La primera vez que Anna la vio, había ido a visitar a su hermano Hans.
A Hans le habían metido en el asilo tras una crisis nerviosa hacía dos meses. Su hermano era el quarterback de los Ciervos de Arendelle, el invicto equipo de fútbol de la escuela pública local.
Bueno, habían sido invictos. Hasta que su hermano lanzó una interceptación en los últimos minutos del partido de campeonato. El equipo contrario se hizo con la pelota, y el partido terminó con los Ciervos perdiendo 35 a 33.
Hans no lo había llevado bien.
Tras una semana de miradas asesinas lanzadas por otros estudiantes y de sus compañeros de equipo encerrándole en taquillas, Hans terminó por estallar y, enfurecido, destrozó el vestuario y mandó a dos de sus compañeros al hospital.
Siempre ha sido muy irascible pensó Anna para si mientras se sentaba junto a él en la sala del instituto, viendo un campeonato de póquer en la pequeña televisión que había en el rincón. Y siempre le ha gustado delatar a la gente cuando se están marcando un farol. Eso era lo que había estado haciendo desde que el torneo empezó. Cada pocos minutos Hans le daba un codazo y señalaba a alguien, diciendo algo del estilo de "¿Ves cómo acaba de rascarse la ceja? Eso significa que se está marcando un farol?" o "¿Pero ése a quién se cree que engaña?"
Anna simplemente se reía y asentía, haciendo los gestos apropiados cuando alguien hacía una mala jugada o, por el contrario, se llevaba un buen pellizco.
La verdad es que no entendía el juego, pero era lo único que su hermano realmente disfrutaba aparte del fútbol, y como aquello era terreno minado hasta nuevo aviso, ella estaba encantada de verlo con él. Haría lo que fuera por que fuese feliz; en su opinión, cuanto mejor fuese su humor, más altas serían las posibilidades de que escuchase a su terapeuta, y eso significaba que volvería antes a casa.
Realmente echaba de menos a su hermano mayor, aunque todo el mundo en el colegio pensase que era un psicópata y no tuviesen ningún problema en soltárselo a Anna a la cara.
Pero ella no dejaba que le molestase. No es que nadie de la escuela fuese importante, en realidad. Sólo ella, su hermano y su mejor amigo Kristoff. Kristoff era un tipo que no podías evitar que te gustara. Siempre amistoso, siempre amable, y una vez te ganabas su confianza, no encontrarías amigo más leal.
Kristoff iba con ella a veces a visitar a Hans. A los dos les había unido su intención de proteger a Anna, y aunque Kristoff se oponía totalmente a participar en cualquier cosa que tuviese que ver con las actividades culturales de la escuela, siempre estaba dispuesto a ayudar a Hans a practicar sus tiros.
La melodía pegadiza de un anuncio trajo de vuelta la atención de Anna a la televisión, y cuando vio que el torneo estaba en pausa se giró hacia su hermano.
-¿Quieres algo de la máquina expendedora?
Ojos verdes se clavaron en los suyos, color turquesa, y su hermano sonrió.
-Me tomaría una Coca-Cola. ¿Tú quieres algo?
Anna asintió y rebuscó en su mochila, buscando su cartera.
-Sí, una botella de agua, sólo déjame…
-Eh, eh, pago yo. Sólo quédate ahí, no tienes que levantarte.
Anna puso los ojos en blanco ante la obsesión de su hermano por comportarse como un caballero todo el tiempo, pero cedió y le tendió a Hans unos cuantos billetes de un dólar. Él le guiñó el ojo y abandonó la sala, dirigiéndose al pasillo donde estaban las máquinas expendedoras y los teléfonos. Algunos de los otros pacientes que estaban en la sala se giraron al verle marchar.
La sala estaba diseñada de tal forma que por un lado estaba la sala en sí (llena de mesas y sillas bastante cómodas, y bien iluminada por la luz natural que entraba por las ventanas) y por otro el pasillo al que se dirigía su hermano. No tenía salida, sólo un solitario armario de la limpieza que ocupaba un trozo de las vacías paredes blancas. La única forma de salir de la sala de visitas era a través del hall en el lado opuesto de la habitación; era de allí de donde venían los celadores cuando iban a buscar a los pacientes. Todo lo demás era grabado por cámaras, por lo que, en lo que a privacidad se refería, el Instituto Arendelle para los Emocionalmente Trastornados dejaba bastante que desear.
Algo que Anna agradecía.
Se recostó, hundiéndose en el sofá, y echó la cabeza hacia atrás mientras cerraba los ojos. Aquellas visitas, por mucho que no le supusieran mucho esfuerzo físico, siempre la dejaban agotada. Era duro ver a su hermano así, despeinado, con las patillas mal recortadas. Las ojeras ya eran permanentes en su rostro, pero Anna agradecía volver a ver el brillo en sus ojos. Las primeras veces que le había visitado, aquellos ojos que siempre le habían recordado al verano habían estado apagados y con apariencia enfermiza, vidriosos por el dolor y enrojecidos por la furia.
Cierto es que Anna había tenido miedo de su hermano entonces. Tenía la tendencia de ser brusco con ella, aunque nunca le había levantado la mano. Pero esa mirada… sus ojos parecían asustados. Como un animal enjaulado.
Bueno, si mis visitas ayudan, lo único que puedo hacer es seguir viniendo. Cuando antes esté en casa, antes volverá todo a la normalidad…
Anna sonrió un poco al pensar eso, y abrió lentamente los ojos.
Definitivamente no se esperaba encontrarse unos ojos brillantes y muy abiertos mirándola fijamente.
Si no hubiera pasado tanto tiempo junto a la bomba a punto de explotar que era esos días su hermano, seguramente habría gritado y se habría caído del sofá de una manera muy poco elegante. Por suerte, fue capaz de contener el grito y mantener el culo bien pegado al cojín.
Devolvió la mirada, curiosa como era, y sonrió levemente.
-Hola.
La dueña de aquellos ojos de un azul brillante (azul topacio, pensó Anna) parpadeó, ladeando un poco la cabeza. Un mechón de pelo rubio pálido cayó sobre su cara, pero no hizo ademán alguno de apartarlo.
Sus manos ya estaban ocupadas, aferrándose a una trenza medio deshecha y despeinada como si le fuera la vida en ello.
Anna no se movió, simplemente siguió sonriendo a la chica de rostro inocente que estaba ante ella. Cuanto más se miraban la una a la otra, más se daba cuenta Anna de que aquella chica era realmente preciosa. Su piel pálida (realmente pálida) era perfecta, pues las delicadas pecas que había diseminadas por el puente de su nariz eran demasiado adorables para que se las considerase un defecto. Hablando de su nariz, era pequeña y delicada, en armonía con unos pómulos marcados.
Sus manos, que se movían con nerviosismo retorciendo la trenza, le pegaban. Por lo que Anna podía ver, sus dedos eran largos y delgados, de uñas bien arregladas.
La sonrisa de Anna aumentó cuando una de esas manos se movió en un tímido saludo. La pelirroja se apresuró a saludar a su vez, sintiendo algo cálido en su pecho cuando un suave sonrojo cubrió las mejillas de la chica.
-¿Cómo te llamas?
Los ojos azules parpadearon de nuevo, y la chica frunció un poco el ceño. Anna tuvo que reprimir una risita cuando la vio, porque, de verdad, esa chica era demasiado guapa para ser tan timida. Realmente era adorable.
Pasaron unos segundos, y Anna ladeó la cabeza.
-Yo me llamo Anna - le dijo.
La mano que la chica había usado para saludar, que había seguido tímidamente alzada con los dedos doblados, se unió a la otra y volvió a estrujar la trenza que caía por uno de sus hombros.
A partir de entonces no hubo más que silencio. Anna podía sentir el sonrojo que cubría sus mejillas, pero mantuvo la mirada fija.
Al final, la otra chica desvió la mirada, encogiendo los hombros mientras se mordía el labio inferior. Qué adorable pensó Anna al verla. Al final, la rubia respiró hondo, algo temblorosa, y abrió la boca para hablar. Anna pudo sentir su corazón latir más rápido.
Y justo cuando el primer sonido iba a escapar de sus labios, pudieron oír pisadas aproximarse.
-¿Anna?
Los ojos de Anna se clavaron en los de su hermano, que acababa de volver de la máquina expendedora con una botella de agua en una mano y una Coca-Cola en la otra. Entrecerró los ojos de forma amenazadora al ver a la rubia, que pareció encogerse sobre sí misma, apretándose las manos más fuerte que hacía un momento.
-Hey, Hans, gracias por traerme el…
Él la interrumpió con un gruñido.
-¿Qué haces tú aquí? - le espetó a la chica rubia.
Anna frunció el ceño al notar el enfado en el tono de voz de su hermano. Sabía lo sobreprotector que era con ella, pero no había motivo para ponerse así con una chica inocente que sólo quería decir hola.
-Hans…
-Lárgate.
-¡Hans!
Anna se levantó y trató de detenerla, pero la chica prácticamente salió disparada hacia el otro lado de la habitación, sentándose rápidamente en la silla donde Anna se imaginó que había estado sentada antes, considerando que al instante metió la nariz en un libro que había sobre la mesa.
Apretó los puños y se giró hacia su hermano, dirigiéndole una mirada enfurecida.
-¿A qué ha venido eso? ¡No estaba haciendo nada malo!
Hans se dejó caer en el sofá. Parecía haber perdido el interés ahora que la chica estaba a una distancia prudencial. Dejó la botella de agua en el suelo y abrió su Coca-Cola.
Anna suspiró. Miró con tristeza al otro lado de la habitación, pero sonrió muy levemente cuando vio que la chica rubia aferraba un lápiz en su mano izquierda y estaba garabateando algo en el libro. Así que es una artista. Hm.
Siguió mirándola durante unos segundos más antes de volver a sentarse junto a su hermano. Cogió la botella de agua y le quitó el tapón, volviendo a dejarse atrapar por la suavidad del sillón.
Su hermano no dijo una palabra más durante el resto de la visita.
