Todos creyeron que había sido un accidente... pero yo, Louis, sabía la verdad. A ver, recapitulemos...

La odiaba. Sinceramente la odiaba. Sí, a ella. A Elizabeth. Ella era mi cuñada, la hermana de mi pobre Anna. Mi amada tenía largos cabellos negros y ojos color miel. Ella era perfecta para mí. Hacía ya seis meses que no estaba con ella. Así es, en agosto de 1960, ella falleció de "causa natural", al menos eso fué lo que dijeron los médicos. Pero hace unos cuantos días, yo me enteré de la verdad y, desde entonces, he estado planeando mi venganza. Así es. Elizabeth la había asesinado. Y tú te preguntas: ¿Cómo lo sé? Muy simple.

Fuí a su casa, destrozado, y me senté en su cama. Ésta tenía un aroma peculiar... un aroma metálico. Yo había olido eso recientemente, en un lugar muy triste. Me devané los sesos tratando de recordar de quién era. Al fin lo recordé. Era de ella, de Elizabeth. Recordé cuando Anna llegó llorando a mi encuentro, diciendo que se había peleado con su hermana, su querida hermana. Siete días después, ella apareció desfallecida en sus aposentos.

En ese momento comencé a llorar. Fuí a su armario y saqué una de sus camisas favoritas y la froté contra mi rostro. Era de seda, pero la textura de esta tela no era la correcta, era áspera: contenía algún producto. En ese instante, mi mejilla comenzó a arderme y picarme. Solté la camisa y corrí hacia el baño y pasé una toalla húmeda por mi roja mejilla. Seguía ardiéndome. Volví a la habitación para tomar la camisa. Ésta vez, la tome con cuidado con uno de mis guantes. Busqué la lupa en la cocina y comencé a inspeccionar la camisa.

Dentro de ella, se encontraban pequeñas bolsitas de tejido mosquitero con una especie de polvo verde. Al instante lo reconocí: veneno. Si éste se encontraba en contacto con la piel por más de una hora, causaba la muerte. éste era el mismo polvo que Elizabeth había dicho que había comprado para matar los pastos salvajes que poseía en su casa.

En ese instante, salí corriendo hacia su casa y confirmé mis sospechas: la maleza aún seguía allí. Yo sabía que si la acusaba con la policía, tardarían meses en decidir si ella era la culpable. Además, quería que ella sufriera tanto como lo había hacho yo. Decidí que tomaría mi venganza al día siguiente, en la mañana temprano, así nadie me vería. Yo poseía un revólver dentro de la caja fuerte de mi hogar. Sólo tenía que ir a buscarla y cometer mi delito. No me sentía culpable.

- ¿Y la mató? - preguntó el oficial que me había estado interrogando las últimas tres horas.

- Sí - dije en un susurro casi inaudible. El oficial sólo me miró comprensivo.

- Usted sabe que ha cometido un delito, ¿No es cierto? - Preguntó. Asentí. Éste salió de la habitación dejándome solo con mis pensamientos.

Volvió a los pocos minutos con unas esposas en la mano y dos oficiales más. Éstos me tomaron por los brazos y me escoltaron hacia una celda. Y aquí me encuentran, escribiendo en una sucia hoja de papel como si fuera un diario, contando mi historia, a ver si alguien se atreve a leerla.