Prólogo

Un día fresco y soleado, por los caminos de Angara, viajaba un grupo de cuatro aventureros que acababa de salir de Kolima en busca de su siguiente destino.

—¿Sabéis? Me alegro mucho de haber podido ayudar a la gente de Kolima, habría sido terrible para ellos vivir para siempre con el cuerpo de un árbol —dijo Mia, la única chica de la cuadrilla.

—Y a la vez hemos ayudado al bosque —añadió Iván, el más joven de ellos.

Hans y Garet asintieron y el primero se detuvo delante de un camino.

—Chicos, por aquí se va al Templo Fuchin, deberíamos ir allí —propuso Hans, que era el más racional de los cuatro y, además, conocía bien la geografía de Angara.

No tardaron en llegar al templo, donde encontraron a un hombre anciano con una larga barba blanca que parecía estar meditando. No había abierto los ojos ni siquiera cuando habían entrado dentro de la sala, parecía que nada pudiera quebrar su concentración. Los tres centraron su mirada en Iván, que enseguida se dio cuenta de que solo podrían acceder a él a través de su capacidad para leer la mente. Cuando el anciano se dio cuenta de lo que Iván estaba haciendo, se dispuso a hablar.

—¿Quién desea comunicarse conmigo?

—¿Sois vos el maestro Nyunpa? —se atrevió a preguntar Iván, obteniendo un breve gesto de afirmación.

—Si venís tras esos tipos… Me temo que lo tendréis complicado para llegar hasta ellos —dijo, ante la sorpresa de los chicos. No habían tenido oportunidad de explicarse ante el maestro, pero no había sido necesario; después de todo, podía leerles la mente.

—No vamos a echarnos atrás tan deprisa, podremos con lo que sea que nos espera —le aseguró Garet cruzándose de brazos.

—Vuestra determinación no servirá para cruzar el bosque Mogall, joven —respondió el anciano, serio—. Ningún hombre normal puede hacerlo. Quien entra allí, está destinado a vagar buscando una salida… hasta el fin de sus días. Sin embargo, he notado algo extraordinario en vosotros cuando os habéis acercado, pero no es suficiente.

—¿Qué significa eso? —preguntó Hans.

—Significa que, si superáis las pruebas de la gruta de las cataratas, quizá también estéis preparados para adentraros en ese bosque maldito.

—Al menos debemos intentarlo, ¿no es así? —dijo Hans mirando a sus compañeros, que parecían conformes.

El anciano volvió a cerrar los ojos con un gruñido, dando a entender que no tenía nada más que decir por el momento. Los cuatro salieron del templo y dirigieron su mirada hacia las cataratas situadas junto al templo, donde había un monje apostado. Cuando les vio llegar, se apartó a un lado con una inclinación de cabeza para dejarles paso al interior de la gruta.

A medida que se internaban en el interior, comenzaron a ver antorchas ancladas a las paredes, que iluminaban la gruta a partir de donde no llegaba la luz del sol. Pasaron un rato caminando por túneles serpenteantes, atravesando estanques y pasando de cueva en cueva, hasta que se toparon con una losa de piedra con una inscripción. Hans tomó una de las antorchas de las paredes para iluminar la losa y poder leer lo que decía.

—"Los rayos de luz dan vida a las sombras, revelando el camino" —leyó.

—¿Qué significa? —preguntó Garet.

—No lo sé, es una especie de acertijo. O una pista sobre algo —aventuró Hans.

Siguieron su camino durante al menos una hora que se les hizo eterna. Comenzaron a perder la paciencia cuando llegaron por quinta vez al lugar del que habían partido.

—Estamos caminando en círculos… —suspiró Garet—. ¿Qué estamos buscando exactamente? Solo hemos encontrado una joya roja diminuta.

Apenas había terminado de pronunciar aquellas palabras cuando Mia ahogó una exclamación.

—¡Mirad eso! —señaló a un rincón de la cueva, donde se encontraba un pequeño ser agazapado.

—Es un djinn de Júpiter… —murmuró Iván para sí mismo.

—Hay una puerta detrás de él, quizá podamos alcanzarlo por otro lugar —propuso Garet, acercándose a la extensión de agua que los separaba del djinn, demasiado grande como para saltarla—. Cualquiera se atreve a meterse en ese agua…

—Sin embargo, hemos probado todos los caminos y ninguno conduce a esa puerta, ¿por dónde habrá llegado ese djinn? —preguntó Mia.

Hans permanecía en silencio, reflexionando sobre las palabras de Mia. ¿Realmente habían pasado por todos los caminos posibles? Una chispa se encendió en su mente de pronto. Cogió una antorcha, dejando a oscuras a los demás, y se puso a examinar las paredes detenidamente a la luz del fuego, acariciando los salientes con la palma de la mano. Se detuvo en un punto donde una roca tenía una textura distinta a las demás. Probó a empujarla y se hundió, haciendo un ruido que repitió el eco. No tuvo que hacer nada más, pues la pared giró y dejó un espacio lo suficientemente amplio como para que pasase una persona.

—Aquí tienes la respuesta a tu pregunta, Mia —dijo, alumbrando el pasadizo que se había abierto ante ellos.

Los demás corrieron hacia allí y se internaron por un estrecho túnel detrás de Hans, que sostenía el fuego. Justo iban a entrar en una cueva nueva cuando Iván, que se había fijado en el suelo, exclamó:

—¡Cuidado, Hans! —intentó detenerle alargando un brazo hacia él.

Pero Hans ya había puesto un pie dentro y sintió un agudo pinchazo que le hizo dar un salto y retroceder. Acercó la antorcha al suelo y vio que estaba cubierto de pinchos salvo por algunos tramos.

—Tenemos que esquivar eso, tened cuidado —les advirtió, comprobando que no se había hecho nada grave en el pie—. Está claro que, quien puso estas trampas, quería asegurarse de que no cualquier persona llegase a las entrañas de la gruta. Me pregunto qué esconderá…

Ninguno respondió, todos estaban ocupados imaginándose qué podrían encontrar al final de aquella galería. De camino, encontraron al djinn que habían visto antes y este se unió a ellos sin necesidad de combatir. Finalmente, llegaron a una cueva más grande y sin antorchas, donde hallaron una enorme estatua de un dragón. Garet, movido por un presentimiento, colocó la pequeña joya roja que habían encontrado en el hueco del ojo del dragón, y este exhaló una llamarada por la boca que iluminó la cueva entera. Vieron entonces que el suelo de la cueva estaba cubierto de pinchos por completo, esta vez no había ningún hueco por el que pasar.

—No podemos sortear esos pinchos, pero tampoco podemos pasar por encima, nos haríamos daño —dijo Mia, preocupada.

—¿En qué consiste la prueba que dijo el maestro? ¿En agujerearnos los pies? —rió Garet con sorna.

—Volvamos sobre nuestros pasos, puede que hayamos pasado algo por alto —propuso Hans.

De nuevo comenzaron a dar vueltas por la gruta, fijándose en cada piedra, en cada rincón, en cualquier cosa que pudiera parecer sospechosa, pero no vieron nada inusual. Acabaron llegando a la sala con la estatua del dragón.

—Esto no tiene ningún sentido, hemos revisado la gruta de arriba abajo, hemos pasado por aquí tres veces —se quejó Mia—. No hay nada más. ¿Qué más podemos hacer?

—No creo que la prueba trate de hacerse daño, creo que… quizá… —Iván tomó la antorcha de Hans y se acercó a los pinchos. Al acercarles la luz, se dio cuenta de que no todos ellos eran iguales—. Hay algunos pinchos que no puedo ver claramente, ¿es solo impresión mía?

Hans se agachó junto a él.

—No, Iván, de hecho… Creo que tienes razón. ¿Recordáis la inscripción? "Los rayos de luz…", "revelando el camino". Hay un camino aquí, solo que necesitábamos bastante luz para verlo.

Tras decir aquello, Hans se arriesgó a avanzar uno de sus pies.

—¿Estás seguro? —preguntó Mia, conteniendo la respiración.

Hans dio otro paso, y otro, y otro, sin que los pinchos le hiriesen. Parecía seguir un camino que solo él veía. Llegó hasta el final de la cueva y cruzó una puerta. Segundos después, volvió a salir.

—¡Eh, chicos! Creo que el maestro Nyunpa no tendrá más remedio que decirnos cómo atravesar el bosque Mogall —sonrió Hans mostrándoles el Orbe de Fuerza que sostenía con una mano.

Deshizo el camino con cuidado de no pisar los pinchos equivocados y siguió a los demás hasta la salida de la gruta. Aunque había pasado mucho rato, al franquear la entrada del templo, encontraron al maestro en la misma posición que cuando salieron de allí. Sin embargo, esta vez abrió los ojos cuando los escuchó pasar.

—¡Excelente! No esperaba menos de vosotros, aventureros —les dijo—. Ahora ya podéis cruzar el bosque. Solo tenéis que emplear la energía del orbe y aparecerán unas criaturas que os mostrarán el camino correcto.

Hans y los demás se miraron y se despidieron del maestro cortésmente, agradecidos por haberles dado la clave para continuar su viaje.