Tal y como prometí, os presento mi siguiente fanfic. En este caso, se tratará de un fanfic corto (sobre unos cinco capítulos) de corte místico. Publicaré una vez a la semana, como de costumbre, si nada me lo impide. Espero que os guste.

Capítulo 1: La mística europea

La primera vez que la vio fue un lluvioso día de otoño, hacia finales de octubre. Ese día había tenido tres juicios seguidos de los cuales había perdido uno. Estaba muy enfadado por esa derrota en el tribunal ante su peor enemiga: Kikio Tama. En lo único en lo que podía pensar era en encontrar un poco de paz en su apartamento escuchando uno de sus discos antiguos de vinilo, herencia de su abuelo. Desgraciadamente, un cliente nueve con un problema urgente requería su inmediata atención o se marcharía en busca de su enemiga. Tenía que evitarlo.

Quizás, lo que más le llamó la atención de ella fue el hecho de que no se pareciera al resto, de que no intentara ser una más. Había pasado toda una vida intentando encajar, ser uno más, formar parte de esa masa homogénea de personas que seguían unas pautas sociales establecidas. Había que vestir los colores que dictaba la moda, caminar como los demás hacían, saludar a los conocidos, abrir el paraguas cuando llovía, mirar desde cierta distancia los patos del parque, esperar en la acera hasta que el semáforo cambiara de color. Ella, a primera vista, era la clase de persona que se saltaba todas esas normas sociales para convertirse en un ser único.

Vestía de negro de una forma muy distinta al resto de mujeres. Su vestido negro de tirantes hasta los tobillos con diminutos adornos de lentejuelas del mismo color no estaba a la moda. De hecho, parecía lúgubre, sombrío, propio de un ser oscuro. No era la clase de vestido que luciría una mujer sin estar de luto como mínimo. Además, el contraste con su piel blanca tan nívea creaba un ser que parecía irreal. Estaba a la moda el bronceado, no ese tipo de palidez que a él le resultaba tan sorprendentemente atractiva. Su cabello azabache se adhería a su piel por el efecto de la lluvia en él. Le pareció bellísima y eso que ni siquiera pudo verla de frente.

No pudo olvidarla desde aquel día. Hiciera lo que hiciera, siempre terminaba pensando en esa mujer bajo la lluvia, imaginando el que podría haber sido su hermoso rostro. Se negaba a pensar que fuera fea. Esa mujer debía ser hermosa, un ángel vestido de negro. Lo había cautivado por completo, más que ninguna otra mujer en toda su vida. Soñaba con ella todas las noches y la buscaba en el parque todos los días, sin éxito. No lograba encontrarla por ninguna parte cuando ya casi había transcurrido un mes. ¿Sería aquella ninfa producto de su imaginación? ¿Vio a esa mujer realmente?

La respuesta llegó de la forma más inesperada ese mismo día. Atravesaba el parque de nuevo para volver a su casa cuando la vio. Estaba en el mismo lugar que en la primera ocasión: junto a un sauce llorón, frente al lago. Había cambiado su vestido por una falda negra de volantes hasta el suelo y un jersey de punto también negro. Con el frío que hacía, debía de estar congelándose con tan poca ropa. Su cabello estaba recogido en una preciosa trenza francesa que le caía hasta la cintura, de la cual se escapan precioso rizos con reflejos azulados. ¿Qué tenía esa mujer que lo atraía tanto? Lo tenía totalmente hechizado.

Decidió acercarse a ella. Llevaba torturándose con esa mujer demasiado tiempo como para dejar pasar aquella ocasión. Tenía que acercarse, conseguir verla por completo e incluso hablar con ella. Quizás eso lo despertara de su ensoñación. A lo mejor la miraba a los ojos y descubría que no era el ángel que lo atormentaba en sueños, que se había estado ilusionando con algo que realmente no existía. O tal vez cayera rendido de rodillas ante ella. ¿Se arriesgaría a cambiar su vida por completo?

No quería ser descarado, así que rodeó el árbol por el otro lado y simuló que también observaba la pareja de cisnes que nadaban juntos en el lago. Su intención inicial era mirarla de reojo, volver la vista disimuladamente, pero su visión lo dejó boquiabierto. ¡Era hermosa! Tan blanca como él recordaba y tan delicada como una muñequita de porcelana. Su cabello tan oscuro y su piel tan clara eran el contraste perfecto. Sus ojos eran del color de la madera de un roble, enmarcados por unas larguísimas y femeninas pestañas que ayudaban a construir la mirada más cautivadora que jamás había contemplado. Su frente era pequeña a juzgar por el corto flequillo que la cubría y sus pómulos altos. La nariz pequeña y coqueta era tan refinada como la de una aristócrata. Bajo su nariz, una preciosa boquita rosada de labios gruesos y jugosos permanecía relajada en una media sonrisa.

― ¿Verdad que son hermosos?

El corazón le latió desenfrenadamente contra el pecho cuando ella le habló. De repente, había dejado de ser esa escultura que él admiraba para convertirse en una mujer de carne y hueso que le hablaba. ¿De qué le hablaba? Estaba desconcertado. Lo había pillado estudiándola embobado.

― Los cines. ― dijo ella al percatarse de su incertidumbre ― Son muy bellos.

― Sí… ― musitó volviendo la vista hacia ellos fugazmente.

― La gente no sabe apreciarlos porque no son blancos. ― añadió ― Creen que les falta su pureza. Sin embargo, yo los veo tan enamorados como cualquier otra parejas de cisnes blancos que hay al otro lado del lago. ¿No crees lo mismo?

¿Estaban hablando de cisnes? ¿Qué intentaba decirle? No entendía nada de lo que le estaba diciendo. Eran cisnes y ya está, ¿no? Volvió a mirarlos intentando ver lo mismo que ella y entendió su razonamiento. No había nadie en ese lado del lago dando de comer a los cines mientras que, en el otro lado, varias familias con sus hijos alimentaban a los cisnes blancos. Aquella era la única pareja de cisnes negros allí.

― Yo… no me había dado cuenta antes…

― Nadie lo hace queriendo. ― se movió hacia delante ― Simplemente, sucede. Estamos demasiado acostumbrados a que todo tenga que ser igual. A veces, lo diferente puede ser maravilloso…

Él pensaba que ella era maravillosa. La vio acercarse a la orilla y sacar unos pedazos de pan de su bolso de cuero. Los partió delicadamente y se los lanzó a la pareja de cisnes negros, que no dudaron en cambiar su trayectoria para devorar la ofrenda de su admiradora. Consultó el reloj, y decidió acercarse.

― No eres de aquí, ¿verdad? ― le preguntó al notar su extraño acento.

― No, soy europea.

― ¿Europea? ― por eso sus rasgos le parecían tan singulares ― ¿De dónde exactamente? Conozco algunos lugares…

― De Rumania. ― lanzó otro pedazo de pan ― ¿Te intimida?

― No.

¿Todas las mujeres en Rumania eran tan especiales como ella? Parecía sacada directamente de una antigua leyenda en la que ella era la princesa. Tan bella, tan singular, tan mística. No se parecía a nada de lo que él estaba acostumbrado. ¿Sería por eso que se sentía tan atraído por ella?

― ¿Quieres escuchar una historia? ― se volvió hacia él ― Es una antigua leyenda de mi pueblo sobre una pareja de cisnes que aparecen todas las noches en el estanque de las hadas.

― ¿El estanque de las hadas?

― Esa es otra historia diferente que ya te contaré si quieres escucharla.

Si eso suponía volver a verla, quería escuchar todas sus historias.

Cuenta la leyenda que una noche de luna llena, rompió el cascarón el último de cinco hermanos cisnes. Los padres aguardaban impacientes; sus hermanos contemplaban cómo el cascarón del huevo se iba resquebrajando lentamente. Primero, asomó una pata, luego la otra y después el pico. Todo parecía estar en su lugar pensaron la pareja de cisnes adulta otro preciso y perfecto miembro para nuestra familia. Sin embargo, con el paso del tiempo, cuando al pequeño cisne le empezaron a salir sus primeras plumas, fue observado por su familia como si se tratara del mismísimo diablo. ¿Por qué su madre parecía tan horrorizada ante la visión de su niño? ¿Qué tenían de malo sus plumas?

Se convirtió en un bellísimo cisne negro que vivía a la sombra del hermoso plumaje blanco de sus padres y sus hermanos. Su padre apenas lo miraba; su madre intentaba quererlo como a los otros a pesar de ese defecto; sus hermanos disfrutaban burlándose de él, excluyéndolo. En el lago en el que vivía, no convivía mucho mejor con los otros cisnes o con los patos. Los patos no se juntaban con los cisnes y parecían guardar un gran temor hacia él. Los cisnes blancos no deseaban que manchara su pureza nadando a su lado.

Cuando llegó la época de cría, al cisne negro le tocó aprender una dolorosa lección. Todos sus hermanos se emparejaron e incluso los cisnes con menor atractivo para el sexo opuesto. Él que era un cisne tan grande y tan espléndido, no fue capaz de encontrar una pareja que lo amara. Desolado por la cruda realidad en la que le tocó criarse, el cine decidió huir del lago en busca de una vida mejor. Desgraciadamente, en su huida por los cielos, fue abatido por un cazador y cayó en la espesura del bosque a la espera de su final.

No temáis dulce cines, yo os salvaré.

Las palabras de la joven lo llenaron de esperanza. Una joven damisela humana lo alzó entre sus brazos y lo sacó del coto de caza arriesgando su propia vida. Ella lo llevó a su hogar y lo cuidó durante varios días sin comer, ni descansar hasta que el ave se recuperó. Entonces, abrió las ventanas y le dio la opción de marcharse cuando quisiera. Ya no era preso, ni sería la cena de nadie. No obstante, el cisne había quedado cautivado por la belleza del corazón de la joven damisela. Se enamoró tan perdidamente de la humana que se quedó junto a ella, velando por su bienestar hasta que su amor se volvió tan fuerte y abrumador que la joven tomó una decisión.

Me convertiré en cisne, mi dulce amor, y estaremos siempre juntos.

Para convertirse en cisne, necesitaba la ayuda de una bruja y solo conocía una en todo el reino. Preparó su bolso de viaje y se aventuró hacia la montaña de los deseos junto a su amor imposible. Juntos atravesaron el cálido desierto, la amazónica selva, el río de sangre y la gélida montaña hasta alcanzar la guarida de la bruja. Ella los esperaba allí y les ofreció agua y comida para reponerse del largo viaje. No era el tipo de bruja que esperaban. No era vieja, no tenía verrugas, ni parecía un ser demoníaco. Al contrario, era una mujer normal y corriente que usaba su don para ayudar a los demás.

La joven le explicó su situación angustiada, y le suplicó que la convirtiera en un cisne para poder pasar el resto de sus días junto a su amor verdadero. La bruja le advirtió de los riesgos que correría como cisne y le hizo otra propuesta.

¿Y por qué no convertir al cisne en hombre?

Porque él ya es perfecto, mi señora. Solo deseo ser como él y poder alcanzar una mínima parte de su bella perfección para poder merecerlo.

Sus palabras lograron conmover a la bruja, quien se dispuso a preparar una poción. Mientras la removía, hizo una advertencia:

Toda magia exige pagar un precio. ¿Estáis preparados para asumirlo?

Los dos lo asumieron. La joven damisela agradeció a la bruja su ayuda, y tomó la poción. Al principio, no sintió nada diferente, pero, a medida que pasaban los segundos, su cuerpo se iba relajando hasta alcanzar una extraña laxitud. Entonces, se produjo la transformación. Sus brazos se tornaron alas, su preciosa boquita se convirtió en el pico de un cisne, sus piernas fueron patas, su cuello se alargó y su piel se cubrió de plumas. Su amado cisne corrió hacia ella, deseoso de poder nadar al fin junto a su bella pareja, mas la sorpresa fue tremenda cuando descubrió que ella era un cisne blanco.

¿Por qué? ¿Qué tenía él de malo que no lograba ser como los demás? ¿Por qué incluso su preciado amor había terminado tornándose en cisne blanco? ¿Acaso él era malvado? ¿Acaso él no merecía ser feliz? La magia se cobró el precio de la forma más macabra, pero no pudo prever que el cisne blanco continuaría amando al negro sin importarle aquella minúscula diferencia. El amor de los dos cisnes fue mayor que el poder de cualquier hechizo. A partir de entonces, los dos se dedicaron a vivir su amor junto a las hadas, los gnomos y las ninfas en un pequeño estanque donde perdurarían por toda la eternidad.

No se le ocurrió nada que decir al respecto cuando la bella desconocida rumana terminó de narrar su relato. Había sido de lo más intenso. Nunca había escuchado un relato de ese estilo. Los cuentos que le leían sus padres de pequeño eran muy diferentes a ese tipo de historias tan maduras y tan ensordecedoras. El corazón se le contraía en el pecho de solo imaginarse en el lugar de esos pobres cisnes. Solo deseaban amarse. Aunque el destino quiso jugar con ellos, nada fue más fuerte que aquello que sentían el uno por el otro. Nunca había sido tan sensible a ese tipo de cosas hasta que ella se lo contó.

― Por aquí no se oyen ese tipo de cuentos. ― dijo al fin.

― Los estadounidenses sois demasiado escépticos para nuestras historias. No comprendéis la profundidad de vuestros propios sentimientos, ¿cómo vais a comprender los de otros? Eso requiere de gran empatía…

― No somos insensibles… ― intentó defenderse.

― ¿No? ― se volvió hacia él ― ¿Cuándo fue la última vez que viste a una pareja paseando de la mano y te sentiste contento? ¿Has mirado alguna vez a una persona en una situación lamentable y te has dicho a ti mismo: podría ser yo?

― Eso no es…

― Lo lamento, no pretendo juzgarte. ― juntó las manos en su regazo ― Es solo que me siento fuera de mi elemento en este país. Son todos tan parecidos que asusta. En el lugar del que yo vengo, he sido siempre la diferente, estoy acostumbrada, pero no me sentía tan fuera de lugar como aquí.

― A veces puede ser un poco robótica la vida en esta ciudad... ― admitió.

Y él era otro robot más entre tantos. Todos los días de su vida hacía exactamente lo mismo para completar exactamente los mismos objetivos. Soñaba con ser abogado y allí estaba. ¿Qué le quedaba en la vida? Cuando cumplió su sueño, no se buscó un sueño nuevo, ni nuevas metas. Siguió siendo exactamente la misma persona a la espera de que su vida cambiara por sí sola. Hacía las cosas sin pensar, sin razonar, ni sentir, solo por la simple razón de que debían hacerse. Nunca antes se había detenido de esa forma en el parque. Ese día, había cambiado su rutina.

― ¿Me darías tu número de teléfono? ― se aventuró a pedirle.

― ¿Por qué? ― le dedicó una sonrisa burlona.

― Porque me gustaría volver a verte. ― dijo muy serio.

― Lamento comunicarte que por extraño que parezca, no tengo teléfono móvil. ― se excusó ― Nunca lo he tenido, no me gustan. No dejan lugar a la sorpresa y a la fantasía.

― ¿Entonces…?

― Si el destino quiere que volvamos a encontrarnos, nos volveremos a ver. ― le aseguró.

― ¿Crees en el destino?

― Creo en todo lo que no se puede ver ni tocar. En todo aquello que solo sabemos que está ahí porque lo sentimos en un lugar muy hondo de nuestro corazón. Creo en las hadas, en las brujas, en los duendes, en la ira, en la fe, en el odio y en el amor. Todos ellos son tan reales que casi podemos tocarlos si nos esforzamos por ver más allá de lo establecido.

Ella lo dejó con la palabra en la boca. Desapareció de la misma forma que había aparecido en su vida, sin que él pudiera hacer nada para evitarlo. No era que se hubiera ido volando o que se teletransportara. Lo había dejado tan anonadado con su discurso que se quedó clavado en el sitio como una estatua, sin poder contestar o hacer algo para detenerla. Sin duda alguna, jamás había conocido a una mujer como ella. Era única. Tan fantástica que le daba miedo tocarla y que desapareciera. ¿Creía él en el destino? ¿El destino les procuraría un tercer encuentro?

Estuvo pensando en ello a lo largo de la semana siguiente, disgustado porque no había vuelto a encontrarla en el parque. ¿Ese era el destino? ¿O acaso ella había decidido que no podía volver a verla? ¿Qué hizo mal en su encuentro? Creyó que habían terminado bien, que ella volvería al lugar de siempre para que se encontraran, pero, tras largas horas de espera bajo el mismo sauce llorón, empezaba a dudar. ¿Acabo aquel discurso no fue más que una excusa para librarse de él? ¿Sería verdad que no tenía teléfono móvil? ¿Qué mujer joven no tenía un teléfono móvil en esos tiempos?

Empezaba a perder el juicio por esa mujer. Le había nublado por completo la razón, y ya no era el mismo. Ya no seguía su rutina, ni se comportaba como la clase de hombre ordenado y serio que había sido en los últimos años. Tenía ganas de cometer una locura y de convertirse en la clase de hombre al que ella podría amar. Era como la damisela de su relato. La mujer que había estado dispuesta a convertirse en un cisne para ser digna de su amor. ¿Cómo podía él aspirar a convertirse en un cisne? ¿Qué le faltaba para que ella lo considerase digno de nadar a su lado?

Buscó información sobre Rumania en internet: fotografías de bellísimos paisajes, castillos en ruinas o que consideraban encantados, leyendas fantásticas al más puro estilo de las que le narraba su bella desconocida y noticias económicas que poco o nada le importaban para sus propósitos. Estaba obsesionado con ella. La veía en cada paisaje fotografiado, impresa en cada palabra de aquellas leyendas, durmiendo en aquellos castillos que fueron fastuosos en su día. ¿Dónde viviría ella? ¿En una pequeña aldea o en el centro urbano? Seguro que en algún lugar apartado. No parecía la clase de persona capaz de vivir en una ciudad sin ahogarse. ¿Una adorable casita o un apartamento? Quizás un castillo. Le pegaba vivir en un castillo, donde ella sería la reina.

― ¿Te vas de vacaciones a Rumania?

Apartó la vista de la fotografía de aquel castillo y se volvió para mirar con desagrado a Kikio Tama, con quien acababa de librar una batalla legal en el tribunal. Estaban a la espera del veredicto del jurado. Si fuera otro hombre, se habría sentido atraído por Kikio Tama. De hecho, durante sus años de carrera, se sintió muy atraído por ella. Llegaron incluso a salir juntos por un corto período de tiempo en el último curso. Ella era como un sueño, la chica a la que todos querían. Una de las primeras de la clase, adinerada, guapa, sexi. Todos hacían cola para salir con ella, y él fue un idiota más del montón. Al descubrir el secreto de su fama académica de la peor de las formas, sintió asco por ella y todo murió.

Era tan diferente de Kagome con su traje de primera calidad hecho a medida que se adhería a cada centímetro de su cuerpo. Hay quien diría que era una mujer a la moda. Él, quien conocía su verdadera naturaleza, sabía que solo utilizaba su cuerpo para obtener cuanto deseaba. Esa clase de mujeres no eran de fiar. Ella no era como la otra, como la europea. No tenía ese encanto natural, esa gracia. Su bella europea estaba rodeada por un aura de misticismo que haría doblarse a un hombre de rodillas sin necesidad de que enseñara tan siquiera un tobillo.

Guardó en su carpeta todas las fotografías y se puso en pie. Odiaba estar por debajo de ella, le hacía sentir que aún podía dominarlo. Si ella supiera que en realidad estaba muy lejos de poder volver a tenerlo…

― No tienes por qué ser tan arisco… ― se quejó ― Esto es trabajo, nada más. No significa que tengamos que llevarnos mal fuera del tribunal.

― No me arriesgaré a que intentes sonsacarme la defensa.

― ¡Oh, por Dios! Sigues enfadado por esa tontería. ― se cruzó de brazos ― Solo fue un trabajo, Inuyasha. Estaba muy estresada y apurada, necesitaba ayuda y tú lo dejaste delante de mis narices. Tampoco es tan terrible, ¿sabes? No te expulsaron ni nada por el estilo.

― Solo me suspendieron y tuve que quedarme un año más en la facultad a recuperar esa asignatura mientras que tú entrabas enchufada por tu papi en un magnífico bufete de abogados.

― Lo siento, ¿vale? ― volvió a disculparse como tantas otras veces ― Soy humana, me equivoco.

Pero las consecuencias de su equivocación las pagó él. Aquella asignatura se convirtió en una mancha en su excelente expediente. ¡Lo acusaron de plagio! Dijeron que le había robado el trabajo a Kikio, cambiando únicamente el nombre. Los reunieron a ambos en una sala de reuniones con el comité para descubrir quién era el autor. Kikio se llenó la boca de mentiras sobre sus grandes esfuerzos y les recordó el nombre de su padre, como siempre hacía. Nadie quiso escuchar su versión. Todos creían a Kikio, la estudiante de minifalda y escote de infarto hija de un ex alumno que hacía grandes donativos a la facultad. Fue un milagro que no lo expulsaran.

― ¿Por qué no cenamos un día de estos juntos para arreglar las cosas?

¿Le estaba invitando a salir? ¿Hablaba en serio? No saldría con ella ni aunque le pagaran su peso en oro. Por suerte, las puertas se abrieron indicando que el veredicto ya había sido tomado. Pasó de largo a su lado y entró en el tribunal junto a su cliente. El veredicto fue a su favor, tal y como él esperaba. Era un caso muy sencillo. Si el cliente de Kikio hubiera cedido, tal y como ella le aconsejó seguramente, en vez de ser tan arrogante, podría haber conseguido marcharse sin tener que pagar una indemnización. Era una suerte para él que existiera tanto empresario prepotente que se creía el ombligo del mundo. Le encantaba hacer justicia.

Se mordió el labio inferior al escuchar el veredicto y le lanzó una mirada reprobatoria a su cliente. Si le hubiera hecho caso y hubiera aceptado pagar lo que exigían, no habría tenido que enfrentarse al pago de una indemnización superior más los trabajos para la comunidad. Olió los problemas a la distancia desde que vio el nombre del abogado del demandante. Inuyasha Taisho había demostrado grandes facultades desde que salió de la universidad. Su borrón en el expediente era lo único que le impedía subir más alto por el momento. Mentiría si dijera que no era un buen partido. Ya lo sabía cuando salían juntos, pero cometió un error. Si hubiera tenido la menor sospecha de que el comité se planteaba tan siquiera echar a Inuyasha de la universidad, habría confesado la verdad. Sin embargo, decidieron suspenderle y nada más. Con eso sí que podía vivir a pesar de que su relación se terminara.

Volver a verlo había cambiado las cosas de forma maravillosa. Creía que lo tenía todo, que el pasado estaba olvidado y que su vida era perfecta hasta que él volvió, hasta que se reencontraron por primera vez en los tribunales. Inuyasha estaba más guapo que nunca, más hombre. Esa llama que creía apagada se reavivó al verlo y estaba intentando por todos los medios llamar su atención con sus mejores modelitos. Ahora bien, él parecía tan poco impresionado que empezaba a replantearse su estrategia. ¿Qué podía hacer para que olvidara el pasado y se fijara en ella? ¡Estaba arrepentida! Solo quería hacer las paces y que lo intentaran de nuevo. ¿Tan terrible era?

Se despidió de su cliente con un apretón de manos y salió a toda prisa del tribunal, ignorando el gesto de Kikio para que se acercara. Ya habían hablado más que suficiente. Lo que necesitaba en ese momento era volver al parque para buscar a su chica europea. Ella tenía que estar allí, no podía seguir torturándolo. Quería volver a verla, volver a escuchar su preciosa voz, conocer más de sus fantásticas leyendas. Estaba totalmente enganchado a ella, y ni siquiera sabía cómo se llamaba. Tenía que desvelar el misterio.

Corrió hacia el parque con el corazón en el puño y se paró en seco al verla en el lugar de siempre, contemplando el lago. Volvía a llevar la misma falda y el mismo jersey que en la última ocasión. Parecía que tenía algo en sus manos con lo que estaba trabajando. Y, en realidad, no le importaba lo que estuviera haciendo. Lo único que realmente le importaba era saber que ella estaba de vuelta. Aquella última semana buscándola había sido de locos. ¿Sabría lo desesperado que había estado? ¿Era una técnica rumana para atraer a un hombre? ¿Era consciente del efecto que le causaba?

― Hola. ― lo saludó sin volverse.

¿Cómo sabía que él estaba allí?

― Hola.

Caminó decidido hacia ella y se colocó a su lado. Portaba un bloc de dibujo. Estaba dibujando a la pareja de cisnes de la otra ocasión aunque los cisnes no estaban allí en ese momento.

― Sí están aquí para aquellos que pueden verlos.

¿Lo dijo en voz alta? Creía que solo lo había pensando. ¡No, no lo dijo! ¿Cómo sabía lo que él pensaba?

― Te he estado buscando desde la última vez.

― Lo sé. ― cerró el bloc de dibujo ― Siento no haber venido antes…

― ¿No querías verme? ― se atrevió a preguntar.

― No podía verte más bien…

No iba a contarle más al respecto, así que no insistió.

― Por cierto, me llamo Inuyasha. ― se presentó ― El otro día olvidé presentarme. Soy abogado, trabajo para el bufete de William brother´s.

― Kagome. ― se presentó ella ― Soy estudiante de arte en la universidad.

― Kagome… ― repitió fascinado, creyendo que era el nombre de un hada ― Quizá podamos cenar…

― Mi tiempo en tu país es limitado. ― lo cortó ― Estoy estudiando aquí gracias a una beca. En enero, volveré a Rumania.

Agradecía su sinceridad, pero ya era tarde para eso. No le importaba en absoluto que una relación con ella pudiera terminar en desastre. Ya era demasiado tarde para pedirle que se alejara de ella. Su corazón había decidido por él que quería pasar el resto de sus días con esa mujer.

― No cambiaré de opinión por eso.

― Ni siquiera me conoces, no sabes nada de mí… ― musitó ― Yo no te convengo.

― Deja que sea yo quien lo decida.

Entonces, empujado por una magia que no alcanzaba a entender, se inclinó y posó sus labios sobre los de la bella ninfa en una súplica de amor.

Continuará…