Disclaimer: Definitivamente, ya me gustaría que lo fuese, pero no lo es. No es mío.

Copyright: Por favor, no copiar mi fic :)

¡Sí, señores! ¡Segunda parte de este fic! No me quedé agusto con la primera parte, así qe es posible que la vaya a editando poco a poco. Ésta, sin embargo, está MUCHO más trabajada.

Recomiendo leerse la primera parte, pero tan poco es esencial .

He tenido unos problemas con el teclado, y es posible que alguna palabra esté mal escrita o falte alguna tilde (aunque lo haya pasado por Word) Así que os pido disculpas.

Disfrutad ^^



Recuerdos de un Corazón Roto


El sol. La arena. La sedosa y dulce arena, aunque su sabor era horroroso. El agua; el mar, rozando suavemente su piel, su vestido, mojándolo ligeramente en cada pequeña ida, y dejando que se secase ligeramente en su vuelta, dejando a penas tiempo al volver rápidamente a su posición inicial, replegándose, y estirándose, como unas suaves sabanas de seda, las olas.

-¡Por la gracia de los Cielos! ¿¡Está usted bien!? –preguntó un hombre, demasiado preocupado y conmocionado para pensar si quiera que podría estar muerta-.

La levantó con cuidado, y ella abrió por primera vez sus ojos. La luz cálida del sol, que había estado acompañándola durante su exhaustiva descripción de la playa en la cual se encontraba en los momentos presentes, la deslumbró por momentos. Cuando pudo acostumbrarse, observó al hombre que estaba sentado junto a ella en la playa. Tenía el pelo color azabache, y unas facciones duras, pero que denotaban una preocupación y sinceridad que la estremecieron. Sus ojos, tan profundos como un pozo, parecían observar cada centímetro de su cara, escrutándola, intentando adivinar que rondaba su cabeza.

-Vamos, mírese –ella miró hacia abajo. Vio su desgarrado vestido, mas no dijo nada-. ¿Quién es usted? ¿Cómo se llama? ¿Qué está haciendo aquí en tal estado?

Aquello la golpeó como un martillo bien fuerte. Ella no sabía quién era.

El Sr. Todd volvió a su casa con lágrimas en los ojos. Su vida había sido una mentira. Su mujer seguía viva, y su amor había muerto. No tenía razón de ser, y no era mejor que el Juez. Pero lo mataría, para librar al mundo de un cerdo menos.

Los días que acontecieron fueron los más duros de su vida. Cualquier cosa que veía, olía o sentía, le recordaba a ella, a él. ¿Cerveza? Toby. ¿El baño? Eleanor. ¿La cocina? A Toby y a Eleanor; y así sucesivamente. Su cabeza no podía parar de darle vueltas a sus últimas palabras, a las de ella. "Espero que no lo traten muy mal en el infierno, Sr. Todd". Esas palabras no habían sido dichas por error, las había dicho con sentimiento, pero no con odio inscrito. Era una especie de despedida. Una despedida que él la hubiese preferido de otra forma.

Cuando la ciudad de Londres se enteró de la noticia, esta ahogó un aliento, y miles y miles de lágrimas desbordaron sus ojos. Todos la querían, bueno, tal vez todos eran unos interesados y unos chaqueteros de narices, pero la nueva conmocionó, del todo, a la ciudad capital de Gran Bretaña.

El párroco del barrio organizó el mayor entierro jamás visto en Londres. El cementerio detrás de la Iglesia de Saint Dunstan's quedó completamente llena el día previsto. No pudieron recuperar el cuerpo del río, mas eso se solucionó con un ataúd (el más elegante de todo Londres, cortesía de Todd) vacío. Niños, adultos, viejos, hombres y mujeres acudieron al funeral aquél Domingo.

Durante tal evento, el Sr. Todd ahogó un par de lágrimas y gritos. No podía mostrarse débil en aquellos momentos, a ella no le hubiese gustado. Para su desgracia, también vio a cierto Juez y a su perrito faldero en el lugar, pero decidió ignorarlos, aquél día se había prometido (más a ella que a él mismo) que no pensaría en venganzas, ni en pasado, ni en dorados cabellos como el trigo.

-¿Quiere pasar a decir unas palabras, Sr. Todd? –preguntó amablemente el cura. Él asintió-. Bien, recibamos ahora al Sr. Todd, mejor amigo de la Sra. Lovett, y el que mejor la conocía –un aplauso por parte de la multitud le dio la seña. Él se puso delante del ataúd-.

Miró alrededor. Tantas mujeres, tantos hombres, vestidos de negro (más hombres que mujeres) en señal de acompañamiento en el sentimiento, en que se sentían igual que él. Pero lo cierto era; que nadie podía sentirse como él.

-Puede empezar –susurró el cura, mientras todos le miraban expectantes-.

-Ella… fue más que una amiga para mí –empezó, no sabía que decir-. Podría decirse, que éramos hermanos. No, algo más que hermanos. Yo… yo la amaba –confesó, mientras dos solitarias lágrimas corrían por su rostro, y miraba hacia el ataúd, ya en el agujero. Un par de sollozos lejanos resonaron en el abarrotado cementerio, en el cual ni un alma cabía ya-. En cierta forma, debiera decirse que su muerte es mi culpa. Tal vez… hice algo que rebasó el vaso. Tobías murió hace tiempo, de ahí su ausencia pero… yo la quería –no tenía más que decir, y sin embargo, aquellas 3 palabras significaban más que la frase en sí. Rompió a llorar, y se retiró, dejando una gardenia roja encima del ataúd, y escondiéndose entre la multitud-.

Una gardenia, sus favoritas, roja, como sus labios, como su "casi" rojizo pelo. Él la quería, y era lo único que importaba ese día.

Más gente fue a decir unas palabras, (entre ella Mooney, la cual a Sweeney le dio ganas de degollar allí mismo, pero se contuvo porque sería demasiado engorroso hacer dos funerales en un mismo día), pero ignoró a todas.

A la despedida, y con el recibimiento de los pésames y pesares (con los cuales Sweeney estaba totalmente seguro que se había desgastado la mano, así que ya no podría afeitar. Nah, si podría, pero le costaría. Ya no tenía a nadie que…)

Incluidos el tonel y el Juez le dieron su pésame, pero él los ignoró deliberadamente y ni les dio la mano.

-Venga, la llevaré a mi casa y allí hablaremos. No puede ni debe pasearse así por aquí –la cogió por los hombros, mientras ella sollozaba quedamente, e intentó llevarla a su casa-.

Durante el camino, ella le observó intensamente –una vez se calmó-. No recordaba nada. Absolutamente nada. Su mente estaba vacía, aunque había algo que le decía que debiera saber que le pasaba, que debiera recordar algo, cualquier cosa.

Pero unos pensamientos, unas ideas locas corrían por su mente. Aquél pelo negro azabache y los ojos profundos le recordaban a alguien, del cual no podía acordarse. Y pensó, ¿Y si este es mi marido? No, no… ¿Y si él me conoce? Lo cual la llenó de esperanza.

Ella recordaría. Un escalofrío recorrió su espalda. Ella podría recordar.