de su kimono algo de dinero y le pagó, levantándose para alejarse. Taichi recogió todo cuanto pudo para seguirle.

—¡Ey, ey! No te vayas sin decirme nada. Demonios. No he tenido tiempo de quedarme lleno.

—Tú no te quedarías lleno aunque tuvieras un plato enorme de ramen frente a tus narices.

Se detuvo tras los árboles que colindaban el camino y se agazapó tras los arbustos. Taichi le siguió a regañadientes, observando a su alrededor con el ceño fruncido mientras masticaba.

—¿Qué hacemos aquí?

—Esperar.

Taichi no era de los que les sobraba paciencia y muchas veces le costaba enterarse del tema. Era de los hombres que si, sabían que tenían que detener a alguien, se lanzaba sin pensárselo dos veces. Y él necesitaba el factor sorpresa para este trabajo en cuestión.

Así que no era de extrañar que empezara a sacudirse a su lado y buscar algo que hacer rápidamente. Incluso se puso a hacer flexiones hasta que él le lanzó una piedra y lo noqueó. Se quedó dormido con el culo en pompa en una posición demasiado graciosa para su gusto.

Cuando la vio fue cuando Taichi comenzó a roncar horriblemente.

Se llevó la mano arma y esperó.

Realmente odiaba esto. Odiaba tener que cortarle la cabeza a una mujer.

Porque sí, realmente era mucho más fácil llevar su cabeza que llevarla con vida. Mujeres, que gritaban escandalosamente y que le daban dolor de cabeza. Mujeres, que con su hermosura hechizaban a los hombres.

No. Mejor erradicar directamente.

Nada más pasar por su lado, se lanzó, saliendo de las hierbas para enfrentarse a ella. Desenvainó.

Ella gritó girándose, cayó al suelo de culo y todas sus pertenencias rodaron por el suelo. Su largo cabello ondeó al viento y unos preciosos ojos le devolvieron la mirada.

Unos ojos aterrados.

.

.

Mimi pensó que ese era su final. La espada brillando en el aire y cerca de su cuello. El aliento se le había detenido y el corazón estaba a punto de seguirle. Lo sentía latir con tanta fuerza en su pecho que le dolía.

Había tantas cosas que quería hacer antes de morir. Muchas vivencias que experimentar. Comer cosas nuevas. Ponerse kimonos que embellecieran su rostro. Quería encontrar el hombre perfecto, no un samurái que la dejará atrás, y criar juntos a sus pequeños. Enseñarles todo lo que ella aprendió. Verles crecer.

Vivir una plena vida. Pero eso sobre todo: vivir.

Desde que la vida le había quitado tantas cosas y huir era el pan de cada día, vivía de una forma tan lastimera y mendiga que casi sentía deseos de echarse a llorar. Pero su fortaleza hasta ahora la había mantenido firme y con vida. Incluso si su rostro estaba en un cartel.

Y sin embargo… estaba a punto de terminar.

Cerró los ojos con las cejas fruncidas y esperó. Debía de ser doloroso que te cortaran. ¿Le daría tiempo si quiera a sentir el corte cuando su cabeza se separase de su cuerpo?

Pero el tajo no llegaba. Empezó a fruncir el ceño. Si iba a morir al menos que se lo hicieran rápido.

Abrió los ojos y los clavó frente al samurái que tenía delante. No supo si agradecer o no que, al menos, el que iba a asesinarla fuera un hombre tan apuesto. Pese a ser japonés, no obstante, tenía el cabello rubio y los ojos más azules que hubiera visto en su vida. Su piel blanca brillaba y su postura remarcaba la forma de su cuerpo, asiendo la espada a solo unos milímetros de ella.

—¿No vas matarme? —cuestionó empezando a sentirse fastidiada.

El hombre pareció dudar. Sus cejas se fruncieron y un tic apareció en su barbilla. Lentamente enfundó el arma con una reverencia inusual. Mimi disfrutó de la forma de sus manos sobre la funda y el pomo hasta que el chasquido le recordó que había estado a punto de ser asesinada.

Tembló como una hoja.

¿Qué se suponía que significaba eso?

—No —respondió finalmente.

Y tenía voz melodiosa. Única. Con un deje atractivo que probablemente encandilaría a muchas mujeres cuando les susurrara en el oído. Podía imaginárselo tras ella, susurrándole alguna promesa barata o la más importante para ella: salvarla en vez de matarla. Sería bonito que por una vez alguien se detuviera a escucharla y creer su historia en vez de reírse y querer la fortuna que daban por su persona.

Le vio rebuscar dentro de su kimono y sacar un trozo de cuerda. La misma con las que solían atar sus espadas cuando se negaban a matar. Pensó por un instante que quizás lo había sorprendido mientras dormía y por acto reflejo la había atacado. Pero cuando se dirigió hacia ella con la cuerda se le desmoronó el suelo.

—¿No vas matarme? —Él negó nuevamente y se colocó tras ella—. Pero vas a maniatarme y llevarme con vida.

Le aferró la mano derecha con fuerza y pese a todo, los dedos masculinos sobre su carne le quemaron. Se estremeció. ¿Qué diablos tenía ese hombre?

—Sí.

Se mordió el labio inferior sintiéndose traicionada. La gentileza con la que pasaba las cuerdas por encima de su piel le dolía. Intentó ponerse en pie con torpeza, pero él la retuvo. Sus ojos volvieron a encontrarse.

—No lo hagas.

—No puedo dejar que me arrestes. No puedes llevarme con la milicia.

Él se detuvo un instante sin dejar de mirarla. El tic en su mentón regresó.

—El cartel dice que puedo.

—Es un cartel mentiroso —protestó—. Ni siquiera me hace juego. ¿Crees que tengo la nariz torcida? ¿No? Menos mal.

El samurái no había ni respondido. Solo ató el cierre y la ayudó a levantarse. La idea de golpearle en sus partes y echar a correr le cruzó la mente. Podía hasta gritar que querían violarla, pero eso sería llamar más atención de la que deseaba sobre sí misma y dar explicaciones que no tenía.

Se preguntó cómo había podido reconocerla. El tendero sabía quién era y conocía su historia. La había dejado trabajar a cambio de estar siempre oculta en la cocina. Y era una de sus pocas pasiones. Pero había tenido que salir a atender la barra alguna que otra vez. Por suerte, su camuflaje había servido de mucho y ningún otro varón la había mirado dos veces.

Hasta que llegó este hombre.

Solo habían cruzado miradas un instante mientras el tendero la alababa como cocinera. Y eso parecía haber bastado para que la descubriera.

Y realmente no se parecía al dichoso cartel que pululaba por ahí.

El sonido procedente de detrás de los árboles le recordó al semejante que hace un cerdo cuando rebusca comida sobre el suelo. Se preguntó si habría algún tipo de jabalí por ahí cerca. Quizás pudiera tener suerte y todo.

Asestó una patada a la piedra junto a su pie directa hasta el lugar indicado. Ahora, solo era esperar.

Para su mala suerte lo que salió de tras las hojas gritando como un poseso no era un jabalí, pero sí un hombre moreno que parecía estar dispuesto a matar al que le hubiera golpeado con una piedra. Mimi se puso de puntillas para que el rubio samurái la escuchara.

—¿Ese ruido lo hacia él?

Una afirmación de cabeza. Mimi se encogió de hombros.

—Bueno. Al menos yo no tengo que dormir con él.

El castaño avanzó hasta ellos protestando. Los miró de hito en hito.

—¿Quién ha sido? —exigió saber.

Mimi levantó las manos y señaló a su captor. Al instante, extendió su espada contra el otro, que suspiró.

—No hagas esto, Taichi.

El susodicho le atacó. Mimi creía que terminaría atravesándolo justo cuando el otro sacó la espada y retuvo el embiste del moreno. Asombrada, se quedó con la boca abierta.

En un despliegue de pasos perfectos, estocadas y esquives, los dos hombres debatieron acerca de quién había golpeado la cabeza del castaño. Mimi se lamió los labios y cuando ambos hombres estaban más enfocados en matarse, se volvió para huir.

Y un cuerno iba a quedarse ahí.

.

.

Yamato maldijo para sus adentros cuando la espada de Taichi le golpeó. Un corte leve en la mejilla. Volvió la espada por el lado que no cortaba y le asestó un golpe en el vientre, doblándolo por la mitad y dándole el tiempo suficiente para usar la funda de su espada y lanzarla contra ella.

Se le enredó en las piernas y cayó de bruces de hacia delante. Taichi volvió a embestirle y tuvo que esquivarle de un salto antes de que le cortara el hombro. Aunque generalmente sus encuentros siempre eran de ese modo cuando algo los hacía estallar, a veces Yagami no conocía los límites.

—Ha sido ella, imbécil.

Lo retuvo de la muñeca el tiempo suficiente para que recapitulara. Taichi miró hacia la chica que se escurría por el suelo como si fuera un gusano con intenciones de huir y luego a él. Como si extractara sobre las veces que Yamato lo había despertado, quien realmente en vez de tirarle una piedra lo despertaría de una patada, abrió la boca con sorpresa.

—Oh, cierto.

Y enfundó. Luego señaló con la barbilla hacia ella.

—¿Quién es?

—La chica del cartel. Mimi Tachikawa.

Taichi abrió mucho los ojos, mirando de uno a otro.

—¿En serio? Cuando dije que era tu trabajo no pensé que sería tan rápido. Generalmente las atraes, colega, pero no te caen de los árboles.

Yamato chasqueó la lengua y caminó hacia la mujer. Lo primero que hizo fue recoger su funda mientras ella se quejaba, boca arriba, y jadeaba. Enfundó y se ató a Gabumon de nuevo en su cintura.

—Te has pasado, Yamato —gruñó Taichi a su lado y ver la herida en la barbilla de la mujer.

—No importa —descartó agachándose para tirarle del kimono y ponerla en pie—. Pagan lo mismo porque esté muerta.

Taichi le miró incrédulo.

—¿Qué demonios ha hecho para que pase eso? Es el mismo rango que le dan a los asesinos o anteriores samuráis que participaron en las guerras del principio Edo.

Yamato se encogió de hombros. No quería saberlo. No quería encariñarse con ella. Ya bastante que no había podido cortarle el cuello y terminar con eso fácilmente.

—¡Yo no he hecho nada! —gritó ella sacudiéndose de su agarre—. ¡Soy inocente!

—Ya. Como todos —siseó él reteniéndola—. No vuelvas a escapar —avisó clavando los ojos en ella.

Esperó que cerrara la boca y se acobardara como solían hacer las demás mujeres. Pero ella infló los mofletes en una actitud claramente retadora. Aquello no había terminado.

—Lo haré todas las veces que sea necesario hasta que te metas en tu rubia cabeza de panocha que soy inocente.

Yamato se quedó en ascuas. Le habían insultado de muchas formas, pero jamás así. Y lo peor de todo era tener a Taichi carcajeándose a mandíbula batiente a su lado mientras se sujetaba la barriga con ambas manos.

Extendió su arma hasta el pescuezo del Yagami.

—Vale. Me callo.

Taichi tragó por su vida y él enfundó de nuevo. Se agachó y cogió a la mujer por las piernas para cargarla sobre su hombro.

Gritaría. Sí. Patalearía. También. Pero al menos podría avanzar en el trayecto.

.

.

Mimi tuvo que conformarse con ser un saco de patatas cuando la idea de pellizcarle el trasero fue la última que llevó a cabo sin un solo resultado. Aunque la sangre comenzaba ya a subírsele a la cabeza y estaba mareada, él no haría caso a ninguna de sus súplicas.

Cuando finalmente se detuvieron empezaba a oscurecer y habían abandonado el poblado. Taichi era el revoltoso del grupo que iba de un lado a otro mientras su captor se dedicaba a esquivarle o gruñir cuando se acercaba demasiado a él.

Yamato. Un nombre típico y japonés. Al menos así lo había llamado el chico de cabellos irremediables. Pese a que le gustaba su nombre y era un joven apuesto, tenía unas maneras nada agradables y ya empezaba a estar cansándose de ser un saco de patatas.

Se removió de nuevo y él siseó un improperio.

—¿Qué? ¿Tampoco vas a dejarme ir al baño? —acusó—. ¡Qué degenerado! ¿Acaso no sabes que a los secuestrados se les permite al menos tres cosas al día? Aunque… también podría hacérmelo encima y luego verías tú donde iría a parar todo…

Él la echó hacia delante hasta que sus pies dieron con el suelo. Había perdido su calzado varios pasos atrás. Cuando apartó sus manos de él su intención fue golpearle en la rodilla como venganza, pero estaba tan mareada que ni pudo ni pensárselo. Se sentó en el suelo y cerró los ojos intentando que su cuerpo volviera a aceptar la bajada de sangre sin estallarle la cabeza.

Si quería matarla podría haberlo hecho rápidamente en vez de tan lento. Hubiera sido hasta más considerable.

—Si vas a hacerlo, hazlo ahí —ordenó señalando tras unos matojos en los que apenas tendría intimidad.

Mimi entrecerró los ojos.

—¿Se te olvida que soy una mujer?

Yamato clavó la mirada en ella y aunque sus mejillas se tiñeron de un leve rubor, sus palabras salieron frías e hirientes.

—Tienes entre las piernas lo mismo que cualquier otra.

Luego se sentó sobre una roca a esperar.

Entre dientes y con verdaderas ganas de hacer sus necesidades, se alejó algo tambaleante. Revisó que el castaño estuviera junto al otro y le dio la espalda a la mirada severa de Yamato. Si él quería ver; que viera.

Se remangó lo mejor que pudo el kimono.

Ale, bonitas cuchas al aire.

.

.

Yamato desvió la mirada mientras sentía su corazón latir demasiado deprisa en su pecho. ¡Esa desvergonzada mujer!

Era el peor caso que había llevado en su vida como Samurái. Quizás debiera de empezar a pensarse seriamente convertirse en un rounin en vez de continuar buscando la libertad para su familia bajo el Yugo de Ken Ichijouji. Y era precisamente el ejército militar bajo su poder quien quería a esa mujer. Viva o muerta.

Quizás debería de replantearse el hecho de matarla antes de que le causara más dolores de cabeza.

—¿Por qué Ichijouji pagaría tanto por ella? Solo es una chica normal.

Yamato le gustaría que la gente empezara a definir normal cuando la mirasen. Nada en esa mujer lo era. Su belleza. Su carácter. La forma tan resuelta de soltar las cosas. Por un instante se avergonzó de sí mismo al preguntarse si su lengua sería tan avispada en otras zonas que no fuera el lenguaje.

—No lo sé —gruñó levantándose para ir a buscarla.

Traspasó las ramas y se la encontró agazapada frotando las cuerdas contra una roca puntiaguda. Suspiró y la asió de las caderas. Enseguida empezó a chillar y sacudirse como si de un cochinillo con curvas se tratara.

—No vas a escaparte —recalcó—. La próxima te pongo sobre mis rodillas y te doy una tunda.

Y seguro que eso le divertiría.

Ella cerró la boca por un instante antes de sisear un insulto hacia su persona que prefirió ignorar.

La dejó en el suelo y empezó a preparar una pequeña hoguera. Taichi se había alejado para ir a buscar algo que cazar para cenar. La chica, como rebeldía, empezó a tirarle tierra con los pies sobre la hoguera. Clavó la mirada en ella y le atrapó uno de los pies.

—Sigue así y luego por la noche la echarás de menos.

Mimi hizo un mohín pícaro entre los labios.

—¿Qué importa? Si al final voy a morir. Puedo evitarme pasar por todo ese condenado sufrimiento al que me llevas. ¡Ay, de mí! —suspiró—. Y todo porque un necio de cabeza de panocha no quiere saber la verdad.

Yamato apretó los dientes. Volvió a enfocarse en la hoguera.

—No me interesa.

—¿No te interesa o no quieres echarte la carga encima? Porque tarde o temprano descubrirás la verdad y te pesará para siempre sobre los hombres, Samurái.

Esa acusación le dolió. Realmente. Y de una forma especial porque era la verdad. No quería saberlo porque no necesitaba más carga. Él solo quería cumplir sus deberes y largarse con el seguro de que su familia estaría a salvo. Si se detenía a pensar en la cantidad de vidas que había tenido que segar por tal de estar donde estaba. Sobre todo; con vida.

Pero no era algo que una mujer como esa esperara que entendiera.

—Igualmente te lo contaré —continuó cabezona—. Al menos, entiende por qué quiero huir.

Yamato intentó hacer oídos sordos.

—Su razón por querer matarme y mandarme tantos asesinos… es por…

Taichi apareció soltando carcajadas. Cargaba sobre su hombro un zorro muerto y la idea de tener carne esa noche para variar en vez de raíces, era deliciosa.

La mujer hizo un mohín, enfadada por ser interrumpida. Yamato no se había alegrado nunca tanto por ello.

—Encárgate de vigilarla —ordenó.

Taichi asintió y se sentó frente a ella para despellejar a su presa. Yamato decidió alejarse para buscar más leña y, desde luego, truncar los deseos de ella de contarle sus motivos.

Acarició la funda de Gabumon preguntándose si no hubiera sido mejor matarla. Quizás pudiera hacerlo mientras dormía. Iba en contra de sus principios como samurái. Pero desde luego, sería un alivio para ella.

Sería lo único que podría concederle.

.

.

Mimi se preguntó si aquel sujeto que sonreía estúpidamente ansioso por la carne sería más sencillo de engañar que el rubio cabeza de mazorca. Hasta ahora todos los samuráis que habían ido a por ella habían sido fáciles de engatusar. Sus encantos solían funcionar. ¿Por qué no con este?

Se removió hasta obtener una posición cómoda y más femenina. Con el kimono abriéndose ligeramente entre sus piernas. Sacudió la cabeza para dar un aspecto agradable a sus cabellos.

—Disculpa —musitó—. ¿Podrías… ser tan amable de aflojarme un poco las cuerdas? Tu amigo es demasiado cruel conmigo —añadió y soltó alguna que otra lagrimilla.

El chico la miró con una ceja alzada. Luego a su presa. Y así sucesivamente en un bucle que terminó cuando decidió decantarse por la comida. Mimi maldijo para sus adentros. Debía de saberlo. Un hombre era un ser de costumbres: primero se saciaba el apetito más necesario. En el caso de ese hombre era el hambre.

—Pierdes el tiempo engatusándolo.

Yamato apareció de entre las sombras. Pese a su llamativo cabello descubrió que se camuflaba a las mil maravillas. Soltó trocitos de rama sobre la hoguera y se dedico a entretenerse con ella y montar un soporte para la carne.

—¿Por qué? —se interesó.

—Está comprometido.

Miró hacia el otro hombre con curiosidad. Si se fijaba bien, tenía un rostro apuesto y su piel morena era casi brillante. Pero no era su tipo de hombre. La mujer que estuviera interesado en él debería de ser muy interesante.

Mimi olvido el tema para centrarse en el otro Samurái. Se lamió los labios con estudiado interés.

—¿Y tú?

Él sacudió un tronco hacia ella.

—Lo mismo que tú no me interesas, no debería de interesarte yo.

Echó la leña en la hoguera y fue recogiendo los trozos de carne que le entregara su compañero ya despellejados y cortados para su manejo. Mimi se quedó mirando sus manos. Grandes y heridas por el manejo de la espada.

En cualquier otro lugar, estaría segura de que sería un hombre de gran valor. Usaba la espada, por lo poco que había podido ver, diestramente y claramente ni su compañero podía hacerle sombra. ¿Por qué entonces se dedicaba a cumplir recados de carteles cuando podría estar bajo el yugo de algún señor?

Claro que su cercanía con los mandamases del gobierno había estado nula al completo durante todo ese tiempo, especialmente marcada por su huida, y lo poco que sabía de los cambios del gobierno tenía que ver con las charlas que escuchaba. ¿Acaso uno de esos viejos y borrachos espadachines no había alegado que el gobierno estaba aboliendo a los samuráis? Quizás entonces, ese rubio hombre lo que quería era protegerse el futuro.

Y a coste de su cabeza…

—Come.

Levantó la vista hacia la mano extendida con un trozo de carne. Por el aspecto del ceño fruncido y la forma en que la miraba pareciera que llevara un buen rato ofreciéndole la comida.

—Gracias —la cogió con ambas manos y mordisqueó el trozo intentando evitar recordarse de qué clase de animal se trataba—. No pensé que me darías de comer. Otros ni lo hicieron.

Yamato se encogió de hombros.

—He pasado la suficiente hambre como para saber que es tener dolor de estómago por ello.

Mimi le miró sorprendido. No esperaba que contestara su agradecimiento o que expresara algo de su vida. Yagami, frente a ella, asintió. Se limpió la grasa con la manga y la señaló con un trozo de pierna colgando del hueso que sostenía a medio roer.

—Pasar hambre es algo que nosotros tenemos que hacer más de lo que nos gustaría. Hoy hemos tenido suerte. ¿Te imaginas, Yamato, que ella fuera…?

—No.

Taichi chasqueó la lengua.

—A veces eres un amargado. ¿Cuánto hace que no pruebas una mujer? Igual es que te falta gastar un poco entre las piernas.

—Mis problemas entre las piernas no es de tu incumbencia —zanjó clavando una gélida mirada en su compañero.

Mimi no pudo reprimirse.

—Dicen que de no usarlo también se cae.

Taichi estalló en carcajadas. Tantas, que se cayó de espaldas y todavía continuaba riéndose. Yamato la maldijo y se levantó para darle una patada al hombre y alejarse. Taichi levantó los pulgares hacia ella.

—Buena, buena. Aunque ahora estará de mal humor todo el tiempo —añadió rascándose la nuca.

Mimi lo miró sin comprender.

—¿Por qué? ¿Realmente tiene problemas ahí?

Algún defecto tendría que tener aparte de su personalidad. Diablos, un hombre como ese tendría que ser un pecado. ¿Quizás una mujer hermosa que no le había dado el hijo que deseaba? ¿Qué vivía lejos? ¡Algo! Hasta lo más dramático podía darle comprensión para entender por qué ese carácter amargado.

—No sé si tenga problemas con su… asunto entre las piernas —terció el castaño —, pero nunca le he visto echar raíces con una mujer. Y eso que la haría realmente feliz. ¿Has probado la carne, verdad? No sé qué mierdas hace con sus manos que toda la comida que toca es gloria. Es bueno con la espada, muy bueno, pero cocinando…

Mimi volvió a mordisquear el trozo de carne, degustándolo esa vez con más interés. Y era cierto. Esa comida estaba fabulosa.

—¿No ha tenido una esposa o algo?

Taichi negó mientras tiraba el hueso limpio al suelo.

—No, que yo sepa al menos. Y sin embargo, todas las mujeres se le tiran encima. Por eso que pensara que este trabajo era para él. —Clavó su mirada sobre ella—. Tú también te sientes atraída por él. Me apuesto lo que sea que hasta le echarías un buen polvo de ser necesario.

Mimi apretó los labios para no escupirle.

—Bah. No sé qué veis las mujeres en él.

—Quizás no es tan rústico como alguien que tengo delante —acusó. Él la miró sonriente.

—A algunas mujeres le gusta este samurái rustico, preciosa.

—Pues tienen un gusto horrible —siseó.

Yamato regresó de entre los arbustos y los estudió. Pareciera que el enfado había terminado. Al menos, hasta se agachó frente a ella y le ató una cuerda al tobillo. Mimi casi gritó.

—¿Es que me has visto cara de animal?

—No. Pero sé que intentarás huir a la primera de cambio.

Mimi rechinó los dientes.

—Cualquier persona inocente huiría de una condena en la que no tiene culpa.

—La gran mayoría de gente inocente iría con la cabeza alta y mirando al frente, no a los costados por miedo a que alguien le ataque —recalcó él.

Se ató el otro extremo a su pierna y se acomodó junto al fuego. Taichi se sacudió las manos, le hizo un mohín que no supo interpretar y se alejó.

—Cabezota —escupió haciéndose un ovillo junto al fuego.

Él no le respondió.

.

.

Yamato despertó al primer sonido fatal. Y antes de que los atacaran ya sabía qué ocurría.

Cuando el hombre aferró a la mujer y cortó la cuerda que los unía mientras ella gritaba, asustada al salir del sueño roto por la brutalidad del sujeto, fue el peor error que cometió.

Giró sobre sus piernas ágilmente y cortó las del primer hombre más cercano a él. Volvió a enfundar y rodo por el suelo. Por el rabillo logró descubrir a Taichi encargándose de sus propios atacantes.

La mujer volvió a gritar mientras intentaba golpear la cabeza del hombre que cargaba con ella. Maldijo entre dientes. Los hombres empezaban a crear un escudo entre él y ellos para darle posibilidad de escapar. Volvió a escucharla gritar cuando la abofetearon.

Al cuerno su idea de solo herirles de gravedad.

Iba a matarlos.

Desenfundó y acogió la postura indicada antes de embestir contra ellos. Pies firmes. Brazos sopesando el peso de su espada. Sus hombros rectos. Cogió aire lentamente.

Y atacó.

.

.

La bofetada la había mareado pero no lo suficiente. Aún en la oscuridad y con el fuego de la fogata quemando el lugar donde habían acampado, podía ver y escuchar los gritos de los hombres cayendo a su alrededor. El sonido de la espalda cortar la sangre. La sangre manchando la arena.

Los recuerdos la atormentaron en ese mismo instante.

Una figura asesinando a todo aquel que intentara protegerla. El última aliento de su madre en protegerla y lanzarla ladera abajo. La dieron por muerta hasta que años después, alguien pareció recordarla. La tormenta de nuevo cubierta en sangre.

La única diferencia es que esa vez no era una cabellera oscura la que ondulaba el aire cargado de gritos y sangre. No era un rostro frio quien la miraba a ella.

Alargó las manos, con el llanto cubriéndole el rostro.

—¡Sálvame! —Al cuerno su orgullo. ¡Quería vivir!

Cerró los ojos cuando lo vio lanzarse contra ella. Sus manos se aferraron a su cuello y su cuerpo se estiró contra él. Jadeó hasta que sus pies tocaron tierra y el ruido pesado de algo caer tras ella la guió a lo que no quería saber.

Él, jadeante, la estrechó con fuerza contra su cuerpo.

Mimi escondió el rostro en su cuello, sin importarle el olor a sudor o a ceniza.

Era la primera vez que un hombre llegaba hasta ella para salvarla y no para matarla.

Se separó para poder mirarle a la cara. Estaba enrojecido por el esfuerzo y el cabello despeinado. Unas manchas de sangre caían por sus mejillas y labios. Tentada, pasó el pulgar por su labio para limpiarle. Sus ojos se encontraron, brillantes, excitados.

Ahogó un gemido de sorpresa al darse cuenta de que podría caer en sus deseos también.

Una mano se cerró sobre su tobillo, tirando de ella. Chilló e intentó hacerse a un lado y liberarse. Vio el filo de metal caer raudo y cortar la extremidad. La sangre le manchó la piel blanca y la ropa. Se llevó las manos al rostro.

Se volvió y vacío el contenido de su estómago.

.

.

Estaba sentado junto a la piedra afilando la espada tras limpiarla. Gabumon era buena. Cortaba sin mella alguna, directa y letal. No podía descuidarla.

Y sin embargo, tampoco podía estar de todo concentrado en ella.

Su visión no podía evitar desviarse hasta la mujer dentro del agua. Le había permitido un momento de intimidad tras el loco suceso. Se lo había visto venir. Una mujer con un cartel de se busca. Tanta gloria como recompensa. Era imposible que no fueran a por ella. Y tampoco habían avanzado mucho como para evitar bandidos.

El chapoteó del agua volvió a distraerle.

La joven estaba de espaldas a él, apretando los largos cabellos de un color realmente curioso bajo el sol, para que soltaran el agua. Al soltarlos, estos cubrieron parte de su espalda y cuando volvió a tomarlos para colocarlos a un lado de su hombro, no pudo evitar fijarse en las formas de mujer. Una espalda interesante, con una cicatriz que le cubría la piel blanca.

Y un torneado trasero.

Sin pensarlo demasiado, dejó a Gabumon a un lado y se metió en el agua, caminando lentamente hacia ella. Lo miró por encima del hombro y continuó jugando con los dedos sobre su cabello.

Se detuvo a escasos centímetros de su cuerpo.

—¿De qué es esta cicatriz?

Ella soltó una carcajada irónica.

—¿Ahora te interesa, Samurái?

Él estudió el contorno de su cuello. Alargó una mano para tocar su hombro desnudo. Con el dorso de los dedos descendió lentamente hasta la cicatriz. Podría reconocer esa forma donde fuera. Una espada. El filo de una katana. Una cicatriz que había crecido con ella.

Ella suspiró ante el roce de sus dedos.

—Sí —dijo finalmente.

Mimi apretó los dientes y él continuó acariciando la zona, subiendo hasta su hombro de nuevo, descendiendo. Lentamente, torturándola e invitándola a hablar.

—Me la hicieron cuando era niña. A causa de ello perdí a mi madre.

Él entrecerró los ojos y se inclinó. Sus labios rozaron la piel femenina y su nariz se impregnó de su aroma.

—Yo… era una niña por aquel entonces. Supongo que tuve la desgracia de ser el interés de la persona equivocada. ¿Quieres saber por qué mi cara está en todos esos carteles, Samurái?

—Yamato —corrigió.

Su mano se desvió hasta sus cabellos, apretándolos, suaves y húmedos. Dejó un beso en ellos. Sus ojos se encontraron. La duda en los castaños.

—Yamato —repitió ella, como si durara. Él asintió.

—Continua.

Mimi soltó un suspiro antes de continuar.

—Vivía con mis padres en una pequeña aldea cerca de la ciudad. Ya se sabe lo que dicen; en cada casa de pueblo nace una niña hermosa. Yo era la de mis padres y única hija. Mis padres me daban todo cuanto quería, por muy estrafalario que fuera.

El detuvo una mano en su cadera, escuchando en su voz el teñido sentimiento de añoranza. Podía compartirlo con ella. Podía palparlo.

—Un día, el terrateniente, por aquel entonces, Ichijouji visitó nuestro poblado. Todos estaban tan emocionados como asustados a la vez. Las malas lenguas siempre traen escondidas ciertas verdades.

Yamato conocía a ciencia cierta ese dicho. La verdad siempre estaba tras la risa de un borracho. O tras la inocencia de un niño. Y los rumores acerca de Ichijouji no eran claramente dulces y honorables. Había ido ganando terreno con más mano dura que firme y la sangre cubría sus acciones con tupidas mentiras.

—Nadie pensó que algo sucedería. Al fin y al cabo, éramos tranquilos y lo tratamos muy bien. Excepto que al parecer, Ichijouji tiene cierto fetiche. O mejor dicho; su mujer.

Yamato detuvo una caricia que había descendido algo más de su cintura, clavando la mirada en ella una vez más inquisitivamente. Mimi suspiró y se encogió de hombros.

—Al parecer, le gusté a su mujer. Se le antojó tenerme el terrateniente hizo una oferta que mis padres no podía rechazar, según él.

Yamato asintió, cabizbajo.

—La vida de un pueblo a cambio de una niña.

—Exacto —confirmó ella—. Es increíble cómo pensáis los que portáis armas. Podéis quitar la vida tan fácilmente que no la valoráis.

Eso no era cierto. Al menos no del todo. Él la valoraba. Realmente le costaba muchísimo asesinar a sus víctimas. Excepto en situaciones como la de antes. Pero por la forma en que Mimi clavaba la mirada en el bosque frente a ellos comprendió que no se centraba en él y sus acciones.

—Mi madre logró ponerme a salvo. Lo último que sé es que todo el pueblo fue aniquilado. Cuando volví años atrás todo era ruinas y cadáveres en descomposición. Más tarde descubrí los carteles hacia mi persona. Desde entonces huyo de ello.

Mimi se echó hacia atrás, apoyando su cuerpo contra él. El kimono comenzó a empapársele todavía más.

—Y ahora, me ha tocado el samurái más cabezón del mundo que quiere llevarme a que muera en las manos de un asesino. Porque… vas a llevarme. ¿Verdad?

Yamato no sabía bien qué responder. La historia de Mimi no era tan diferente a las muchas historias que recorrían el país. Entre los problemas internos hasta la llegada de extranjeros. Todo era un bucle en el que no podías saber si era verdad o mentira.

Pero la forma en que su cuerpo temblaba contra el suyo, el tono lastimero de su voz y la forma de mirar con odio hacia el lugar al que se dirigían no podía ser mentiras.

Sin darse cuenta de lo que hacía, su cuerpo reaccionó y la estrechó entre sus brazos. Ella le tocó los brazos con sorpresa.

No iba a estrangularla. Era una dulzura inexplicable. Algo rudo y a la vez, tierno. Si alguien le preguntara, probablemente no tendría respuesta.

.

.

Mimi se estremeció entre sus brazos. No solo le había abierto las puertas a su pasado, si no que el alma al completo. Era la primera vez en mucho tiempo desde que se encontró con aquel dulce tabernero que la acogió como su hija, que no expresaba su historia con tanta franqueza. Y que fuera en los brazos de un hombre que se había esforzado tanto por salvarla y escucharla, era una sensación dulce y apacible.

Todo lo que podía ser entre sus brazos.

Era consciente de su desnudez, y aún así no se sentía con la necesidad de correr a esconderse y gritar como una chiquilla. Justo al contrario. Quería que esos ojos que siempre la miraban como si fuera algo que no estaba ahí, se percataran de la mujer que tenían delante de ellos.

Sus caricias todavía quemaban por su piel. Un roce casual que marcó un terreno de calor. Y que sus brazos la rodearan era como sentirse cobijada bajo el anhelo masculino.

Sin darse cuenta, suspiró. Movió un poco sus caderas. Un roce casual. Y lo sintió.

Miró hacia él con un deje de diversión, con pensamientos de picarle. Ahora que sabía que no iba a matarla, la idea de burlarse un poco de él estaban latientes. Sin embargo, cuando sintió sus dedos curvarse por la zona de su trasero, te tensó.

Ese hombre siempre iba un paso por delante.

El aliento le cosquilleó en el oído.

Sus dedos acariciaron su piel con delicadeza, como si temiera que fuera a romperse en cualquier momento. La pregunta de con cuantas mujeres habría estado murió en el mismo momento en que atravesaron las barreras de su sexo.

Había tenido amantes. Pero todos simples peones para liberarse. No podía estar orgullosa de ello. Siempre había soñado con entregarse a un hombre en concreto, pero ese favor jamás se le había concedido.

Quizás esa fuera la primera vez.

Porque ese hombre la atraía de una forma inimaginable.

Ahogó un gemido cuando la sintió explorarla. Su dedo moviéndose en su interior, buscando sus puntos sensibles. Arqueó su cuerpo contra él y se descubrió a sí misma abriendo más las piernas para facilitárselo.

Un segundo se unió a su intrusión.

La mano que le rodeaba el cuello descendió por su hombro, acariciando la dureza de uno de sus senos y descendiendo hasta su sexo. El placer acrecentó cuando encontró el secreto de su sexo, torturándola hasta el infinito orgasmo que estalló en su cabeza como una bocana de presión. Se aferró a él con fuerza.

—Dios mío…

¿Lo mejor? Que era su primer orgasmo real.

Hasta ahora todo había sido dar placer al hombre. Satisfacerlo hasta agotarlo para poder escapar. Y sin embargo, siempre había sido ajena a lo que la mano de un hombre podía crear en ella. Esa sensación se le había escapado durante demasiados años. Si los hombres no fueran unos egoístas, se habrían dado cuenta de la cantidad de veces que había fingido. Porque desde ese momento, confirmaba que lo había hecho de pena.

Y hablando de hombres…

Echó la mano hacia atrás y confirmó lo que sospechaba.

La erección empapada bajo la tela. Él siseó en su oído al notarla. Pegó sus labios a su cuello y ondeó las caderas contra ella.

Se le antojó algo tan íntimo que no puedo detenerse.

Sus dedos perfilaron la largura con experiencia. Incluso estudiaron la forma de sus testículos. Hubiera deseado meter la mano y tocar la carne, pero él no parecía por la labor. Ese encuentro ya estaba pareciendo ser mucho para él. Así que continuó tocándole, exprimiendo su placer, hasta que sintió cómo se estremecía contra ella y le jadeaba con fuerza contra la piel.

Su sexo palpitó entre sus dedos y aún así, continuó felizmente erecto.

Mimi sintió un deseo que hasta ahora no le había parecido posible. La sola idea de tener a un hombre dentro siempre había sido cruel para sí misma y una necesidad extraña era la que en esos momentos pronunciaba.

Se volvió con deseos de entregarse. Pero él estaba ya ajeno a ella.

Con las cejas fruncidas y una palabrota en la boca.

Cuando se percató de qué era lo que sucedía, Mimi descubrió que ya era demasiado tarde.

Estaban rodeados.

Continuará...