Disclaimer: Habría que ser muy inteligente para darse cuenta de que OP es de mi autoría. Así que por ahora, todo de Oda-sensei. One Piece, a él le pertenece.

Estructura: Viñeta.

Necesidad: Tributo.

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Doscientos treinta y tres, doscientos trein… Silbido fatigado y rompiente, el del shinai frenando el viento. La juventud del practicante ardía en el mes del Obon*. Aquél era un discípulo insolente en sus pretensiones y admirable en su perseverante ego, incapaz de ceder a la derrota…

¿Por qué?

Rastrillaba la cigarra el silencio irreparable de las horas. El sol quitaba el esmalte de una mañana gris; la tarde transpirada despuntaba calor afilado. La hierba miraba al cielo insolada, inmolada. La costa, el mar, parecían imposibles.

No era día para entrenar.

Koshiro-sensei no sonreía; el inútil vaivén del abanico no sorprendía ningún alivio; el patio trasero del dojo no era el sitio más refrescante a esas horas de la tarde, y la pobre sombra del pasillo exterior, donde el sensei observaba sentado junto a una taza vacía de té verde, no daba asilo de la pasión del verano. Pero la lozanía que oxigenaba su espíritu estaba allí, presente en la terca actitud del aprendiz.

Infantil y obstinado, se convertiría en un notable espadachín, si lo deseaba. Arrastró desde sus pulmones una pesada exhalación.

Roronoa Zoro ya llevaba un año practicando, y vivía con él y su hija bajo el mismo techo, en el íntimo círculo familiar.

A cada uno de sus pupilos dedicaba un afecto paternal. El kendo era el arte del samurái, del guerrero que ha de desenvainar su filo para matar antes de que hicieran lo mismo con él; pero en la práctica, el sensei esperaba que sus hijos retuvieran algo más profundo que el significado de la hoja ensangrentada; esperaba que aprendieran a dar y a recibir con afecto.

Suprimir el ego para un samurái equivalía a prestarse en las relaciones con los otros, a participar del todo y concederle al todo la gracia de la invitación. Como dejarse amansar por una corriente, y discurrir en la amalgama del universo. Y para unificar, el abrazo por excelencia es el del amor.

Por eso, porque amaba a su aprendiz, se preocupaba por él. Allí estaba, blandiendo el shinai con esforzada concentración, las manos callosas, el pulso enardecido y la postura firme, ejemplarmente, desesperadamente.

No sabía nada del pequeño antes de que irrumpiera en el dojo con un reto fantástico en su boca de infante. Pero bastaba ser testigo de la firmeza de su espíritu para adivinar el tamaño de ese sufrimiento al que el niño se empeñaba en dar pelea. No tenía sueños, no tenía ambiciones: hondo dolor desde la punta a la empuñadura. No era su objeto ser el más fuerte, el mejor espadachín de los mares. Kuina era para él un motivo por el cual continuar con la pelea, de seguir viviendo. Persecutoria excusa, esperanza.

Pero no era suficiente, el muchacho necesitaba deseos. Un motivo más grande que él, la promesa de un futuro, algo que proteger.

Aun si había cosas que un guerrero no podía…

Su esposa lo miró desde el lecho de muerte, cansada, con una tristeza húmeda en los ojos.


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*Obon (u O-bon): festividad japonesa que se da en el verano.

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"... con un quejido roto. Lo detuvimos en el callejón, sin nada, neurótico. Gritaba como animal. Cuando palpamos su cuerpo, ya no estaba..."