Wolas vuelvo a las andadas...jejeje pero esta vez es un Inuyasha & Kagome jejeje,

Esta historia esta basada en " Esclavizada" de Patricia Grasso.

Los personajes no me pertenecen...si así fuera...ahora mismo estaría en Hawai disfrutando del mar y no agobiada con los malditos exámenes finales...

Este fic se lo quiero dedicar a Aby, que aun que no nos conocemos mucho me caes muy bien...

En fin...Espero que os guste!


1

Southend-on-Sea, Inglaterra, octubre de 1566

Los resplandecientes rayos de sol bailaban sobre la suave crecida de las olas, que avanzaban casi con languidez hacia la orilla.

Con los brazos apoyados en la barandilla de estribor del buque francés La Belle Beaulieu Kagome Higurashi, una joven de diecisiete años, miraba hacia las lejanas figuras que permanecían en el muelle Escoltada por los hombres de armas de la familia Higurashi, la condesa viuda aguardaba junto al bondadoso sir Henry Bagenal, emisario de la reina Isabel para la familia Higurashi desde la muerte del conde siete años atrasar. Henry era un segundo padre para Kagome, y lo echaría en falta casi tanto como a su madre.

Kagome sabía que su madre se quedaría mirando hasta que el barco desapareciera en el horizonte. Al fin y al cabo, Kagome había estado junto a su madre, despidiéndose de sus hermanas con el brazo en alto cuando la reina las había enviado a casar fuera de Inglaterra. Kagome, la menor, sería la última.

Pese a su reticencia a abandonar Inglaterra y todo lo que más quería, Kagome conocía su deber, y por el bien de su madre, que no tenía voz en el asunto, fingió una sonrisa alegre. Sus hermanas, Ayame y Yuko, tampoco habían querido abandonar Inglaterra, pero encontraron la felicidad junto a sus esposos extranjeros.

Kagome dudaba que ella fuese tan afortunada. La miniatura del conde demostraba que no era ni la mitad de hombre que sus apuestos cuñados. Era una desgracia estar bajo la tutela de la corona, sin duda.

—No es demasiado tarde.

—¿Para qué?

—Para cambiar de opinión sobre lo de exiliarte conmigo —advirtió Kagome, volviéndose hacia Sango, su prima y doncella.

—Casarse con un noble francés no puede considerarse un exilio —replicó la muchacha—. Además, siempre he compartido tus aventuras.

—¡Vaya, prima! —exclamó Kagome, sonriendo con expresión traviesa—. Yo creía que detestabas las aventuras.

—Vivir en Francia es una clase de aventura que me encantará —respondió Sango—. Una aventura segura.

—Nos espera un viaje muy largo —dijo Kagome—. Acaso nos aguarde algo más peligroso.

—¿Por ejemplo?

—¿ Piratas, quizá?

—Dios nos ampare —suplicó Sango, santiguándose con un movimiento rápido—. Aunque estoy segura de que te apetecería un enfrentamiento con piratas.

Kagome y Sango guardaron silencio y se quedaron pensativas. A pesar de que Inglaterra todavía se veía a lo lejos, las dos añoraban ya su país. Señora y doncella componían una imagen fascinante, de pie junto a la barandilla, impregnándose de la última visión de Inglaterra.

De figura pequeña y esbelta, bien torneada, Kagome tenía una belleza arrebatadora de la que no era consciente. Unos ojos enormes de color verde esmeralda brillaban en su rostro ovalado de perfil delicado. Su cutis era sedoso y blanco como el marfil, y su pequeña nariz respingona lucía su única imperfección, una mácula de finas pecas. Su máximo don era la exuberante melena de pelo azcabache.

De cabello y ojos castaños, Sango era de estatura mediana, unos centímetros más alta que su prima. Su atractivo era sencillamente agradable. Y para mayor abatimiento de Kagome, Sango no tenía pecas en el puente de la nariz. Era la viva imagen de su madre, prima segunda del conde fallecido.

—Mademoiselle —llamó el capitán Bankotsu avanzando hacia ellas. Las dos muchachas se giraron y lo miraron mientras se acercaba.

El francés era bajo y robusto, de pelo negro y un bigote de aspecto grasiento. «Un sapo de hombre», pensó Kagome .

—Ahora os acompañaré a vuestro camarote —anunció el capitán Bankotsu—. Por favor, seguidme.

—No, gracias —se negó Kagome—. Queremos ver Inglaterra por última vez.

—Estamos levantando el ancla para partir —insistió él.

—Pues levantadla —repuso ella—. Nosotras nos quedamos aquí hasta que nuestra tierra desaparezca de la vista.

Sin disimular su irritación, el capitán Bankutsu giró sobre sus talones y se alejó, mascullando entre dientes algo sobre los rudos modales de los ingleses. El conde Naraku de Beaulieu, un hombre duro, no tardaría en disciplinar a esa pequeña mocosa y enderezar su actitud grosera. Al menos así lo esperaba el capitán.

Las muchachas se volvieron hacia la costa y fijaron la vista en las figuras que empezaban a alejarse de la playa. Kagome suspiró. Al parecer, su madre no iba a esperar a que el barco desapareciera en el horizonte.

—¿Crees que caeremos? —preguntó Kagome. Le ponía de buen humor mortificar a su prima.

—¿Que caeremos del barco?—preguntó Sango, confundida.

—No.

—¿Que caeremos de dónde?

—Del fin del mundo —presagió Kagome con expresión solemne—. ¿Sabes nadar?

—No; ¿y tú?

Kagome negó con la cabeza y dijo:

—Supongo que eso quiere decir que no podremos abandonar el barco antes de que se precipite al fin del mundo.

Sango palideció y su voz subió de tono, alarmada.

—Entonces ¿crees que existe la posibilidad...?

Kagome se echó a reír, un sonido dulce y melodioso que atrajo la atención de los marineros franceses.

—No seas tonta, Sango. El mundo es redondo, no plano. Además, mi madre llegó de Francia.

—La condesa cruzó el Canal, pero nosotras navegaremos dando la vuelta entera hasta entrar en ese mar.

—El Mediterráneo —dijo Kagome —. Confía en mí, prima. No hay ningún fin del que caerse.

—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó Sango, aliviada pero poco convencida.

—El tutor de Sota nos explicó el tema en una de sus lecciones —le explicó Kagome .

Sango se relajó, pero preguntó:

—¿Y él cómo lo sabe?

Antes de que Kagome pudiera responder, el capitán Bankotsu estaba de nuevo junto a ellas.

—Mademoiselle, insisto en que vayáis a vuestro camarote ahora mismo. Vuestra presencia en cubierta distrae a mis hombres.

—Mi querido capitán Bankotsu —empezó Kagome, fingiendo un aire arrogante—. Yo soy lady Kagome, no mademoiselle. Y mi doncella y yo bajaremos cuando lo consideremos oportuno, no antes. ¿Acaso no soy yo la futura condesa de Beaulieu¿Acaso no sois un empleado de mi prometido, el conde Naraku de Beaulieu? Absteneros pues de darme órdenes a mí, vuestra futura señora.

Reprimiendo el impulso de abofetearla, el capitán Bankotsu frunció el ceño y se alejó sin decir palabra. Kagome guiñó el ojo a Sango, que reprimió una risilla nerviosa.

—Perdona que me haya referido a ti como mi doncella —se disculpó Kagome—. Dios mío, aborrezco a los franceses. Excepto a mi madre, claro.

—Jamás habías conocido a un francés hasta subir a este barco —le recordó Sango.

Kagome sonrió.

—Es verdad, pero ha sido un odio a primera vista.

—Deberías mostrarte cortés con los paisanos de tu prometido. Al fin y al cabo, pronto serán tus paisanos —señaló Sango—. Además, la reina se ha portado bien contigo. Podría haberte enviado a una tierra de bárbaros como hizo con tus hermanas.

Kagome pensó en sus hermanas, Yuko, en Irlanda y Ayame en Escocia. Encogió los hombros y musitó:

—Mis hermanas han tenido algo que la Francia civilizada no puede ofrecer.

—¿Qué cosa? —inquirió Sango.

—Aventura.

Sango puso los ojos en blanco.

—¿Quién, si no yo, está hecha para la aventura? —preguntó retóricamente Kagome —. Ya sabes que he aprendido a usar las armas con mi hermano y que soy capaz de defenderme sola.. Pero ¿acaso me dan la oportunidad de enfrentarme a un desafío¡No! La reina me envía a la vieja y remilgada Francia donde mi único provecho será engendrar un heredero para el desagradable conde de Beaulieu.

—Bueno, yo estoy agradecida de ir a un país civilizado —insistió Sango—. Y el conde es un hombre de aspecto elegante. Déjame ver su miniatura. ¿Lo tienes ahí?

Kagome buscó bajo su capa de viaje de lana oscura y sacó la miniatura del bolsillo de su blusa. Señora y doncella estudiaron la imagen pintada del rostro del noble francés.

Naraku Fougere, conde de Beaulieu, con sus treinta años, las miraba fijamente desde la miniatura. Su pelo castaño rojizo iba a tono con el bigote que le crecía bajo una nariz larga y puntiaguda. Su cara era delgada y sus ojos oscuros, casi negros. La expresión del conde era la de un hombre con una pica metida en el trasero.

—Es un hombre apuesto —mintió Sango, ocultando la repugnancia que le producía su aspecto—. Estoy convencida de que el pincel del artista no le ha hecho justicia. Es imposible que pincel y lienzo puedan captar la naturaleza de un hombre.

—Naraku parece una comadreja —repuso Kagome secamente—. Y no pueden gustarme esos ojos fríos de serpiente. Parece un hombre carente de emociones tiernas.

—No te equivoques al juzgar el carácter de un hombre por su aspecto—aconsejó Sango.

—Si no es de mi agrado, haré lo que hizo Ayame... me escaparé.

-Lady Kagome —llamó el capitán Bankotsu, acercándose a ellas—. Como capitán de este navío, le digo que es hora de bajar. —Nunca, ni en sus sueños más inverosímiles, había pensado hacer de niñera de un par de jóvenes inglesas. ¿Y quién habría imaginado que conseguirían irritarlo tanto?

Kagome miró hacia la orilla, pero sólo vio las aguas del Canal. Inglaterra se había esfumado. Kagome sintió un pánico repentino, pero luego encogió los hombros y dijo:

—Muy bien. Adiós, Inglaterra.

Al volverse ambas para seguir al capitán, Sangol tocó el brazo de Kagome.

—¿Crees que alguna vez volveremos a ver Inglaterra? —susurró con tono esperanzado.

Kagome miró a su prima de reojo y torció los labios con gesto vivaracho.

—Si me siento insatisfecha con el conde, te aseguro que sí —respondió, y luego lanzó un suspiro afectado—. Me temo que el camino de regreso a Inglaterra será largo.

El capitán Bankotsu abrió la puerta y las invito a ocupar su camarote.

—Éste será vuestro hogar durante la travesía —anunció.

El camarote, ligeramente más grande que el establo de un caballo, era desolador, y sólo una diminuta portilla permitía la entrada del sol. Un camastro decrépito se ceñía a la pared bajo la portilla, y frente al camastro había sólo una mesa destartalada. Los baúles que contenían sus pertenencias estaban amontonados en un rincón del camarote. Formando ángulo recto con el camastro, colgaba una pieza de lona sujeta por cuerdas a ambos lados.

—¿Qué es esto? —preguntó Kagome, sentándose encima con un salto poco femenino. Se sorprendió al ver que se balanceaba de un lado a otro.

La expresión del capitán Bankotsu se enterneció y sus labios se torcieron en algo parecido a una sonrisa.

—Se llama hamaca —explicó—. Vuestra doncella puede dormir en ella.

—Yo dormiré en la hamaca —decidió Kagome, fijándose en la expresión horrorizada de su prima—. Parece más cómoda que ese camastro.

—Durante el viaje, vos y vuestra doncella tenéis permiso para subir a cubierta a tomar el aire entre las dos y las cuatro, todas las tardes —les informó el capitán Bankotsu—. Los hombres se alojan sota cubierta, donde vuestra presencia está terminantemente prohibida. Y vuestras comidas se os servirán aquí. ¿Alguna pregunta?

—¿Dónde comeremos? —preguntó Kagome, y sus ojos refulgieron de indignación al clavarse con dureza en el francés—. No hay sillas.

—Podéis acercar la mesa hasta el camastro. —Con la esperanza de sofocar la vena rebelde que reconocía en la joven inglesa, el capitán Bankotsu compuso su expresión más severa—. Toda infracción de estas reglas será considerada un motín.

—¿Somos huéspedes del conde o sus prisioneras? —lo desafió Kagome.

—Lady Kagome, estas reglas garantizan vuestra seguridad —aseveró el capitán, y se volvió para salir.

-¿Capitán Bankotsu? —La voz de Kagome lo detuvo. Al volverse, ella le sonrió con todo el encanto de que era capaz—. Beaulieu se encuentra en el Mediterráneo y goza de buen clima todo el año, pero aparte de eso, no sé nada de mi nuevo hogar. ¿Puede contarme algo más?

—Me necesitan en cubierta y no tengo tiempo –se excusó él, y abrió la puerta para marcharse.

-¿Por qué no ha viajado a Inglaterra el conde mismo para recoger a su novia?

El capitán Bankotsu se volvió.

—El conde no suele darme explicaciones. Además, un hombre poderoso como él tiene muchos enemigos. No le conviene dejar Beaulieu.

—¿Naraku es un cobarde? —preguntó Kagome.

Sango contuvo la respiración. El capitán Bankotsu salió sin más y cerró de un portazo al salir.

—¿Cómo te atreves a expresar un pensamiento tan vil? —protestó Sango.

Kagome contempló la expresión horrorizada de su prima y sonrió.

—Si parece una comadreja y actúa como una comadreja, entonces es una comadreja.

Vientos favorables llevaron a La Belle Beaulieu por el estrecho de Dover y luego por el canal de la Mancha hacia el Atlántico y luego a alta mar. A pesar de los amenazadores nubarrones, Kagome saltó de su hamaca al oír las campanas que anunciaban la hora.

—Son las dos —declaró Kagome, resintiéndose ya de su encierro—. Vamos.

—¿A cubierta? —preguntó Sango, mirando por la portilla—. El cielo amenaza tormenta.

—Un poco de agua jamás ha hecho daño a nadie —replicó Kagome, echándose la capa por encima de los hombros—. ¿Vienes o no?

Sango tenía el deber de acompañar a Kagome. A regañadientes, cogió la capa y siguió a su prima.

—Regresad a vuestro camarote —gritó el capitán Bankotsu en cuanto aparecieron en cubierta.

Kagome se volvió y se encontró de cara con el francés.

—Dijisteis que teníamos permiso para tomar el aire entre las dos y las cuatro.

—¡El tiempo no lo aconseja! —vociferó el capitán, y en ese momento empezó a llover.

—Maldito imbécil —masculló Kagome, y corrió a refugiarse con su prima en el camarote.

El día siguiente amaneció con un sol cegador. Aquel día no habrían inclemencias climáticas que pudieran estropearles la salida.

A las dos en punto, Kagome y Sango se presentaron en cubierta. En lugar de disfrutar del esplendor de los cálidos rayos de sol, Kagome se dirigió hacia el desdichado capitán francés.

—Es repugnante e intolerable tener que lavarse con agua de mar —le reprochó—. Mi doncella y yo exigimos un alojamiento mejor.

El capitán Bankotsu no le prestó atención y se alejó.

El buen tiempo también favoreció su tercer día en alta mar. Esta vez Kagome volvió a quejarse.

—Comer a una mesa destartalada y sentada en el borde de un incómodo camastro, me está quitando el apetito.

De nuevo, el capitán Bankotsu la ignoró.

Dos días después, La Belle Beaulieu atravesó el estrecho de Gibraltar y se adentró en el Mediterráneo; luego cambió de curso y navegó hacia el nordeste rumbo a la costa de Francia. Una brisa cálida, suave como la caricia de un amante, deleitó a Kagome y a Sango. El sol les calentaba el rostro y sus rayos danzaban sobre el agua, cambiando el color del mar de azul oscuro a verde.

—Tal vez tenga un temperamento agradable —sugirió Sango mientras las dos muchachas escudriñaban la miniatura del conde.

—¿Acaso te parece la cara de un hombre de buen carácter? —contestó Kagome, mirando a su prima y arqueando una perfecta ceja cobriza—. Si Dios, en Su misericordia, tiene intención de intervenir, será mejor que se dé prisa.

—Pero si ni siquiera has conocido todavía al conde —comentó Sango—. Dale una oportunidad.

Kagome soltó un gemido.

—-¿Qué te pasa? —preguntó Sango.

—Casarme con el conde significa que estaré obligada a dormir junto a él todas las noches y someterme a sus deseos. No hay palabras para un futuro tan repugnante. Ay¿por qué la reina no me habrá mandado casar con un hombre apuesto?

—Me había olvidado de eso —dijo Sango.

Kagome sonrió de oreja a oreja, inesperadamente, y su sonrisa resplandeció como el sol sobre el Mediterráneo.

—Antes de que lleguemos a Beaulieu, se me ha de ocurrir algo que me convierta en una criatura totalmente indeseable para el conde. Espero que se ponga enfermo al verme las pecas.

Sango observó el rostro exquisitamente hermoso de su prima. Con pecas o sin ellas, Kagome era una belleza. No había ninguna posibilidad de que el conde sintiera repugnancia hacia ella. A menos que...

—Puede que Dios decida intervenir —aventuró Sango—. Quizá el conde prefiera los hombres antes que la compañía de las mujeres.

—¿Qué? — Kagome se escandalizó.

—Algunos hombres son así —insistió Sango—. Se lo oí decir a varios hombres de armas de tu hermano.

— Aun así dudo que nadie quiera estar junto a esa comadreja—Kagome se echó a reír.

Pero al día siguiente no reía, después de pasar la noche en vela tendida en la hamaca. Ni siquiera el sol pudo levantarle el ánimo.

—Es insufrible dormir en un artilugio que se balancea de un lado a otro con cada uno de mis movimientos —agasajó Kagome al francés.

El capitán Bankotsu la ignoró.

A las dos en punto del día siguiente, Kagome y Sango subieron a cubierta. En el rostro de Kagome se leía «Basta» mientras escudriñaba la cubierta en busca del capitán. Soportar un día más en aquellas condiciones era inaceptable. Tal vez las lágrimas templarían un poco la actitud del capitán.

Seguida de su prima, Kagome buscó por todas partes, pero no encontró al capitán. Al pasar junto a un marinero, Kagome le preguntó en francés:

—Por favor¿dónde está el capitán Bankotsu?

El marinero sonrió y se encogió de hombros. Al preguntar a los demás marineros, varios le dieron la misma respuesta.

A las cuatro, cuando estaban a punto de bajar, Sango atisbo al capitán pero no dijo nada. Al parecer, el capitán Bankotsu, harto de escuchar a su prima, finalmente había decidido esquivarla.

Kagome se sentía como una prisionera maltratada, y sus reflexiones sobre su prometido no eran ni amables ni cariñosas. Cuando por fin lo conociera, Naraku Fougere iba a tener que escuchar algunas cosas bastante crudas.

A última hora de la mañana del octavo día de su viaje, Kagome decidió que ya no aguantaba más estar encerrada. ¿Acaso no era ella la futura condesa de Beauheu? Podía ir donde quisiera y a la hora que quisiera.

Kagome se levantó de la hamaca donde había estado sentada, meditando obsesionada desde el desayuno. Con una expresión terca pintada en la cara, se dirigió con paso firme hacia la puerta.

—¿Adónde vas? —preguntó Sango, levantando la vista de su labor.

— Kagome A cubierta.

—No puedes. Aún no ha llegado la hora.

Kagome miró a su prima por encima del hombro y arqueó su perfecta ceja cobriza— ¿Ah, no? Fíjate en esto.

Hizo ademán de abrir el pestillo de la puerta.

—¡Aaay!

Algo chocó contra el costado del barco con tal fuerza que el impacto hizo que Kagome se precipitara por el camarote hacia el camastro. Con un grito, cayó encima de su prima.

Kagome le tapó la boca a Sango para sofocar su chillido, y le ordenó:

—Escucha.

Oyeron ruidos alarmantes que provenían de cubierta. Gritos de hombres y el chasquido de espadas que chocaban llegaron a sus oídos.

—¿Qué... qué es esto? —preguntó Sango.

—Nuestra aventura.

—¿Qué quie... res decir? —balbuceó Sango, asustada.

—Suena como si nos estuvieran atacando —respondió Kagome —. Aunque estoy segura de que no hay de qué preocuparse.

—¿Atacando?

—¡Chist!

Kagome se llevó un dedo a los labios pidiendo silencio, se levantó del camastro y se abalanzó sobre el baúl que había en un rincón del camarote. Tras hurgar en el interior unos minutos, Kagome sacó un puñal de mango incrustado con joyas, un regalo de su hermano. Se incorporó y se apresuró hacia la puerta. ¡Ojalá su madre no le hubiera prohibido llevarse la espada!

—¿Adónde vas? —inquirió Sango.

—A cubierta, a ver qué pasa.

—No me dejes aquí —gimió su prima.

—Vamos, pero quédate detrás de mí —dijo Kagome —. Y pase lo que pase, no me cojas el brazo. ¿De acuerdo?

Sango asintió con la cabeza.

Kagome entreabrió la puerta y echó un vistazo al exterior. Luego, pegadas a la pared, avanzaron lentamente por el pasillo hacia las escaleras. En cubierta, un hombre lanzó un grito agonizante, y luego todo quedó en silencio.

Sango gimió.

—¡Chist!

Con Kagome a la cabeza, subieron las escaleras y salieron a cubierta. Ambas se quedaron atónitas a la vez.

Un gigante de hombre, plantado con más de dos metros de altura, les bloqueaba el camino. Era el hombre de aspecto más cruel que habían visto en sus vidas, un pirata de pelo en pecho con bombachos negros y botas de cuero negro. Su melena oscura le caía a lo largo del cuello y lucía una barba bien recortada. Llevaba en su enorme mano una espada curvada, algo que Kagome no había visto jamás.

—Apartaos —advirtió Kagome, agitando su pequeño y ridículo puñal—. Si apreciáis vuestra vida, no os acerquéis más.

El gigante sonrió y levantó la mano en un gesto de sumisión, luego se giró y bramó por encima del hombro:

—¡Miroku!

Kagome se atrevió a echar un vistazo alrededor. La cubierta estaba sembrada de marineros franceses muertos o moribundos. El capitán Bankotsu, custodiado por dos piratas de aspecto feroz, permanecía a cierta distancia, mirando cómo trasladaban su cargamento al otro barco.

Kagome volvió a fijarse en el gigante justo cuando él se disponía a cogerla aprovechando que estaba distraída. Ella soltó un grito haciendo acopio de toda su furia y le amenazó con el puñal.

—¡Miroku! —vociferó el gigante. Esta vez no sonreía.

Riendo ante la increíble imagen de una mujer diminuta manteniendo a raya a su segundo de a bordo, el joven capitán de los piratas se acercó a ellos. De veintitantos años, el capitán era alto, de hombros anchos y cintura estrecha. Su afeitada cara estaba bronceada de estar expuesta a todo tipo de climas.

—¿Qué tenemos aquí? —dijo el capitán en francés, con los ojos negros chispeantes ante la inesperada diversión.

—No es asunto vuestro —acotó Kagome en francés.

—¿Sois francesa? —preguntó.

—No.

—Entonces ¿qué sois?

—Lo que yo sea no es asunto vuestro —afirmó Kagome.

Hechizado por su tempestuosa belleza, el capitán sólo pudo sonreír ante su audacia. El cabello exuberante de la mujer iba a tono con su fogoso temperamento y espíritu intrépido.

—Yo soy Miroku ed-din, conocido por mis enemigos como el Hijo del Tiburón —se presentó el capitán—. Soy nieto del célebre Khair ed-din, también llamado Barbarroja.

—¿Barba qué? —preguntó Kagome, sin dejarse impresionar.

El capitán y su gigante se miraron, divertidos.

—¿Y vos sois...?—insistió Miroku.

Heather se irguió hasta plantarse frente a él con su metro cincuenta de estatura, y respondió en inglés:

—Yo soy Kagome Elizabeth Higurashi, prima de Isabel Tudor, reina de Inglaterra.

—Sois una flor única y exquisita a punto para ser desflorada —observó Miroku en inglés, sorprendiendo a la muchacha. Le ofreció la mano, diciendo—: Venid. Os acompañaré a mi barco.

—Una rosa inglesa tiene espinas que pinchan —advirtió Kagome, agitando el puñal ante el pirata—. Guardad vuestra distancia.

—No irrites al señor —susurró Sango a sus espaldas—. Los turcos tienen fama de peligrosos.

—¿Quién se esconde detrás de vos? —preguntó Miroku.

—Mi prima Sango.

—¿Cómo estáis, milord? —preguntó Sango, echando una mirada furtiva a espaldas de su prima—. Es un placer conoceros.

—El señor no viene de visita social —reprendió Kagome a su prima.

«Dos bellezas para añadir a mi colección», pensó Miroku, y se regocijó. Dio un paso hacia ellas.

—Deteneos —gritó Kagome, amenazándolo con el puñal—. No me da miedo usar este puñal...

Con un movimiento rápido y repentino, Miroku hizo saltar el puñal de su mano de una patada, y éste resbaló por la cubierta.

—El puñal ha desaparecido, hermosa princesa —dijo, acercándose a ella—. ¿Y ahora qué haréis?

—Este barco pertenece a mi prometido —anunció Kagome —. El castigo del conde de Beaulieu será cruel.

A Miroku se le borró la sonrisa. Ahora era Kagome quien sonreía, satisfecha con el resultado de su amenaza.

—Rashid —ordenó el capitán, haciendo un gesto con la cabeza hacia el gigante. Su segundo de a bordo sacó a Sango de detrás de Kagome y la sujetó con su puño de acero.

Con aire tranquilo, Miroku rodeó a su hermosa e irascible cautiva y la miró de arriba abajo, de modo que Kagome se sintió como un caballo al que querían comprar. Una belleza única, decidió, pero la identidad de su prometido cambiaba la situación por completo. Miroku no se podía quedar con ella cuando conocía a otro que la querría aún más. Pues bien, la prima era un bonito pajarillo que lo consolaría adecuadamente.

—¿De veras sois la prometida de la comadreja? —inquirió Miroku, deseando haber oído mal.

—El conde de Beaulieu no es ninguna comadreja —recalcó Kagome, indignada.

—Por lo visto, no conocéis a ese hombre —contestó Miroku, y luego exclamó—¡ Kagome Elizabeth Higurashi, os reclamo en nombre de Khalid Beg, príncipe del Imperio otomano!

—Las personas no son propietarias de sus semejantes —aseveró Kagome.

—Por supuesto que sí —la corrigió Miroku—. Los amos son los propietarios de sus esclavos¿no es así?

Kagome irguió el mentón.

—En Inglaterra no tenemos esclavos —le informó—. Nuestros sirvientes son hombres y mujeres libres.

—Ya no estáis en Inglaterra, jovencita —le recordó Miroku, arqueando una ceja oscura con gesto enérgico.

Sin esperar a que ella respondiera, se dirigió a sus hombres, que contemplaban la escena—¡Seguid descargando la mercancía! —Se volvió hacia Kagome y le ordenó—: Ahora vendréis conmigo.

—Ni hablar.

-El destino de estos bárbaros no será una visión grata para los ojos de una delicada doncella —le previno Miroku, prefiriendo la razón a la fuerza bruta cuando trataba con mujeres—. Os llevaré a vos y a vuestra prima a mi barco, donde estaréis a salvo.

—No —se empecinó Kagome, ignorando lo que iba a suceder.

—¿Preferís ser testigo de la justicia de la armada imperial? —amenazó Miroku.

—Querréis decir, piratas imperiales.

Miroku se encogió de hombros. La belleza inglesa se avendría a razones en cuanto cayera el primer infiel. Se volvió e hizo un gesto con la cabeza en dirección de los hombres que custodiaban al capitán francés.

Uno de ellos retrocedió unos pasos mientras el otro alzaba una cimitarra. De un limpio y rápido movimiento, el capitán Bankotsu perdió la cabeza.

Horrorizada y aturdida, Kagome clavó la mirada en la cabeza cercenada. Nublados por el espanto, el brillo de sus ojos esmeraldas se apagó.

—Papá... —murmuró, y se desmayó. Preparado para esa reacción, Miroku la sostuvo y la posó suavemente sobre la cubierta.

Repentinamente, Sango hundió la rodilla en la entrepierna del gigante y consiguió soltarse aprovechando que éste se doblaba sorprendido por el dolor. Se precipitó hacia su prima, que yacía desvanecida. Furiosa, Sango se ensañó con el capitán pirata.

—Mirad lo que habéis hecho. Sus pesadillas me desvelarán durante un mes.

Miroku miró a su subordinado y ordenó con voz seca.

—Deja de sonreír, Rashid. Yo llevaré a la joven y tú ocúpate de este pajarillo.

Miroku cogió a Kagome en brazos, se la echó sobre el hombro y empezó a bajar por la pasarela. Por su parte, Rashid cogió a Sango, la puso bruscamente sobre su hombro, y siguió a su capitán.

Cuando abrió los ojos, Kagome vio a Sango, que estaba inclinada sobre ella, mirándola fijamente. La preocupación que ensombrecía la expresión de su prima se trocó en cieno alivio.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Sango.

—Mejor que el capitán Bankotsu, sin duda.

Sango sonrió. Si su prima podía decir bromas morbosas, es que ya se sentía mejor.

Sin moverse, Kagome escudriñó el lugar donde estaban. El camarote, iluminado por la luz tenue de una lámpara de petróleo y por el sol que se filtraba por dos portillas, era más espacioso que el estrecho cuartucho del barco del conde, lo bastante grande para una cama de verdad además de una mesa de aspecto recio y dos sillas. De un lado había cojines de colores llamativos diseminados por el suelo. Kagome no alcanzaba a ver más allá.

—Deja que me levante —dijo Kagome . Echo un vistazo al camarote, y luego observó—: Por lo visto, ser prisionera del turco es un lujo mayor que ser huésped de Naraku.

Sango hizo una seña para indicar los baúles apilados en un rincón del camarote.

—Incluso nos han traído nuestras pertenencias.

—No seas ingenua —dijo Kagome, torciendo el gesto—. Nuestros enseres son botín de los piratas. Estos malditos codiciosos no nos dejarán nada.

De repente se abrió la puerta de par en par. Miroku llenó el umbral con su porte, y luego entró con aire tranquilo.

—Veo que os habéis recuperado —dijo en francés, más cómodo con esa lengua que con el inglés.

—¿Qué ha ocurrido con el barco y la tripulación del conde?—inquirió Kagome.

—La violencia os causa malestar —replicó Miroku—, y yo nunca cometo el mismo error dos veces. Hablemos de cosas más agradables, mi princesa.

—Yo no soy vuestra. Como os he dicho antes...

—Como os he dicho yo antes —la interrumpió él—, sois mía por obra de mi abordaje.

—Mi prometido pagará un generoso rescate a cambio de mi libertad —sentenció Kagome.

—No habrá rescate —replicó Miroku.

—Pero...

—El precio que gustéis imponeros no alcanzaría nunca vuestro auténtico valor.

—Escuchadme... —empezó Kagome, mirándolo con rabia.

—Silencio —rugió Miroku. Aquella delicada flor inglesa era exquisita pero exasperante. Si su amigo Inuyasha no la mataba primero, ésta era capaz de doblegar el escudo que protegía su corazón.

—Mi camarote es vuestro —dijo Miroku—. Poneos cómodas. Recordad, huir es imposible. No hay a donde ir. Naturalmente, apostaré guardias en la puerta.

—No hará falta —repuso Kagome con dulzura—. Nunca se nos ocurriría complicaros aún más vuestra vil y bastarda existencia.

Miroku sonrió con paciencia, pensando que la bella inglesa había optado por el juego infantil de las pullas. Estaba atrapada y lo sabía. ¿Qué otra cosa podía hacer sino intentar herirlo con la lengua?

—¿Las jóvenes inglesas juegan al ajedrez? —preguntó él—. Esta noche podríamos entretenernos con una partida.

—Antes jugaría con una víbora —declaró ella, airada por la indiferencia del pirata ante sus insultos.

—Por lo visto, Inuyasha tendrá que enseñaros buenos modales —dijo Miroku, dirigiéndose hacia la puerta.

—¿Qué es un Inuyasha? —inquirió Kagome.

Miroku se detuvo, y su rostro se ensombreció. Con tono amenazador, contestó:

—Inuyasha es la Espada de Alá. —La puerta se cerró a su espalda.

—Ay, Dios mío —gimoteó Sango—. Por el amor de Dios¿ qué será la espada de Alá?

—No te preocupes por eso —la tranquilizó Kagome, con fingida seguridad—. Tenemos que preparar nuestra huida.

—¿Preparar nuestra huida? —chilló Sango—. ¡Estamos en medio del maldito mar¡No tenemos a donde ir!.

-La vulgaridad no te sienta bien —la riño Kagome — Además, una doncella no le grita a su señora.

—Sí le grita cuando la señora pone en peligro su vida.

Kagome jamás había visto tan enfadada a la buena de su prima. Era sin duda un cambio agradable.

—Es todo por tu culpa —dijo Sango.

—¿Culpa mía?

—Bueno, eres tú la que quería una aventura.

—Tranquilízate —dijo Kagome —. Cuando lleguemos allá donde nos lleven, escaparemos. Confía en mí y yo te llevaré a casa.

—¿A casa? —repitió Sango—. ¿A Inglaterra?

—Sí, he decidido no casarme con esa comadreja.

—Pero la reina...

—Ya nos ocuparemos de la reina —replico Kagome —. No se bebe una bota de vino de un solo trago¿verdad? Se bebe poco a poco.

—Huir de un barco lleno de turcos es imposible —balbuceó Sango, sentándose en el borde de la cama junto a su prima— ¿Cómo puedes estar tan relajada en esta situación?

—Porque ya no tendré que acostarme con la comadreja —respondió Kagome.

—En la vida hay cosas peores que casarse con un hombre desagradable —observó Sango.

Kagome la miró de soslayo.

—¿Así que al final estás de acuerdo en que el conde es una comadreja?

—Acostarse con una comadreja es preferible a ser esclava de un turco hereje —sentenció Sango—. Jamás volveremos a Inglaterra.

Kagome se levantó y cruzó el camarote en dirección a su baúl de viaje. Se hincó, revolvió en el interior y sacó otro puñal, luego regresó a la cama y lo escondió debajo de la almohada.

—Le tenderemos una emboscada al próximo turco que pase por esa puerta —resolvió Kagome, sentándose—. Lo único que tenemos que hacer es tener un poco de paciencia y esperar.

Kagome se recostó en la cama. El alivio y la incertidumbre se batían en su interior. Al cabo de un rato, consiguió liberarse de sus contradictorias emociones gracias al sueño. A su prima, en cambio, la desveló el miedo.

Sango se acercó a una de las portillas. Allí estuvo largo rato, contemplando los rayos del sol que jugueteaban sobre la cresta de las olas. Más allá del barco sólo había agua. Aunque Kagome consiguiera capturar a uno de los turcos, sería imposible escapar.

—Papá... —murmuró Kagome en su sueño.

Sango se dio la vuelta y la miró.

—Papá... —volvió a gemir Kagome, enroscándose como un bebé y sollozando.

Sango cruzó el camarote y sacudió a su prima.

—Despierta, es sólo un sueño.

Kagome abrió los ojos, los enfocó en su prima y se incorporó.

—Papá está muerto por culpa mía —susurró con pesar.

—Eso no es verdad —aseguró Sango, sintiendo que el dolor de su prima le atenazaba el corazón.

—No dejo de pensar; si hubiera...

—Lo hecho, hecho está —interrumpió Sango—. Concéntrate en cómo vas a salvarnos de estos herejes.

Kagome asintió con la cabeza. Había examinado una y otra vez los horripilantes hechos de aquel fatídico día. En incontables pesadillas y reflexiones se repetía la sangrienta escena del asesinato de su padre. Había llegado incluso a aprender el manejo de las armas con su hermano, pero su habilidad con los puñales y las espadas había llegado demasiado tarde para salvar a su padre

-Viene alguien —susurró Sango, oyendo el ruido de botas por el pasillo.

Kagome cogió el puñal de debajo de la almohada, cruzó el camarote de una carrera, y se apretó contra el tabique. La puerta se abrió de par en par. Un hombre portando una bandeja de comida entro y se dirigió hacia Sango. Al llegar al centro del camarote, el pirata se detuvo en seco al sentir la punta de un puñal contra su espalda

—Entrega la bandeja a mi prima —ordenó Kagome en francés, con la esperanza de que la entendiera-. Luego date vuelta y llévanos ante tu capitán.

—No hará falta —sonó una voz regocijada a sus espaldas—. Aquí estoy, para serviros.

Kagome se quedó helada. Y sintió la punta de un puñal contra su espalda.

—Soltad vuestra arma —replico Kagome —, o mataré a vuestro hombre.

El capitán soltó una risilla.

—Tengo muchos hombres en este barco. Si pierdo uno no será ninguna desgracia.

—Por el amor de Dios, no irrites al turco —suplico Sango—. Nos matará.

—Daros la vuelta lentamente y entregadme vuestro puñal—ordenó el capitán.

Kagome lo hizo. Allí estaban, sonrientes, el capitán y su gigante.

El capitán dijo algo en turco. El hombre dejó la bandeja sobre la mesa y se dirigió a los baúles de viaje, desparramó las pertenencias de las muchachas por el suelo buscando armas. Una vez comprobó que no había ninguna, el gigante salió.

Bon appétit —dijo el capitán con una gran sonrisa, y salió del camarote de espaldas, asegurándose de cerrar la puerta con llave al salir.

—¡Maldito imbécil! —gritó Kagome, lanzando una copa contra la puerta.

—Y ahora¿qué hacemos? —gimoteó Sango.

—Un contratiempo sin importancia —dijo Kagome, sentándose en el borde de la cama—. Pasaremos al siguiente plan.

—¿Y cuál es ése?

—No lo sé —admitió Kagome, encogiendo los hombros—. Ya se me ocurrirá algo.

Gracias a los vientos favorables, el Saddam navegó rumbo al este y atravesó los Dardanelos hasta el mar de Mármara, donde se encontraba la casa del capitán, cerca de Gallipoli. Kagome y Sango permanecieron encerradas en el camarote, y sus únicas visitas eran Miroku y su segundo de a bordo, Rashid. La degradante tarea de servir las comidas a las doncellas y atender sus necesidades correspondía a Rashid. Su aspecto, intimidador por no mencionar la cimitarra que llevaba en la cintura, las animaba a colaborar.

—Mira —dijo Kagome desde la portilla.

Sango dejó su labor a un lado, cruzó el camarote y miró al exterior.

—Tierra.

En la distancia, se alzaban suaves montes verdes más allá de las arenas de una playa. Salpicando aquellos montículos reverdecidos había lo que parecían tiendas de soldados y, dominándolas desde arriba, una enorme

—¿Dónde estamos? —inquirió Sango.

—No tengo ni idea. — Kagome cruzó el camarote y trató de abrir la puerta. Estaba cerrada con llave—. Estoy segura de que pronto lo sabremos —dijo, y se sentó en el borde de la cama.

—Quizá sea mejor no saberlo —dijo Sango, retomando su labor junto a la mesa.

La hora de la comida llegó y pasó sin que Rashid les llevara sus platos. Los ruidos de los piratas descargando el botín llegaban a oídos de Kagome y Sango. A primera hora de la tarde, ya estaban muy nerviosas. Espantadas por el sonido repentino de la puerta al abrirse, Kagome y Sango se pusieron tensas.

Miroku entró llevando una bandeja en las manos, y les dirigió una sonrisa. Su presencia a esa hora del día hizo que ellas desconfiaran de inmediato.

—¿Estáis intentando matarnos de hambre? —preguntó Kagome.

—Por supuesto que no —aseguró Miroku, y miró la bandeja que llevaba dos copas de cristal. Una contenía un líquido rosado, pero la otra no tenía apenas color—. Os he traído un refresco. Es una bebida hecha con zumo de frutas. La rosa sabe a pétalos de rosa y la otra está hecha con limón.

Miroku entregó el zumo de pétalo de rosa a Sango y el de limón a Kagome.

—Bebed —insistió—. Comeréis cuando lleguemos a mi casa.

—Es amargo —comentó Kagome, pero sorbió otro trago. Dios, qué hambre tenía.

—El mío no —dijo Sango.

—¿Nunca habéis probado limones? —preguntó Miroku, mirando por la portilla—. Son amargos.

Kagome dejó la copa vacía sobre la mesa y se acercó a Miroku.

—¿Qué nos sucederá ahora? —preguntó.

—La casa es mía —informó Miroku—. Las tiendas son de Inuyasha. En ocasiones, insiste en vivir a la manera de sus antepasados.

—¿Y no sería más apropiada una cueva?

Miroku la miró desde toda su estatura y advirtió.

—Inuyasha es un hombre como jamás habéis conocido en vuestra vida.

—¿Qué tiene que ver Inuyasha con Sango y conmigo? —preguntó Kagome, bostezando aparatosamente y estirándose, por fin relajada.

—Con Sango no tiene nada que ver —contestó, adviniendo sus gestos—, pero todo que ver con vos.

Kagome levantó la vista para mirarlo con ojos extrañamente borrosos, y nada le habría importado menos. Una maravillosa sensación de bienestar letárgico hizo que se mostrara indiferente.

—¿Y cómo es eso? —preguntó, al tiempo que se sentaba en el borde de la cama.

—Os voy a entregar como presente a Inuyasha —le notificó Miroku con tono formal—. Sango se quedará conmigo.

—Ya. — Kagome estaba demasiado amodorrada para inquietarse, y se tumbó sobre la cama.

—No podéis separarnos —chilló Sango—. ¿Cómo podremos...? —Se interrumpió—. Kagome , quiere separarnos...

Cuando Kagome sólo se encogió de hombros, Sango se dio cuenta que pasaba algo terrible. Se precipitó sobre la cama y cogió a su prima, sacudiéndola enérgicamente.

—¿No lo has oído? —exclamó Sango—. Nos va a separar.

—Sí, lo sé —dijo Kagome en medio de un bostezo—. No estoy sorda¿sabes?

—¿Qué le habéis dado? —inquirió Sango, volviéndose hacia el pirata.

—Esconded vuestras garras, pajarillo —repuso Miroku con una sonrisa—. No he hecho más que darle a vuestra señora algo para que descanse unas horas.

En ese momento Kagome cerró los ojos y se quedó dormida.

Sango se encaró con el pirata y se dispuso a protestar.

—Silencio —le ordenó Miroku, interrumpiendo su desplante—. He tenido un gesto amable con vuestra señora al dejarla dormir ante lo que le espera. Sed agradecida con las pequeñas misericordias. —Tras esas palabras, abandonó el camarote y cerró la puerta con llave a sus espaldas.


Que os ha parecido? Bueno esto es la introducción de la historia, espero que os haya gustado.

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