Allí arriba, en el cielo moteado de estrellas. Allí estaba. Aquél astro que había aparecido horas atrás y que todo el mundo observaba. ¿Qué es? ¿Por qué está ahí? ¿Qué querrá decir? Los septones gritaban a todos los que quisieran escucharlos que los Siete habían enviado aquél cometa como una señal. Los maestres buscaban en los archivos. Todas las tabernas y burdeles. Todos los castillos y palacios. Todos hablaban de él. ¿Quién lo había enviado? ¿Con qué propósito?

Lo que las gentes no sabían, es que aquél cometa sería el comienzo de todos los acontecimientos que sacudirían la tranquilidad de Poniente.

Eyra.

—¡Eyra! ¡Eyra, mira!

La voz era aguda y penetrante y venía de su hermana Saphira. La niña tiraba de su brazo, donde reposaba un antiguo libro que había cogido prestado de la biblioteca. En algún momento de la lectura, Eyra se había quedado dormida.

Se desperezó lentamente con una sonrisa en el rostro y observó la cara ansiosa de su hermana. Acarició sus rubios tirabuzones sin dejar de sonreír. Saphira era como una pequeña muñeca de porcelana con sus cabellos rubios y sus ojos. Sus ojos eran lo que llamaban la atención. El izquierdo era de color dorado con motas marrones mientras que el derecho era azul, un azul oscuro e intenso.

—¿Qué ha pasado ahora? —Murmuró Eyra permitiendo que su hermana tirase de ella hacia la ventana, por donde entraba una suave y agradable brisa.

—¡El cielo! ¡Mira!

Eyra se sentó al lado de su hermana y observó el cielo moteado de estrellas, buscando el origen de la excitación de Saphira. Allí estaba, aquél cometa rojo con su larga cola. Eyra se preguntó qué opinaría el maestre Holger de eso.

—¿Qué es eso? ¿Qué es?

—Es un cometa rojo, cariño.

—¿Por qué está ahí? —Preguntó la niña subiéndose al regazo de su hermana.

—Buena pregunta. Quizás los Siete lo pusieron allí.

—¿Para qué?

Eyra Blackwood se quedó en silencio unos instantes intentando buscar una respuesta adecuada. Su hermana nunca quedaría conforme con la respuesta. A sus ocho años, Saphira era una niña curiosa que no paraba hasta encontrar lo que buscaba. Eyra la veía persiguiendo a su institutriz Ayelet para que le dijese por qué no había dragones, por qué tal rey había hecho esto. Acarició el cabello de su hermana y sonrió, estrechándola entre sus brazos. Olía a lavanda, como su madre, Ishtar.

—¡Eyra! ¡Saphira! ¿Qué hacen que no están dormidas?—Ayelet apareció en el umbral de la puerta, sorprendiéndolas a ambas y puso los brazos en jarras, con un gesto serio—Su madre me ordenó que se metiesen en la cama y aún están despiertas.

—¡Estábamos viendo el cometa!

—¿Cometa?—Ayelet se acercó a la ventana y se asomó, observando el astro rojo que parecía pegado al cielo estrellado. La institutriz arrugó la nariz y puso las manos sobre los hombros de Saphira, para apartarla de la ventana—Vamos, Lady Saphira, tenéis que iros a la cama.

Saphira refunfuñó y dio un beso en la mejilla a su hermana, desapareciendo con Ayelet. Eyra volvió a mirar el cometa antes de bajarse del alféizar de la ventana. Seguramente su hermana estaría preguntándole a la institutriz por aquél cometa. Quizás Ayelet supiera darle una respuesta. O, al menos, inventársela.

La joven institutriz conocía muchas historias y Eyra se preguntaba si se las inventaba todas. Ayelet simplemente se encogía de hombros con una sonrisa enigmática y se iba. Eyra sabía gracias a la cocinera, a la que le encantaba cotillear, que Ayelet procedía de una de las Ciudades Libres, de Myr, concretamente. Su madre había sido una comerciante y no se sabía nada más de ella, salvo que llegó a Dorne y de ahí hasta el Dominio, donde entró a trabajar como niñera de la casa Blackwood cuando Saphira nació. Ayelet era, le había dicho su madre, la perfecta representación de Myr. Tenía el cabello negro y los ojos oscuros y profundos, que parecían guardar todos los secretos del mundo. A veces la había escuchado hablar en una lengua extraña. La lengua de Myr. Pero cambiaba rápidamente a la lengua común cuando se daba cuenta de que la estaba escuchando.

Eyra se tumbó sobre el colchón de plumas y se quedó observando aquél cometa rojo, pensativa, hasta que se quedó profundamente dormida.


—Oh, por favor—Murmuró Eyra entrando en el establo—Jack, haz el favor de venir aquí.

Suspiró y observó los caballos mientras los criados los estaban cepillando. Las crines brillaban con la luz que provenía del exterior. Los animales bufaron y movieron la cabeza. Los mozos pasaban los cepillos una y otra vez hasta que las crines estaban suaves y brillantes. Los criados hicieron una reverencia al ver entrar a la joven y Eyra se acercó a Vihim, el criado que llevaba más tiempo al cargo de los animales.

Vihim había sido en otros días herrero y aún tenía espaldas anchas y brazos musculosos. Llevaba una espesa barba moteada de canas, al igual que su cabello, que antes había sido de color azabache. Los ojos de Vihim eran grises y su rostro siempre tenía un semblante serio y feroz, pero Eyra sabía que podía ser un hombre muy dulce. Su cara cambiaba completamente cuando salía al pueblo y veía a su hija Saskia con sus nietos.

—Vilhim, ¿Has visto a Jack? Sé que está aquí y Padre nos ha ordenado reunirnos con él en su despacho.

El hombre se limitó a señalar detrás de un enorme montón de paja y Eyra asintió con la cabeza. Intentando no hacer ruido, se aproximó lentamente al montón. Observó los pies de un niño que estaba de rodillas en el suelo, esperando a no ser descubierto. Antes de que pudiese darse cuenta, Eyra agarró al niño por el cuello de la camisa y lo levantó, viendo con diversión como pataleaba para soltarse.

—¡Eyra! —Gritaba el niño con fastidio—¡Eyra, suéltame!

—Te he estado buscando por todas partes. Padre quiere vernos. Ve a tu cuarto que Ayelet está esperando. Y límpiate. Sabes que a Padre no le gusta que estés sucio.

Soltó al niño en el suelo, que se revolvió el cabello de color castaño y la miró con sus ojos azules. Jack sacó la lengua y Eyra le imitó, cruzándose de brazos y viendo como desaparecía corriendo en dirección al castillo. La joven suspiró con una sonrisa en los labios y negó con la cabeza. No había manera de controlar al niño. Desaparecía cuando debía ir a sus clases con el maestre y cuando Ayelet quería bañarlo. Solía acudir mucho al establo, donde, por lo que sabía Eyra, Vilhim le enseñaba a cuidar a los caballos. Los adoraba. Adoraba la equitación y deseaba poder ser mayor para montar a caballo.

—Eres una buena hermana, Eyra—Escuchó decir a Vilhim y la joven inclinó la cabeza con una sonrisa, recogiéndose las faldas y saliendo del establo, siguiendo los pasos de su hermano pequeño.

Jack había nacido tras un parto muy difícil en el que su madre perdió mucha sangre. Era cuatro años menos que Saphira y doce menor que Eyra. Se había convertido en el ojito derecho de todo el mundo, pues era un niño que, a pesar de sus constantes travesuras —Como aquella vez que metió una rana en la cama de Saphira—se ganaba el corazón de todos. Pero, tras el parto, todo el pueblo había llegado a temer por su señora, Lady Ishtar. Estuvo a punto de morir, de no haber sido gracias a la ayuda de Ayelet, que había entrado recientemente al servicio del castillo Brevor, situado cerca de Altojardín. Ayelet jamás había dicho una palabra de lo que había utilizado para ayudar a su señora, pero Lady Ishtar había cogido cariño a la joven myriense.

Subió las escaleras de piedra de dos en dos agarrándose la falda, agradeciendo que nadie la viese. Muchas de las sirvientas que habían llegado sirviendo a los invitados de Lord y Lady Blackwood se habían escandalizado al verla actuar así. Soltó la falda y caminó por el pasillo, rodeada de muros de piedra que protegían del sol y del calor. Se apoyó en una columna y cerró los ojos, respirando hondo. Tiró del corsé, intentando colocárselo de otra manera, buscando algún modo de respirar bien. Cuando lo hizo, volvió a abrir los ojos y se encaminó hacia el despacho de su padre.

Los guardias abrieron las puertas a su paso y Eyra entró en el salón, donde había estado en contadas ocasiones. Lord William Blackwood era muy claro y estricto respecto a eso: Nadie debía entrar en su despacho si no era llamado. Eyra sólo había desobedecido su orden una vez, y aquello le ocasionó una tanda de azotes que le dejó el trasero enrojecido y doloroso, a pesar de las quejas de Eyra, que intentaba explicar que quería esconderse de Saphira, con quien estaba jugando.

Su padre se encontraba sentado detrás del imponente escritorio de madera de arce repleto de pergaminos y mapas. Su padre solía ser el primero que se levantaba y el último que se acostaba. Apenas lo veían para comer y siempre se encontraba encerrado allí. Había varias estanterías repletas de libros y pergaminos.

Su madre, Lady Ishtar Blackwood se encontraba de pie, detrás de Lord William, mientras que Saphira y Jack estaban sentados en un diván al lado de la ventana. Saphira llevaba un precioso vestido de color azul celeste. Jack aún tenía el pelo húmedo y pequeñas gotas de agua caían sobre su camisa blanca como la nieve. Eyra hizo un gesto educado con la cabeza y escuchó la puerta cerrarse tras ella.

—Padre.

—Pasa, Eyra. Puedes sentarte.

La joven se apresuró a obedecer y cogió a Jack en brazos, ocupando su sitio en el diván. Besó la coronilla de su hermano, sintiendo las gotas de agua helada mojando su cuello. Jack hundió la cabeza en su cuello y Eyra observó el rostro sonriente de su madre, que miraba con ternura a sus tres hijos, por fin reunidos y quietos en el mismo lugar. Lord William levantó la cabeza y sonrió levemente, pasándose la mano por la barbilla ancha. Su cabello era espeso y de color castaño, como las hojas en otoño. Se levantó y puso una mano en el hombro de su madre.

—Hijos, vuestro tío Philip ha decidido visitarnos. Esta mañana ha llegado un cuervo avisándonos de su llegada.

—¿Cuánto tardará en llegar?—Preguntó Eyra meciendo al pequeño Jack.

—No lo sé. Este cuervo nos ha llegado de Aguasdulces. Vuestro tío acompaña a Lord Robb Stark y a su madre, Lady Catelyn.

Eyra apenas recordaba a su tío Philip. Quizás fuese parecido a su padre, quizás no. Lord Philip Blackwood vivía en el Norte, cerca de Invernalia y servía a los Stark. Por lo que se había enterado Eyra gracias a la cocinera y a lo poco que le había contado Vilhim, Poniente estaba en guerra. La Guerra de los Cinco Reyes, la llamaban. Sabía que todo llegaba a raíz de la muerte de Robert Baratheon, el rey del Trono de Hierro, pero apenas conocía más. Eyra no había salido nunca del Dominio. Apenas había llegado a visitar Altojardín con su padre cuando era una niña de la edad de Saphira.

—Espero que os portéis como es debido ante la presencia de vuestro tío y su esposa, Heleyne.

—¿Traerán un séquito muy grande?

—No—Respondió Lord William negando con la cabeza—Vendrán sólo la familia de mi hermano y unos cuantos caballeros para protegerlos de los caminos, pero serán pocos. Podrán alojarse perfectamente en las posadas del pueblo.

Ishtar asintió y miró a su hija. Eyra siempre pensaba que su madre era bellísima. Había nacido en Antigua, y su piel era dorada, con unos ojos oscuros y un cabello color miel. Ishtar se había casado con un señor importante de la ciudad y, fruto de aquél matrimonio nació Nim, el hermanastro cinco años mayor de los niños Blackwood. Nim nunca soportó que su madre volviese a casarse, y menos con ese hombre cuya familia había estado siempre ligada al norte y a los Stark. Un día, cuando Eyra tenía cinco años, Nim cogió sus cosas y se fue a Lanza del Sol, en Dorne, donde servía a Doran Martell y el resto de la familia. En su día del nombre, Eyra siempre recibía una flor de Dorne prensada. Era la manera de disculparse de Nim.

—Vuestro tío vendrá con sus hijos, que son de vuestra edad—Añadió Philip refiriéndose a Saphira y Jack, que se miraron como los niños traviesos que eran y sonrieron—Espero que seáis buenos con ellos y que no los tiréis del pelo y ni los empujéis al barro. Ni los metáis ranas en la cama—Lord William miró a su único hijo varón con una mirada seria y Jack se escondió en el regazo de Eyra, que no pudo evitar sonreír al ver como su padre guiñaba el ojo—Ahora iros a jugar. Vuestra madre y yo tenemos asuntos que discutir.

—Sí, Padre—Respondieron los niños levantándose.

Eyra dejó a Jack, que, en cuanto sus pies rozaron el suelo, salió corriendo en busca de algún gato al que perseguir o de alguna criada a la que molestar. Aunque, por la posición del sol, Eyra sabía que se dirigía a la cocina para probar las galletas de Ivy, que siempre cocinaba para los niños. Jack solía ir antes para intentar robarle alguna, aunque Ivy ya estaba preparada con una cuchara de madera para golpearle con suavidad en las manos si se atrevía a coger alguna antes de tiempo.

—¡Viene el tío Philip, Eyra!—Saphira cogió las manos de su hermana y empezaron a dar vueltas mientras reían a carcajadas. Los guardias de las puertas las observaban sin hacer gesto alguno, intentando no sonreír. Después de dar vueltas, ambas se sentaron en el suelo, mareadas—¡Va a venir a vernos!

—¡Pero si tú no conoces a tío Philip, Saphira!

—¡Pero por fin lo voy a conocer!

La niña se levantó de un salto y tiró de las manos de su hermana de nuevo, intentando que se levantase de nuevo. Eyra bufó y fingió que su cuerpo pesaba mucho, por lo que Saphira cayó encima de ella soltando unas carcajadas que se oían por todo el pasillo. La puerta del despacho se abrió de nuevo y ambas vieron a su madre, Ishtar, mirándolas con la ceja arqueada. Saphira y Eyra se levantaron a toda prisa y se alisaron los vestidos, bajando la cabeza.

—No quiero oíros más. Jugad en otra parte.

Eyra asintió con la cabeza pero acertó a ver una sonrisa en el rostro de su madre antes de que las puertas se cerrasen de nuevo ante sus narices. La joven sonrió de nuevo y extendió una mano, notando como Saphira se la cogía y la columpiaba.

—Vamos a ver qué está haciendo Jack, Saphira.