DISCLAIMER: Dragon Ball y sus personajes pertenecen a Akira Toriyama.
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Huellas de Inocencia
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Prólogo
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Junio, Año 794
Milk
La fragancia a lavanda del cuarto era siempre tan sutil, que Gokú nunca logró averiguar de dónde provenía. Su cabeza sencillamente lo registró como uno más de los aromas de su vida. Para él, el razonamiento era muy simple; ese era el olor de Milk.
Y ahora que ese aroma tan delicado se esfumaba también, con mayor razón llegó a creer que era ella la fuente de la esencia. Nunca se enteró de que su esposa cada semana reemplazaba las ramas secas por otras frescas que ponía en pequeñas bolsas de tela estratégicamente escondidas por algún rincón del dormitorio. Era uno de sus secretos, de esos tantos pequeños detalles de las artes ocultas de la vida diaria que su esposo jamás conocería, tanto por ignorancia como por genuino desinterés.
Sin embargo, él sí extrañaría eso en particular.
— Mi dulce Gokú, no estés triste. En algún momento tenía que llegar este día.
Su voz era tan baja y lejana que al imponente guerrero, salvador del mundo en innumerables ocasiones, reducido en esos momentos a un niño entristecido, se le dificultó de tal manera oírla que tuvo que adivinar su significado. Y le dolió lo que allí desentrañó.
Había tenido mil despedidas antes en su vida y sabía que las mismas estaban siempre aparejadas de un ir y venir, lo que difuminaba el significado real de un adiós.
Pero esta era una regla que aplicaba sólo para ellos, seres de fábula, mitológicos en su fuerza, codeándose con los dioses, siempre al filo de lo imposible. No era un precepto para los demás, frágiles mortales, con cuerpos destinados a perecer, con almas destinadas a trascender en los misterios que encerraba ese incierto concepto del más allá.
— Encontraremos algo que hacer — Le había dicho él meses atrás — Seguro que con las esferas podremos pedir un deseo. Le preguntaré a Dendé si puede curarte, o tal vez Mr. Popo conozca un remedio, o Bulma pueda inventar algo. No te preocupes Milk, arreglaremos esto.
Si ella no lo hubiera tomado de la mano, probablemente él hubiese partido ahí mismo a pedir ayuda a esos otros seres fantásticos que se paseaban entre los hombres. Ese optimismo imbatible fue lo primero que la cautivó cuando no eran más que un par de mocosos. De ella se podían decir muchas cosas, pero que había amado a ese hombre toda su vida, era algo que nadie podría llegar a negar.
— Gracias, mi Gokú — le dijo mientras descansaba su rostro en la mano todavía fuerte de él — pero ya es suficiente. Cuando una flor se marchita hay que dejarla morir, porque ya cumplió su tiempo en este mundo, no puedes mantenerla con vida para siempre en contra las leyes de la naturaleza.
— Pero Milk, no entiendo por qué…
— Mírame bien, Gokú. Ya tengo casi sesenta años y los he tenido a todos ustedes más tiempo del que podría agradecer, pero ya es suficiente. Tal vez sea por la enfermedad, pero me siento muy, muy cansada.
Sólo entonces, una ligera brisa entró por la ventana abierta de la cocina y cruelmente sacudió la venda de monotonía y cariño de los ojos de Gokú ¿De dónde habían salido esas arañitas que recorrían el contorno de los ojos de su esposa? ¿Por qué las manos que rodeaban la suya, todavía fuerte y tersa, eran tan arrugadas y pequeñas? ¿En qué momento había aparecido esa melena con mechones blancos en lugar del oscuro y lustroso cabello negro que Milk cepillaba cada noche antes de dormir? ¿Por qué esa sonrisa resignada de una ancianita se había robado el lugar de su gesto, siempre grave, de antaño? ¿En qué punto de esta vida sus pasos se habían vuelto lentos y torpes?
Gokú se estremeció, intuitivo por sobre todas las cosas, y por primera vez en años, un escalofrío lo recorrió. No de anticipación a la aventura, no de emoción a lo desconocido, no de bienvenida al desafío. Allí no había más que amenazante soledad.
Entonces comprendió y encajó a la pequeña niña que de forma insistente se aferraba a él y reía a su espalda mientras cruzaban el cielo sobre la nube voladora, con la frágil anciana que lo miraba cargada de compasión desde sus ojos vidriosos. Esa era la decisión de Milk, y después de tantos años de llevarle la contra, era lo menos que le debía.
La imagen con que Goten se encontró al volver esa tarde a casa lo iba a acompañar el resto de sus días, como una cuota certera de ternura.
Como nunca, la casa estaba en completo silencio, y pese a que la noche no tardaría en llegar, todas las luces estaban apagadas. Al pasar por fuera del cuarto de sus padres los encontró allí, acostados en silencio uno junto al otro. Parecían tomar una siesta en absoluta calma, tomados de la mano como pocas veces los había visto en su niñez. Como ya había comenzado a refrescar, se acercó en silencio a poner una manta sobre ellos y al cubrirlos la imagen lo estremeció. De pronto, ambos habían envejecido mil años y parecían esperar apaciblemente la muerte.
Para ese entonces, Milk ya había confirmado su enfermedad y había sacado la macabra cuenta de los muchos días pasados y los pocos que le quedaban por pasar.
Ahora, Goten sollozaba como un niño pequeño cerca de la puerta, despidiendo a esa mujer que lo acompañó y cuidó con devoción de ídolo. Gohan, con solemne seriedad, vigilaba los débiles signos de vida en el cuerpo de su madre, rogando en silencio que de un minuto a otro el milagro ocurriera y sus mejillas volvieran a ser rosadas, mientras Gokú, quien por vez primera le había obedecido, esperaba sentado y tranquilo a su lado, sosteniendo su mano hasta el final del camino.
— Gracias, Milk. No temas, nos veremos otra vez — le susurró en voz baja, con una enorme sonrisa en el rostro.
Ella, en la más absoluta de las entregas, giró su rostro una última vez hacia el único gran amor de su vida y le sonrió de forma tan tenue, que pareció más un truco de ilusionista, pues un segundo después, su mirada, carente de cualquier emoción, se perdió para siempre en el vacío de la muerte.
Así, rodeada por esos tres hombres, grandes y fuertes a los que tanto había amado, ahora unidos en un profundo sentimiento de orfandad, Milk partía de este mundo.
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Agosto, Año 795
Vegeta
— Maestro, por favor ¡Se lo ruego! Sólo usted puede ayudarme.
En otra ocasión y frente a otra persona, Vegeta sólo se habría volteado molesto, bufando que no lo molestaran a él con problemas que no eran su asunto.
Pero esta vez no, esto era distinto, porque ese dolor que cruzaba cada palabra de Kyabe, esa impotencia que llenaba cada una de sus lágrimas, era la misma que a él lo atormentó por años.
Kyabe no estaba ante él de rodillas únicamente suplicando por ayuda. Él había traído ante Vegeta la única cosa que se había resignado a no tener: redención.
Redención por todos y cada uno de los saiyajin que habían perecido traicionados por Freezer. Ese ruego despertaba algo instintivo en él; era el eco de ese poder vacío que, una vez más, renacía reclamando el liderazgo de un Príncipe, la protección de un Rey. Era su raza, su misma sangre, la que clamaba por salvación ante su inminente destrucción, en este universo o en cualquier otro. Y ahí estaba él, con todo su cuerpo pidiendo a gritos destruir a los traidores que amenazaban a un pueblo que no era el suyo, pero que le ofrecía la oportunidad de hacer lo que no pudo hace años, vidas atrás, mientras a su espalda, se sentía llamado por esa familia que jamás pensó desearía tener, pero por la cual era capaz de sacrificar todo lo que tuviera para entregar. Por lo mismo, aunque lejana a él en tantos aspectos, la empatía por el dolor de Kyabe ante la perspectiva de ver a su propia gente perecer, removió en él algo que creía dormido.
Él era su aprendiz, era un guerrero aún con mucho potencial, era un buen chico y era un saiyajin, como él. En ese niño flacucho e inseguro, Vegeta se encontró a sí mismo, y todo que lo que su ascendencia le pedía transmitir. En respuesta, la adoración inquebrantable de Kyabe le había traído un soplo fresco a su vida.
Pero este asunto iba más allá incluso de todo eso. La exoneración, siempre esquiva a sus manos, bailaba ante sus narices junto con las lágrimas de su aprendiz. Estaba tan resuelto, que la brisa de emoción hasta le quitó algunos años de encima.
— Si quieres seguir teniendo el derecho de llamarte a ti mismo mi aprendiz, levántate del suelo y deja de llorar como un mocoso ahora mismo. Partimos mañana a primera hora.
Aunque la expresión profundamente agradecida de Kyabe era tan genuina y sobrecogedora que llegaba a partir en dos el corazón, Bulma no pudo evitar mirarlo con enojo cuando un presentimiento de tragedia se instaló cerca de su corazón.
— Lo entiendo, Vegeta — le dijo esa noche después de una discusión que parecía no ir a ningún lado, en la intimidad de la habitación que compartían— Lo que no logro entender es ese empeño tuyo por hacer esto solo ¿Por qué no pedir ayuda a Wiss? Yo puedo llamar a los muchachos y por supuesto si le decimos a Gokú él se entusiasmará enseguida. Incluso podemos reunir las esferas en poco tiempo.
La mano de Vegeta sujetó la suya, que ya se encaminaba hacia el teléfono, de forma tan repentina que al no verlo venir se sobresaltó.Iba a reclamarle por su brusquedad, pero algo en los ojos torturados de ese hombre al que tanto amaba la detuvo.
— Champa ya dijo que no intervendría, y un dios no se va a inmiscuir en los asuntos de otro, Bulma, así que olvídate de Bills. Y por ningún motivo te perdonaré si te atreves a avisarle a cualquiera de esas sanguijuelas, mucho menos si pides la ayuda de Kakarotto. Siempre ha sido un idiota sin remedio, pero desde que su esposa murió parece más imbécil que de costumbre y eso que ya ha pasado casi un año. Además…
La súbita pausa en el airado discurso de Vegeta desconcertó a Bulma. Más aún, cuando él soltó su mano y se sentó al borde de la cama con la cabeza gacha y hundida entre los hombros. Le recordó tanto al Príncipe de ego herido que entrenaba hasta hacerse pedazos en su juventud, que, pese a su enojo, no pudo evitar sentarse a su lado y abrazarlo, en un intento sincero de confortarlo.
— ¿Qué pasa realmente con esto, Vegeta?
Bulma pensó que se iba a encontrar con otro de los imperturbables silencios de ese hombre, cuya interpretación tendría que rebuscar en su mirada. Después de tantos años ya había aprendido a leer muy bien en la profundidad de esos ojos. Pero, cosa rara, él la sorprendió.
— Nunca pude salvar a los míos, Bulma. Yo era el Príncipe de los Saiyajin, y permití que todos fueran aniquilados. Esta vez no será lo mismo.
Aunque se sintió orgullosa del hombre a su lado, le asustó inmensamente esa resolución tan inamovible, pues sabía hasta dónde era capaz de llegar Vegeta con tal de seguir sus propias convicciones.
— Por eso no quiero que llames a los inútiles de tus amigos, este no es su asunto. Ni si quiera de Kakarotto. Esto es algo que tengo que hacer yo solo.
Probablemente ella era la única en todo el universo capaz de entender a ese hombre y el dolor que su pasado arrastraba tras de sí. Y es que, si había algo que no abandonaba a Vegeta, era la frustración por las metas no cumplidas. Así que, como siempre, lo entendió.
Pero temía. Temía dejarlo solo ante un enemigo que una nación entera de los suyos no podía derrotar, temía tenerlo lejos y no poder correr a socorrerlo de ser el caso, temía que él se fuera y no volviera. Pero, una vez más, habría de confiar en él y su criterio. Después de todo, eso era lo que los hacía el equipo invencible que eran. Parecía que ese era su sino frente a este hombre.
— ¿Qué puedo hacer para ayudarte, Vegeta? — Le preguntó en tono de urgencia, mientras su cabeza trabajaba a mil revoluciones por minuto tratando de buscar formas de ayudarlo en su misión, tan personal como impostergable.
—Podrías empezar por darme motivos para regresar pronto — susurró acercándose al cuello de Bulma, donde depositó un beso lento y húmedo que estremeció todos los sentidos de ella, no preparados para ese ataque sorpresivo.
Parecía imposible que después de tantos años le bastara tan poco a ese salvaje para despertar en ella un fuego siempre en brazas. Hicieron el amor esa noche de forma impetuosa, con la desesperación de Bulma llenando cada segundo y el erotismo de Vegeta silenciando cada duda. Después, dormida entre sus brazos como había hecho los últimos años de su vida, se removió inquieta sin poder conciliar un sueño profundo ante la perspectiva del alba y la despedida que éste traería.
— Ya no te preocupes mujer, regresaré antes de que te des cuenta — le susurró él como un conjuro conciliador.
De eso, había pasado ya casi un largo y tortuoso año.
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Las estaciones se suceden unas a otras. Criaturas nacen y otras mueren. Las semillas que se plantaron ayer, hoy lucen orgullosas sus flores coloridas, para germinar en frutos que luego de caer y pudrirse volverán a la tierra.
Si en la naturaleza todo es un constante avanzar y volver a empezar, ¿puede la humanidad ser menos que eso? ¿O es la soledad tan apabullante, acaso, que detiene hasta el ritmo de la vida?
Como sea, la esencia humana es tan voluble que, incluso en su sufrimiento más intenso, una caricia inesperada puede obligar a un corazón roto a latir otra vez.
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Palabras de la autora: Un saludo enorme a quien le haya dado una oportunidad a esta historia que hoy decidí comenzar. Si bien amo a los protagonistas en su respectivo canon, me apasionan las relaciones crack, porque absolutamente todo puede pasar (¡no hay límites, y para gustos, colores!), así que muchas gracias si estás leyendo esto. Especialmente a la señorita Anna Bradbury, mujer increíblemente dulce y responsable en gran medida de esta locura y a quien, a su vez, adoro con la misma chifladura.
Quise que este primer capítulo fuera una especie de prólogo para tener un contexto a todo lo que vendrá después, por lo que espero estar subiendo el próximo lo antes posible.
Otra vez, mil gracias a quien lea ¡Un abrazo!
Pau.
