¡Saludos, lectores, de nueva cuenta!

Espero tengan un buen inicio de semana, no tan caluroso como el mío. Salgo de mis vacaciones para entregarles una especie de epílogo para Espejo humeante, ya que, recordarán, el pobre cangrejo quedó lesionado. Bueno, de esto trata esta historia, de su viaje para intentar deshacerse de sus malestares.

Muchas gracias a quienes se asomen a estos pocos capítulos y lean. Por otro lado (¡dioses, no creí nunca tener que aclarar esto!), no esperen ver emparejados a Máscara Mortal y a Afrodita, pues además de que me disgustan las parejas entre los caballeros, esta en especial, junto a la de Shun y Hyoga, me parecen tan aburridamente comunes que por mi cabeza ni ha pasado ni pasará la idea de escribir algo sobre eso.

Copyright a Kurumada, por sus bellos y torturables personajes, ahora sí, pasen a leer las desventuras del cangrejo…

X – X – X – X

1.- A las afueras del Santuario

El caballero de Cáncer observa el sendero que baja desde Aries hasta el coliseo.

–¡No!–, sigue negándose –no pienso aceptar, jamás usaría eso… Me creerán débil.

Detrás de él. Mu sonríe divertido, junto a Afrodita.

–Mu tiene razón; ¿qué va a pasarte si en todo momento mantienes tu cosmos al máximo? Te debilitarás o vas a hacer explotar a alguien. Vamos, tómalas.

–¡Que no!

Los guardianes del primer y último templo aguantan la risa. Desde que en las Doce Casas supieron que Máscara de Muerte iría al extranjero, todos intentaron adivinar a dónde, si a la playa, si a unas ruinas arqueológicas o a alguna ciudad, si por vacaciones, si a causa de una misión, si ellos también debían mantenerse alertas. La diosa los tranquilizó. Es algo personal, ya solicitó mi permiso, le dijo a Aioros en el salón del Patriarca, pensándose a solas. El caballero de Sagitario asintió, se puso de pie y se retiró. Ya en las escalinatas se encontró con Aioria. Su hermano menor platicaba con Milo en voz muy baja, mientras ambos daban breves vistazos hacia los templos más cercanos. Luego de eso, hasta Kiki deseaba acompañar a Máscara de Muerte en sus vacaciones.

Afrodita estaba enterado de lo del viaje desde antes, desde el enfrentamiento con aquel dios, Tezcatlipoca. Piscis iba a acompañar a su amigo. Él y Mu sabían también las razones del caballero de Cáncer para alejarse del Santuario durante un tiempo quizá corto, quizá largo.

–Cree que saliendo va a recuperarse de las secuelas de aquel sueño–, comentó Afrodita con el guardián de Aries una noche, luego de su turno. Piscis recordó el llanto inusual de Máscara de Muerte y Mu aquel "ellos me quemaron los pies" que lo hizo apretar los puños mientras escuchaba junto con Shiryu al otro lado de la puerta.

Y entonces decidieron ayudarlo los dos, más allá de que Piscis fuera con él. La siguiente noche, Afrodita hizo su guardia en el templo de Cáncer, al lado de su amigo.

–¿Cómo te sientes?

Máscara Mortal, con los ojos en una de tantas constelaciones y las manos húmedas, decidió ignorarlo.

–Contéstame siquiera…

–Estoy bien, ¿por qué habría de pasarme algo?

Hubo silencio. El caballero de Piscis no supo si era correcto recordarle a su amigo cómo fue que se quebró esa noche, luego de cinco días de dormir y de una borrachera. Seguro si lo hacía traer a su memoria el abrazo de Mu y los sollozos que se lanzan igual que si fueran una respiración, iba a ganarse una bofetada como la que él mismo le había dado a Aries esa ocasión.

–No sé, tú dime… En las cabañas de los guardias se rumora que ya en unos días te irás de viaje.

–Metiches–, Afrodita negó en silencio. Terco como él solo, pensó.

–Recuerda que voy a ir contigo.

El guardián de Cáncer elevó su cosmos, se levantó, y recargado en una de las columnas de la entrada principal de su templo, observó al duodécimo caballero con el ceño fruncido.

–No, Afrodita, ya lo pensé mejor; esto es algo que debo tratar de arreglar yo solo.

El caballero de Piscis decidió no decir nada más. Por la mañana bajó a ver a Mu. Aries acomodaba las mantas de la cama de su aprendiz.

–¿No deberías dejar que el propio Kiki haga eso, Mu?–, preguntó desde la entrada, los brazos cruzados, diciéndose que su compañero era demasiado gentil. Podría malcriar al niño.

La voz de Afrodita sobresaltó al guardián del primer templo.

–Perdón, no fue mi intención asustarte. Buen día.

–Buenos días–, respondió Mu al saludo mientras doblaba una prenda percudida.

–Kiki debería responsabilizarse de su habitación.

–No es nada. Si puedo, voy a ayudarle.

Piscis sonrió, pensando qué haría de tener un aprendiz a su cargo. Tal vez lo mismo que Mu, susurró para después ir con Aries hasta la entrada.

–¿Qué pasa?, te noto preocupado–, preguntó el discípulo del Patriarca.

–Quiero ayudar a Máscara de Muerte, pero no se deja.

–Ni se dejará, Afrodita–, lo interrumpió Mu antes de sentarse en las escalinatas, de suspirar mientras alzaba la vista hacia una amplitud ya azul, sin sombra de nubes.

–Sí; también me parece extraño… Por un momento pensé que después de muerto Ikki iba a haber dos soles siguiéndose uno al otro.

Mu se volvió para ver a Afrodita. Su voz calma, como la de él mismo, seguía flotando bajo los días gracias al Fénix y a su hermano. Ninguno de los caballeros dorados se había atrevido a mencionar nada delante de su diosa. Lo que supieron fue gracias a que Milo había obligado a Dohko a hablar después de un juego de cartas. El maestro de Shiryu perdió y tuvo que pagar la apuesta.

Les dijo que Athena estaba demasiado afligida, que se culpaba, que le hubiera gustado que Ikki trajera a Shun de vuelta, que no se sentía digna del título de diosa, que con gusto tomaría el lugar de sus caballeros de bronce…

–Prométanme que actuarán como si no supieran nada, ¿de acuerdo? Si no, los Cien Dragones van a despertarlos una de estas noches, y ni en el Yomotsu van a librarse de ellos–, agregó viendo por el rabillo del ojo al caballero de Cáncer.

Pero una amenaza no era necesaria; sus amigos tenían el gesto sombrío y las ganas de llorar anudadas en el cuello.

–¿Verdad que no es nada divertido, jóvenes? –reclamó el caballero de Libra antes de abandonar la mesa con un puñetazo.

Cáncer y el Escorpión se miraron. La culpa no estaba en las cartas ocultas entre las ropas de Milo sino en el honor del antiguo maestro: había perdido y pagaba sin más, sin sospechar que ese caballero le había hecho trampa.

–Dos soles… Muy gracioso, pero no le vayas a decir eso a Dohko, Afrodita, podrías comenzar una batalla de los Mil Días.

Los dos caballeros rieron apenas, y ese rumor se perdió entre la actividad de los aprendices, que subía desde el coliseo. La vida cotidiana ahí, en el Santuario, los días transcurriendo en el pueblo cercano, en las ciudades y más allá de las fronteras de Grecia. La normalidad. Pero estaba el recuerdo de los dos hermanos que se sacrificaron, además del malestar del caballero de Cáncer.

–No importa lo que piense, voy a ir con él lo quiera o no.

Mu de Aries no lo escuchó. Estaba viendo cómo se acercaba su aprendiz.

–Tengo una idea para que no necesite elevar su cosmos todo el tiempo–, dijo de pronto. Kiki tropezó y Afrodita volteó a mirar cómo su compañero se levantaba a ayudar al pelirrojo.

X – X – X – X

No tardo, se despidió de su aprendiz el guardián del primer templo.

–No se preocupe, señor Mu–, le respondió el niño. El caballero sonrió antes de alejarse.

En el pueblo, Aries recorrió algunas tiendas. Era muy temprano, había pocas abiertas y en todas vendían remedios para enfermedades leves, gasas, vendajes, pero nada de lo que buscaba. Creo que será más tiempo del que había pensado, se dijo.

Y entonces lo vio: un anciano que se impulsaba sobre su silla de ruedas. Un poco más allá, recargadas en el muro frontal de una casa verde, un par de muletas dibujaban una línea sobre la pintura ya desgastada. El caballero negó en silencio, imaginándose el avance de una enfermedad sin remedio, pensando que tal vez adentro, entre el brazo de un sillón y los libreros, había un bastón anterior a las muletas y a la silla de ruedas.

–Buen día–, saludó el caballero inclinándose un poco. El anciano apenas lo miró.

–Buenos días, perdone a mi padre–, lo sobresaltó una joven. Mu la había visto antes, en el comercio donde vendían pan.

–Perdón, señorita, no quisiera molestarla… Yo…

Y entre titubeos, el caballero le explicó que estaba buscando unas muletas.

–Si es posible, me gustaría comprarle esas.

La joven lo observó. Sabía de los habitantes del Santuario, del guerrero venido del Tíbet que vigilaba la primera casa, pues alguna vez su madre la mandó a llevar pedidos de pan a los alrededores del coliseo.

–Que sea un obsequio, caballero; de todos modos mi padre ya no va a usarlas.

Mu observó las piernas del hombre, la cabeza entrecana, y esa apariencia de muñeco de ventrílocuo que cargaba su cuerpo. Vio también su rostro, no tan agrietado como sus manos. Y sintió pena por el hombre, por un organismo de mediana edad al cual se le vienen encima, de golpe, los años que le restan de vida, más que maduros en unos cuantos meses, echados a perder.

–No puedo aceptarlas–. Mu rebuscó en los bolsillos y encontró varias monedas, un par de billetes, y se los extendió a la muchacha. –Mire, es todo lo que traigo.

–No, así está bien, ustedes nos protegen–, respondió ella sin separar las manos del delantal, rechazando con debilidad el pago. Su padre apretó los brazos de la silla.

–Pero de cualquier modo no puedo llevarme así algo que no es mío. Por favor…

El caballero de Aries metió el dinero en la bolsa del delantal de ella, tomó las muletas y se alejó después de ensayar una reverencia delante del hombre, que escupió en el suelo cuando Mu se hubo retirado.

De regreso en el Santuario, el guardián de Aries se dedicó a limpiar la madera, a retirarle cualquier posible astilla, a fin de dejar las muletas listas para Máscara de Muerte. Así no tendrá que elevar su cosmos ni sufrir por apoyar la totalidad de su peso en sus pies, pensó Mu, considerando también la posibilidad de que su compañero le rompiera las muletas en la cabeza.

–Tendré que obligarlo a aceptarlas. Quizás Afrodita piense en algo para ayudarme.

Minutos más tarde subió a Piscis. Ya se nos ocurrirá algo, dijo Afrodita, y ambos bajaron a buscar a Cáncer, que iba camino del coliseo para empezar los entrenamientos del medio día.

–Buenos días…, tardes–, lo alcanzó Mu a la entrada de Aries.

Silencio.

–Mu tiene un regalo para ti, cangrejo.

Máscara de Muerte apenas si volteó para mirar horrorizado el par de muletas que le ofrecía el caballero de Aries.

–¡No!

Sus amigos sabían que se negaría.

–Así no te debilitarás porque no será necesario tener tu cosmos encendido permanentemente–, aconsejó Mu.

El caballero, junto a Afrodita, rogó en repetidas ocasiones. Y el caballero de Cáncer continuó y continúa rechazando el ofrecimiento

–No pienso aceptar, jamás usaría eso… Me creerían débil.

X – X – X – X

Continúa…

La autora se oculta detrás de una columna mientras cierto caballero la busca, pregunta por ella a Aioria, a Ikki, sin respuesta. Ojalá no se le ocurra buscar en su propia casa, piensa ella, aguantando la respiración, sabe que el guardián de Cáncer le reclamará, como es su costumbre, pues él no ve ningún apoyo en esos artefactos, sino una manera más de torturarlo dentro de sus historias…