Huellas
En la espera de que un milagro de verdad ocurriera antes de su doceavo cumpleaños, Philip se sentó a mitad del parque cubierto de nieve. Los copos se amontonaron en su gorro y le dieron un aspecto de huérfano. A los dos minutos de estar sentado allí, casi se había mimetizado con el ambiente. El color blanco nunca le pareció tan espantoso como en esos momentos, porque su madre le contaba que los espíritus del invierno siempre traían desgracias.
—Tu padre siempre fue un espíritu ruin. De esos que ya no hay. Pero conmigo siempre fue como una flama helada: molesta y reconfortante a la vez.
Pip sabía que su madre se inventaba la historia al no querer admitir que su padre fue un convicto condenado a muerte. Suena más triste de lo que es. La inyección letal tardó menos de lo normal en hacer efecto y él se fue con una paz inflándole el corazón. Por eso no le daba pena recordar sus orígenes, en especial cuando la culpabilidad del señor Pirrup nunca fue demostrada plenamente.
— ¿De qué lo acusaron?
—De haber violado y matado a una mujer.
— ¿Cómo la mató?
—La estranguló con sus medias.
Damien derritió la nieve a su alrededor cuando por fin se animó a sentarse. Ambos estaban cansados del tira y afloja diario: Thorn intentado que Pirrup cometiera un pecado. Por mísero que éste fuera.
Los ojos azules de Pip se negaron a aceptar la otra presencia. Prefirieron divagar por los alrededores: un niño haciendo ángeles de nieve sin importarle lo empapado que acabaría, una niña con la nariz roja que trata de atrapar copos de nieve con la lengua, un trabajador que regresa a casa con la voluntad pegada a las suelas congeladas. Cualquier distractor era válido, cualquier motivo para apartarse del mal.
—Aún si estás seguro, ya no podemos saber la verdad.
—Papá nunca me dijo mentiras —Philip apretó los puños. Los dos erizos en sus mejillas se hicieron bolita—. Él fue acusado injustamente.
—Es gracioso que hables de justicia —rio Damien—. Es un concepto tan del siglo 17.
Pip se tapó la cara con los guantes emblanquecidos por la nieve. Aceptar la culpa de su padre conllevaba ceder ante sus propias debilidades. No quería creer que el mal puede anidar hasta en el más puro de los cuadros. ¿Por qué?, si su padre siempre fue tan bueno. Dejó que un par de lágrimas bailaran sobre la superficie congelada antes de darse un beso, fusionarse y morir entre el resto de uniones malformadas.
—Ya no te hablaré de ganancias, ni tratos; tampoco de castigos futuros —dijo Damien mientras se ponía de pie y dejaba que el fuego provocado por el movimiento de sus ropas aminorara—. Está claro que no podrás se engañado como los demás.
— ¿Entonces por qué he de unirme a ti?
—Porque, después de conocernos, no hemos podido dormir. ¿No odias la manera en que el mundo se encarga de destruir a quienes jamás debieron conocerse?
Damien sonrió. Tomó a Pip de las muñecas y ambos desaparecieron del parque. Lo único que quedó tras ellos, fueron dos huellas: una negra y eternamente cálida; otra blanca y tan fría que mata al instante.
