Hay algo que se conoce muy bien, que es parte aceptada de la ciencia y que es extremadamente perturbador. Algo que es rarísimo y extraño que poquísimas personas conozcan; quizás, para bien, porque esta información, es extremadamente perturbadora…

Hace varios años, el Instituto de Psiquiatría de Boston ( .), determinó que las pesadillas, vienen de una fuente completamente distinta a la de los sueños. Los sueños, han sido un fenómeno muy investigado, porque se sabe bien que almacenan varias escenas del subconsciente: Deseos ocultos, cuestiones psicológicas… Todo de quienes los experimentan mientras duermen. Es algo normal, de hecho, algo muy básico en todo ser humano. Pero parece ser, que las pesadillas, son distintas.

La actividad cerebral de una persona que está teniendo pesadillas, es muy distinta a la de una persona que está soñando normalmente, pero no por el hecho de que los picos en el gráfico, sean mucho más altas, más agudas, o más elevadas. Eso no tiene nada que ver… Dicen, que son distintas, porque la región del cerebro que almacena el recuerdo de estas pesadillas, es completamente diferente a la región que alberga los sueños.

Una persona almacena el recuerdo de los sueños en un área especial del cerero, por eso, a veces es tan difícil recordar ciertos sueños, o estos se olvidan rápidamente. El Instituto Nacional de Psiquiatría de Boston descubrió, que el área del cerebro que almacena las pesadillas, es la misma donde una persona almacena recuerdos cuando está despierto. Es decir… Tus pesadillas… SON REALES : ) - Pesadillas, Creepypasta/

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El Secreto de las Luciérnagas

"¿Tienes miedo de Dios? No… Solo tengo miedo de mí mismo" – Anónimo.

"Cuando miras al abismo, el abismo también te mira a ti" – Friedrich Nietzsche.

"Y es que, verás… La locura es, igual que la gravedad. Solo necesitas un empujón" – El Guasón, interpretado por Heath Ledger; El Caballero de la Noche.

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A mis amigos, a mi familia, al perro de mi prima, a mi gran amor, Valeria… Las grandes historias merecen un gran final, y quizás yo, no sea alguien grande, pero le daré a esta magnífica saga lo más grande que mi corazón le pueda dar…

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Jungla de las luciérnagas, Estado de Carecas, Brasil, 17 de Diciembre del año 1958…

El invierno en Norteamérica, alcanzaba su punto más alto aquel Diciembre de 1958 y era dolorosamente gélido recordar, para Ozwell E. Spencer, las navidades que había dejado de celebrar, por hacer lo que en ese momento estaba haciendo.

Como buen fanático de las novelas detectivescas y los avances tecnológicos en el campo de la medicina y la ingeniería, especialmente en la sub-rama de la ingeniería genética; Spencer, tenía una adicción particular por los safaris en lugares remotos del planeta. Siempre creyó, y eso era algo que compartía con Edward Ashford, que los grandes misterios del mundo, yacían ocultos en un lugar inhóspito, que el ser humano, o al menos, el ser humano corriente, no se atrevería a explorar bajo ningún concepto.

-¿Pero por qué no? – Pensaba Spencer. Las vibraciones de la camioneta de pasajeros, no distorsionaban el rumbo ni la claridad de sus pensamientos. Con la vista clavada en la ventana, a través de la cual se divisaba un paraje bastante denso y bastante verde, de árboles y vegetación, tan espesa que parecía una pintura muy larga colocada a lo largo de la carretera; Spencer determinó dos cosas: La primera, en ese lugar, hacía un calor de puta madre. Daba gracias a Dios por traer consigo una cantimplora lo suficientemente holgada como para satisfacer la sed de un camello, y dos: Lo que sea que estuviesen buscando, y por lo cual, Axel los había enviado allá, se encontraba específicamente en ese lugar. En esa jungla.

Pronto Carecas, el pequeño y poco trascendental poblado de Carecas, pasaría a formar un punto y aparte en los libros de historia, pero por todas las causas equivocadas…

El autobús viraba, derrapaba, y casi se iba contra el hombrillo en cada curva. La samba sonaba a un nivel de volumen tan alto, que Edward se veía en la necesidad de gritar para sacar a Spencer de su ensoñamiento. Unos puestos más atrás, Howard, el mayordomo de la familia Spencer, observaba todo con un interés cuando menos suspicaz. Él sabía mejor que nadie, que cuando el amo Spencer, estaba en sus momentos de abstracción (Cómo él mismo lo había denominado hace ya varios años), no había fuerza en la tierra que pudiera sacarlo de ese trance, hasta que el mismo Spencer lo considerara adecuado. Por supuesto, las normas, la educación y el protocolo, se perdían por completo en ese momento, pero eso a Spencer le valía un comino. Howard se pasó la mano crispada, a causa del ya cada vez más latiente Parkinson, por la calva que buscaba disimular con apenas unos cuantos mechones pelirrojos, y sus ojos azules se volvieron a centrar en el mapa que se había obligado a estudiar.

Según las indicaciones de Axel Wesker, el lugar no podía estar muy alejado. De todos modos, Howard tenía un mal presentimiento. A sus cincuenta y cinco años, había visto de todo: Duelos entre bandas mafiosas, defraudaciones multimillonarias, golpes de estado, derrocamientos, y uno que otro genocidio, en algún pueblo olvidado de Dios en ciertos rincones de África; pero si bien todo eso había contribuido a forjar en él un carácter frío y unos nervios de hierro; el buen Howard Cottermore, no podía ignorar la atmósfera pesada de Carecas. Era como si un gran dios de la maldad, una especie de Satán particular, tuviera su mirada posada sobre el poblado, y más concretamente sobre el autobús, que transportaba a los tres exploradores, de forma poco prudente hacia el interior del pulmón amazónico. Howard sentía como los rayos del sol, traspasaban las paredes de latón del vehículo, recalcitrando en su piel, impregnándola de un sudor pegajoso y nada agradable. Aunque de lejos, lo peor era la sensación de que ahí adentro. En el corazón de esa jungla del demonio, los estaba esperando algo. Algo malo…

Lo percibió en el semblante de los pueblerinos. Que cambiaba de una mirada afable y llena de gracia, a una perspicaz y bastante desagradable, cuando alguno de los dos amos, tanto Spencer, como el Sr. Ashford, cometían la osadía de nombrar la jungla.

Lo percibía en la manera en la que los niños se alejaban del lugar, cuando su pelota de fútbol, desdichada ella, iba a parar traicioneramente en los linderos del lugar... Rodaba unos cuantos metros, mientras iba internándose en un paraje boscoso y traicionero, pero no lo suficiente como para dejar la invitación cerrada. Sino todo lo contrario. La circunferencia de tela y arena de cal permanecía ahí, como si estuviera mirando a los pequeños bastardos. Invitándolos a acercarse. Dándoles los suficientes alicientes como para recuperarla.

Y los niños la veían, y se le quedaban mirando por largo rato… y luego de pensarlo bastante bien, daban la media vuelta y se marchaban.

Habían estado una semana en Carecas, y solo un par de veces, Howard, se había encontrado con aquella penosa escena ¡Dios! Si hasta en África, los chicos se armaban con palos y piedras, si con eso podían defender su rancho, pero aquí en Brasil, o por lo menos en ese poblado extraño, las cosas eran diferentes. Se defendían entre ellos, sí. Pero la jungla era sagrada.

Por todo lo anteriormente mencionado, era obvio que ningún pueblerino en sus cabales, se iba a atrever a acercarse a ese supuesto pandemónium solo con el incentivo de unos cientos de reales, cosa que para los años cincuenta, no era nada despreciable… Por lo tanto, Spencer y Ashford, emplearon la vieja maña más práctica y poco elegante que existía: Contratar a un guía borracho.

El Sr. Méndez o Ménez, Howard no recordaba bien el nombre, era un sujeto que se había pasado las últimas tres horas cantando a todo pulmón una balada-cumbia brasileña, con una botella ginebra, peligrosamente cerca de la palanca de cambios del autobús, pero con un sentido de la orientación y una habilidad para el manejo, que rozaban entre lo extraordinario y lo demencial. Howard no se sentía intranquilo por depositar su integridad física en las manos de ese hombre, de un metro cincuenta de estatura, prominente barriga cervecera y un bigote tan adusto, que se habría podido podar con unas tijeras para jardín. Su incomodidad provenía de la mirada de su amo Spencer, y de lo que planeaba hacer, una vez que el Sr. Ménses decidiera dejarlos a su suerte al final de la vía.

Lo notaba también en el Sr. Ashford. La manera en la que buscaba llamar la atención de Ozwell, no era para nada tranquilizadora. Se podría decir, que de alguna forma, estaba buscando que Spencer reevaluara las indicaciones de Axel, que viera los pormenores, o que simplemente, se diese cuenta de que todo aquello podía ser una trampa mortal o una muy mala idea. Tenían en mente abrir una corporación trasnacional farmacológica en una década, aun sin tener muy claro aún el porqué, y por eso mismo estaban buscando motivos de peso para ello. Pero Edward creía que esto, ya era llegar demasiado lejos.

-¡Joder! ¿Siquiera me estás escuchando?

-He tratado de ignorarte durante todo el camino, pero supongo que tú estúpida cabeza no se ha dado cuenta – Ozwell dijo esto sin mirar ni siquiera a Edward. En aquel momento, solo pensaba en las palabras de Axel.

-"Me encontré con un brillo muy particular, en la jungla de las luciérnagas"…

-Escúchame, Ozwell. Conozco perfectamente la clase de persona que es Axel. Qué sea capaz de nadar a brasas por encima del triángulo de las Bermudas, solo a fuerza de un rumor o de un chisme, no significa que debamos retribuirle su valentía arriesgando nuestros pellejos.

-Te recuerdo, Edward, que hasta ahora, las observaciones de Axel han sido bastante acertadas. Si nuestra libreta de ahorros, y nuestras cuentas corrientes, gozan de una mayor cantidad de ceros, que la carpeta de calificaciones escolares de este señor – Hizo un guiño y señaló, al Sr. Méndez – Es por obra y gracia, al menos en gran medida, de Axel Wesker. Si nos ha pedido que lo veamos con nuestros propios ojos, es porque de verdad debemos verlo. Nunca antes nos ha pedido algo similar. Y dudo mucho, que vuelva a hacerlo.

-Sí, pero aun así…

-Se-Señor, Spennnnn… ¡Cer! ¡Hip!

En el momento en el que el Sr. Ménses, interrumpía a Edward, el autobús dio una vuelta en U, y levantó una ola de tierra que empañó los vidrios. Inclusive un poco logró colarse por encima de los resquicios de las ventanas semi-abiertas y depositarse aparatosamente sobre las cabelleras de Edward y Howard, a excepción de Spencer, que cargaba un sombrero de safari para la ocasión.

-Lo escucho, Sr. Méndez.

-Hemos llegado… ¡Hip!

No tuvo que decirlo dos veces, ni enrocarse la lengua para que Spencer lo entendiera. Como alma que llevaba el diablo, tomó su equipo del compartimiento que estaba por encima de los asientos para pasajeros, atándose las cinchas de la mochila alrededor de la cintura, y rodeando los hombros y las axilas, y por último, guardando el mapa de Axel, en el bolsillo delantero de su guayabera marrón claro. Se aproximó a la salida sin siquiera mediar con la cara quejumbrosa de Edward, para luego ser seguido por Howard, que se encargaría de trasladar el resto del equipaje.

Spencer le dio unas indicaciones al conductor en perfecto portugués y luego procedió a bajar del vehículo. Detrás de él, Howard, con paso medido y sin perder la compostura, y cerrando la fila, Edward Ashford, cabizbajo pero alerta. Notablemente convencido de que aquel, no era un buen lugar para satisfacer sus ansias aventureras de hombre rico.

Al bajar del autobús, se encontraron con un claro. Habían dejado la carretera adoquinada de piedras y huellas de vehículos, para aterrizar en un área circular, rodeada por arbustos muy altos y árboles frondosos, que solo dejaban colar lo suficiente el sol, como para que este pudiera iluminar por retazos, el letrero que se ubicaba justo al pie de la entrada a la jungla.

Este letrero, más que una señal de bienvenida, parecía una advertencia. Y era del Ministerio de Ambiente del gobierno brasileño:

"PROHIBIDO EL PASO – Todo en grandes y chillonas letras rojas – SI USTED SE INTERNA EN ESTA ÁREA, NO TENEMOS EL CONOCIMIENTO GEOGRÁFICO PARA GARANTIZAR UNA EXTRACCIÓN DE EMERGENCIA. PROHIBIDO EL PASO"

Spencer ignoró la señal y miró hacia ambos lados. Ubicó un sendero que se abría paso entre unas raíces de árbol, y les indicó a Edward y a Howard con un movimiento de mano, que lo siguieran. Estos, por supuesto, asintieron de mala gana.

No se percataron en ningún momento de la sombra humana que se había mezclado con el follaje de los árboles. Apoyándose en la poca luz que se lograba filtrar a través de las ramas. Una sombra humana y de apariencia primitiva, que los observaba fijamente con un par de grandes y redondos ojos plateados, que se desplazaban dentro de sus cuencas a medida que el trío se iba alejando del claro, para internarse en la jungla. Una vez fuera de su campo visual, la sombra se columpió entre las ramas de los árboles más altos. Todo en perfecto silencio, y en plena luz del día.

Empezaron a atravesar el campo, con Spencer a la cabeza, seguido por Edward, que caminaba jorobado, a pesar de que su equipaje, era notablemente menor en dimensiones al de Howard, que no solo se desplazaba erguido, sino con cierto orgullo por notarse, al menos en ese rubro, superior al Sr. Ashford.

Spencer de tanto en tanto se detenía, miraba el mapa, luego miraba hacia los lados, volvía a mirar el mapa, mascullaba algo para sí mismo y luego seguía caminando... No había forma de saber si estaban lejos o estaban cerca de su destino. La jungla parecía un inmenso laberinto de pasadizos gemelos, que se parecían todos entre sí. Una vez adentro, no había forma de saber que tan lejos o que tan cerca se estaba de los límites de la jungla. Lo único que quedaba, era seguir caminando.

-"Pero si Axel pudo salir de aquí, con una maldita sonrisa de oreja a oreja, por Dios que yo también lo voy a hacer, y será para clavarle un picahielos por un oído, hasta que le saque la mitad del cerebro por el otro".

Edward Ashford, que moriría un par de décadas más adelante, producto de un error en uno de los experimentos con el virus Progenitor descubierto en África, ahora estaba siendo víctima de ese particular mal que suele atacar muy seguido a las personas que sufren de paranoia o hipocondrismo: La sensación de estar siendo observado.

No lograba disimularlo tan bien como Howard, o ignorarlo de la manera en que lo hacía Spencer. Pero lo sentía. Quizás en menor o mayor medida, pero ahí estaba. Su pulcro cabello rubio, picado en dos sobre su cabeza, enmarcaba un rostro joven, adulto, pero joven. De un hombre aristocrático, con notables raíces británicas. Dos pozos azules, como par de oasis, y unas mejillas achatadas hacia adentro, que formaban parte de una cara alargada, culminada por un puntiagudo mentón. Era un sujeto atractivo, pero que perdía buena parte de esa cualidad cuando se ponía nervioso. Su altura de un metro ochenta y cinco, y sus brazos largos y tonificados por horas y horas de natación, vibraban como lo haría el motor de un auto al encender.

Y ese maldito vaivén en su cabeza. Miraba en todas las direcciones, hacia arriba, hacia los lados, en diagonal. Varias veces estuvo a punto de tropezar, y otras cuantas lo hiso, haciendo malabares y maromas en el aire para no irse completamente abajo. Ignorado completamente por Spencer, que simplemente seguía caminando. Howard estaba a punto de golpearlo. Aquella actitud lo estaba volviendo loco.

Finalmente, entre aquel mar de dudas e incertidumbre, y la copiosidad de la jungla en la que se habían internado, sucedió lo más predecible: Edward, se resbaló.

Tropezó. Nada del otro mundo. Vio una raíz saliente de un árbol cercano, y la golpeó con la suela delantera de la bota, como lo haría cualquiera, para acto seguido, resbalar aparatosamente y caer con las manos contra el suelo terroso y lleno de piedras y gusanos. Se raspó las rodillas, y se maldijo internamente por llevar bermudas de explorador ese día. El peso de su equipaje, lo retuvo en esa posición unos cuantos segundos más, pero lo suficiente como para que Howard, tuviera que hacer acto de presencia.

-¿Necesita ayuda señor?

-Tira de la cinta del bolso, y así podré levantarme más rápidamente… Dios, necesito un baño.

Howard sonrío mentalmente ante el hecho. Un poco de sentido del humor no caía nada mal para una situación así. Con gusto, se inclinó para tomar la cinta, a la vez que Edward apoyaba las palmas de las manos, y perfilaba la punta de los pies con el fin de tomar fuerza y reincorporarse. Ambos tiraron y al momento de volver a erguirse, la figura de un hombre negro, que parecía haber salido de las entrañas de la tierra, se manifestó ante ellos, como si se tratara de un fantasma.

Edward y Howard quedaron estupefactos. Aquel sujeto debía medir por lo menos dos metros, tirando para dos metros y medio. Era delgado, pero muy robusto. Su piel era tan oscura y opaca, con cicatrices en tantos sitios, que parecía de piedra. Un taparrabos bastante precario cubría su entrepierna, y no portaba arma alguna, pero no le hacía falta. Poseía dos ojos grandes, redondos y vacíos, como pelotas de ping-pong plateadas, y de la comisura de sus labios brotaba un hilo de baba que caía sobre su pecho y continuaba su recorrido hasta alcanzar la punta de los dedos de sus pies. Se trataba claramente de un indígena de la zona. Por su apariencia, un caníbal, y por el hilo de baba y los ojos plateados, sin pupilas negras en el centro, se trataba de un indígena, caníbal y además drogado, o bajo efectos de sustancias estupefacientes de la época.

Era como una estatua que hubiera parecido de repente. Emitía un gruñido muy bajo y muy primitivo, parecía un zumbido, y algo le decía a Edward, que aquel individuo no poseía un control precisamente exacto sobre su cuerpo. Que podía perder el control y volverse agresivo en cualquier momento.

Se observaron por largos y tensos segundos, antes de darse cuenta, que el perímetro del área, estaba rodeado por la presencia de más personas como él. Hombres, mujeres, niños, ancianos; gente de toda clase. Con la misma piel arisca y negra, y los mismos ojos plateados.

Más adelante, Spencer, estaba rebuscando entre sus bolsillos, algo que parecía muy importante. Tanto así, que no notó el momento en que aquel individuo, le dio la espalda a Edward y comenzó a aproximarse a él, a paso lento y comedido.

El resto de sus compañeros comenzaron a reducir el área cada vez más. Su caminar era tan pausado, que casi se podía oír el arrastre de la planta de sus pies, contra el suelo arenoso y húmedo. La tierra chocando contra las hojas de los abetos y la carne golpeando contra los tocones y rompiendo ramas en el proceso. Sus miradas de pronto habían cambiado. Ahora eran de furia, con venas surcándoles la frente. Habían revelado sus dientes, y eran horribles. Parecían un centenar de lápidas amarillas parduscas muy grandes y dentadas de una manera, que los hacían parecer cuchillos mal afilados. Sus ojos se entonaron, y ahora una diminuta pupila negra, del diámetro de un punto sobre una hoja de papel, había aparecido sobre el ojo, y Edward podía ver como se revolvía alocadamente dentro de los orbes del hombre más cercano que pasaba justo a su lado.

Sus dedos se habían agarrotado, y todos estaban flexionados como si fueran garras. Era todo muy obvio. Estaban listos para atacar.

Pero Spencer finalmente consiguió lo que buscaba. El arma que le había dado Axel antes de venir…

De un compartimiento de su mochila, extrajo un frasco. Poco más grande que los que se utilizan para envasar las papillas para los bebés y los niños. Adentro del frasco, había una presencia luminosa, como un hada, que revoloteaba parsimoniosamente dentro de los linderos del frasco de vidrio agujereado, y brillaba intermitentemente. Se trataba de una luciérnaga.

Las expresiones de los caníbales, si es que se les podía llamar así, había cambiado por completo y había vuelto a ser con la que Edward y Howard, se habían topado en un primer momento. Acto seguido, Spencer pasó a desenroscar la tapa del envase y dejó en libertad a la pequeña criaturita, que pasó revoloteando alrededor del magnate empresarial y fue seguida con la vista por todos los nativos, al unísono.

Luego comenzó a alejarse, y los nativos con ella. Spencer esperó hasta que todos ellos hubieran desaparecido, y luego le hizo señas a sus compañeros para que se acercaran.

-Espero que no vuelvan a aparecer. Porque solo traje una.

-¿Qué demonios quieres decir con que solo trajiste una? Acaso sabías que esto iba a…

-¡Shssssst! – Acalló Spencer rápidamente, con un sobresalto bárbaro. Edward rápidamente tragó en seco, y miró hacia los lados de nuevo. Luego posó la mirada en su compañero nuevamente, y escuchó atentamente – No tenía idea de nada. Axel simplemente me dijo que lo usara en caso de una emergencia.

-¿Y ahora?

-Ahora deberíamos estar a una distancia bastante cercana de nuestro destino, pero no entiendo. Aquí no hay nada diferente a lo que ya habíamos visto desde que entramos a la jungla. Todo permanece igual, quizás nos…

-¿Señor?

Era la voz de Howard, que se había alejado del grupo para atender sus necesidades fisiológicas, y en el trayecto, se había encontrado con un hallazgo interesante.

Ocultó por una alfombra de hojas, había un túnel con un diámetro de aproximadamente cinco metros. Estaba a una distancia de tres metros del sendero, y cualquiera que pasara por encima, caería derecho a una trampa oscura, y para bobos. Lo curioso, es que se trataba de la única cosa diferente en todo el lugar, y Spencer no tenía muchas opciones.

Los tres observaron el pozo, y lo que más les llamó la atención, fue la presencia de luciérnagas en su interior.

Aquello los hizo sentirse más seguros, y a Spencer en especial, más interesado.

-Bajen después de mí.

Y así lo hicieron. La luminosidad natural de los pequeños insectos, fue suficiente, pero aun así, Spencer decidió ayudarse con un encendedor. Caminando semi encorvado a través del túnel, y acompañado por el fulgor de las luciérnagas, que si hubiesen podido expresar como se sentían en ese momento, Spencer habría podido jurar, que su primera revelación, habría sido de júbilo, pues alguien había descubierto su secreto.

Llegaron hasta el final del túnel y fueron a parar a una especie de laguna subterránea, con el agua más limpia y clara que habían visto en toda su vida. La laguna rodeaba el interior de la cueva, como una especie de O, con un islote en el centro, dándole la apariencia de una gigantesca rosquilla acuática. En su interior había quizás miles y cientos de miles de luciérnagas. Todas aparentemente muy alteradas y con un comportamiento errático, poco acertado. Algunas chocaban entre sí, para luego desplomarse para morir a causa del impacto, mientras que el resto, seguía presa de su frenesí. Spencer no tenía idea del porqué de ese espectáculo tan raro y perturbador, pero pronto le dio descanso a esa interrogante, para encontrarse de cara con algo mucho más interesante.

En el centro del islote, había lo que parecía ser, una montaña de huesos. Se podía dilucidar los restos de carne podrida, todavía adheridos a las extremidades, a los fémures, a las tibias, las moscas revoloteando a su alrededor, desprendiendo de manera muy minuciosa la carroña, y el creciente horror y asco en la cara de Edward, pues aquello había sido suficiente como para darse cuenta que estaban en medio de un auditorio para ritos caníbales.

Y sus sospechas se vieron corroboradas, cuando con angustia, presenciaron la puesta en marcha de uno de esos rituales.

Los jadeos del hombre eran inútiles ante la fuerza de siquiera uno de ellos. Se trataba del Sr. Méndez. Spencer lo había identificado muy bien. Lo tenían tomado del pescuezo y lo fueron pasando a través de la laguna, embadurnándolo todo de lodo y excremento, o algo que parecía ser excremento. Detrás de él y de su griterío, una comitiva de nativos de ojos plateados, seguía los pasos del verdugo, en dos perfectas y alineadas filas, dispuestos y listos para comer.

Primero lo retuvieron contra su libertad en el centro del islote… Luego, las uñas y los dedos callosos, se fueron abriendo paso a través de la carne, como si se tratara de un pedazo de plastilina. El Sr. Méndez estuvo consciente en todo momento, mientras la sangre salpicaba en chorros altos y los restos inservibles de intestinos y vísceras, quedaban desperdigados cuando ya no se podían masticar. Parecía un círculo de hormigas asesinas devorando a un malparado insecto, y el porqué del comportamiento, no era casual. Spencer estaba seguro, de que en aquella jungla, había animales. Suficientes de hecho, para poder utilizarlos como alimento para una tribu, que ni siquiera se veía muy numerosa. Pero lo importante en sí, no era la tribu, sino la razón de su comportamiento, y en medio de los gritos de dolor y agonía de Méndez, Spencer creyó saber por qué…

Las luciérnagas de la superficie, no se comportaban como las que se encontraban en esa caverna. Estas eran erráticas y agresivas. En varias ocasiones, chocaron contra la piel desnuda de sus brazos, y el impacto era como el piquete de un mosquito. Spencer, que se había criado en una zona boscosa del Norte de Europa, no recordaba que estos animales tuvieran un comportamiento como este, y lo más razonable, era asociarlo con el ritual cavernícola que estaba teniendo lugar en ese momento.

-"No es casualidad que coman aquí, y no en otro lugar… Tampoco lo es, que nos dejaran ir, cuando vieron a la luciérnaga emanar de mí… El secreto, son las luciérnagas. Este, es su secreto"

Con el mismo frasco abierto, tomó a todas las criaturas que pudo, solo para ver con frustración, como entre todas ellas se iban golpeando hasta morir. A la final, solo quedó una.

Spencer observó muy fijamente a la pequeña y ligeramente antropomorfizada criatura, con los vellos erizados, y las antenas muy enhiestas, en una posición claramente a la defensiva. Su fulgor también era diferente, de un color verde radioactivo. A Spencer aquello le gustó, y pudo percibir que tanto a Edward, como a Howard también.

Se reunió con ellos y se dispusieron a salir del túnel… Una vez afuera tuvieron tiempo de pensar… Spencer en especial, se encontraba muy interesado en el nombre de la compañía que utilizarían para orquestar los primeros experimentos…

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