Capítulo 1

Emmett Cullen, conde de McCarty, disfrutaba relajadamente de lo que más placer le proporcionaba: la soledad, la paz y la tranquilidad.

Los mejores planes eran los más sencillos, pensaba, mientras se servía un dedo de brandy. Su hermano había tenido una idea brillante al sugerirle que lo que tenía que hacer era ocultarse a plena vista. Para un hombre soltero, por si fuera poco, heredero de un ducado, era una batalla perdida eludir a las resueltas debutantes de la buena sociedad y a sus depredadoras madres. Recibía invitaciones de todas partes y una norma básica de la etiqueta exigía que se dejara ver en todas partes.

«Pero este verano, no.» Sonrió complacido. Por una vez, pensaba quedarse a pasar el verano, aquel año especialmente abrasador, donde estaba, en los desiertos confines de Londres. No estaba hecho para el interminable rosario de fiestas, paseos en yate y demás reuniones sociales que tenían lugar en las residencias campestres de los miembros de la alta sociedad.

Su padre frecuentaba también ese ambiente y McCarty sabía bien que era mejor no darle ventaja.

El duque de Moreland era un viejo taimado, resuelto y sin escrúpulos. Su objetivo en la vida era conseguir que su heredero se casara y tuviera hijos varones, pero Emmett se enorgullecía de ser más listo que él. Hasta el momento, su padre ya le había concertado un matrimonio que la familia de la dama en cuestión había impedido en el último momento. Con una vez bastaba. Era un hijo respetuoso y obediente, consciente de sus responsabilidades, un hermano en el que se podía confiar, un heredero que se ocupaba de las propiedades y de las inversiones en calidad de apoderado de su padre. Sin embargo, lo que no haría sería dejarse coaccionar para que se casara con una petulante muñequita a la que cubriría como si fuera un perro en celo para que le diera hijos.

El placer de pasar los días y las noches sin preocuparse por tener que asistir a algún aburrido acto público, empezaba ya a levantarle el ánimo, normalmente reservado. Se sorprendió fijándose en las cosas, en el aroma a rosas y madreselva que flotaba en el interior de su residencia urbana, o en el ramo de flores colocado dentro de una chimenea, apagada en esa época del año, con el mero propósito de alegrar la vista. Sus comidas a solas le resultaban más sabrosas. Dormía mejor entre las sábanas perfumadas de lavanda de su cama. Tarde por la noche, oía a algún vecino tocar el piano, y también ecos de risas procedentes de su propia cocina por la mañana temprano.

«Habría sido un monje ejemplar», pensó, contemplando el jarrón de rosas situado entre los morillos de la chimenea fría. Claro que los monjes no disfrutaban de excesiva soledad y no tenían acceso recreativo al bello sexo.

Una recatada exponente de este último entró en silencio en la biblioteca, le hizo una breve reverencia y se dispuso a rellenar de agua los jarrones de flores que adornaban la estancia. McCarty la observó moverse en silencio y se preguntó cuánto tiempo llevaría trabajando en su casa. Era una mujer bonita, de movimientos elegantes, que despedía un aire de eficiencia.

La doncella se detuvo ante las flores de la chimenea, alargó la mano por encima de la rejilla protectora y llenó el jarrón. «¿A quién se le habrá ocurrido poner flores en una chimenea vacía?», se preguntó él distraídamente, pero entonces se dio cuenta de que la joven se estaba demorando demasiado en su tarea.

—¿Ocurre algo? —le preguntó.

No tenía intención de parecer irritado, pero así fue como debió de sonar, porque la chica dio un respingo y se encogió, atemorizada. Pero, sin embargo, no se enderezó, hizo una reverencia y le dejó a solas con su brandy.

—¿Ocurre algo? —preguntó de nuevo más despacio, consciente de que, a veces, el nivel de comprensión de los sirvientes era limitado. La joven dejó escapar un extraño sonido, algo así como un gimoteo, sin decir nada, tan sólo aquel indicio de consternación. Permaneció donde estaba, inclinada sobre la rejilla de la chimenea con la jarra de agua en la mano.

McCarty dejó la copa en una mesa y se levantó de su sillón de orejas para ver qué pasaba. La doncella no cesaba de emitir aquel extraño sonido, que a él no le agradaba en absoluto. No era su tarea ocuparse del servicio, por el amor de Dios.

Al acercarse a la chimenea, la joven se encogió aún más, algo que a McCarty le resultaba asimismo irritante, pero al moverse se percató del problema: los botones del vestido se le habían quedado pillados en la rejilla. La chica no era lo bastante alta como para poder dejar la jarra en el suelo, por lo que sólo disponía de una mano para liberar los botones, pero la necesitaba para sujetarse y no perder el equilibrio.

—Tranquila —le dijo él con delicadeza. No en vano tenía cinco hermanas y también una madre. Sabía que las mujeres tenían tendencia a dramatizar—. Te soltaré en un abrir y cerrar de ojos, pero tienes que estarte quieta y dejar esa jarra.

Tuvo que separarle los dedos del asa de la jarra, a la que la chica se aferraba con desesperación, pero seguía sin decir nada. Tan sólo piaba como un pajarillo atrapado.

—No debes ponerte nerviosa —la siguió tranquilizando al tiempo que la rodeaba con un brazo y deslizaba los dedos a lo largo de la rejilla—. Estaremos listos en un momento. La próxima vez, seguro que no se te olvida retirar la rejilla antes de echar agua a las flores.

Le llevó un buen rato. Había conseguido soltar uno de los botones y estaba pasando otro por los agujeros de la rejilla cuando los gimoteos de la chica se intensificaron y se convirtieron en gemidos en toda regla.

—Calla —dijo él—. No voy a hacerte daño. Ya casi he soltado todos los botones. Estate quieta...

El primer golpe le dio en los hombros y le hizo sentir una punzada de dolor al tiempo que notaba como si le rasgaran el fino lino de la camisa y también la piel. El segundo llegó a continuación, mientras rodeaba con los brazos a la joven en ademán protector. Y al tercer golpe, que recibió de forma certera en la nuca, todo se volvió negro.

McCarty gimió de dolor y el sonido hizo que las dos mujeres se sobresaltaran y se volvieran hacia él.

—Por todos los demonios —masculló, apoyándose en los antebrazos, al tiempo que sacudía la cabeza a un lado y otro. Se incorporó lentamente, hasta quedar a cuatro patas, y seguidamente se puso en cuclillas sacudiendo la cabeza de nuevo.

Escudriñó la estancia con el cejo fruncido y entonces se percató de la presencia de la doncella y de la otra mujer. Se Jazanó los sesos tratando de encontrar la relación. Esa otra mujer era su ama de llaves, aunque era demasiado joven para el puesto. La señora... Todas las amas de llaves eran señora algo...

¿Sidwell? La miró fijamente, con concentración. Sommers... no. Hale.

—Acérquese —le ordenó con voz áspera. Era una mujer fuerte, más bien alta, que se movía por la casa a paso de marcha. Ella se le acercó con cierta cautela—. Señora Hale —continuó, frunciendo el cejo con cara de pocos amigos—, necesito su ayuda.

Ella asintió y se arrodilló a su lado. Por una vez, no se comportó como un general en campaña. Él le rodeó los hombros con el brazo, se detuvo un momento para dejar que se le pasara el dolor que ese simple movimiento le provocó en todo el cuerpo y, finalmente, se levantó despacio.

—A mi habitación —ordenó con un gruñido, apoyándose en la mujer pesadamente mientras se le pasaba el mareo. Gracias a Dios, ella no trató de entablar conversación y se limitó a abrirle la puerta de la habitación y luego a ayudarlo a sentarse en uno de los sofás que flanqueaban la chimenea de la alcoba contigua al dormitorio.

Se volvió entonces a la doncella, que también los había acompañado.

—Kate, ve a buscar el botiquín, agua caliente y paños limpios de lino. De prisa.

La joven asintió y se fue, dejando la puerta ligeramente entreabierta.

—Estúpida —masculló el conde—. ¿Acaso cree que estoy en condiciones de hacerle a usted algo?

—No lo cree, lo hace para guardar las formas.

—Tengo derecho a mi intimidad —protestó él—. Además... —hizo una pausa, cerró los ojos y soltó lentamente el aire—, dado que ha intentado usted matarme, no creo que esté en condiciones de exigir, señora.

—No he intentado matarlo —lo corrigió el ama de llaves—. Sólo quería proteger a su empleada de lo que me han parecido avances inapropiados por parte de un invitado.

Él la miró sarcástico e incluso incrédulo, pero la mujer se mantenía de pie con total firmeza, con los brazos cruzados sobre el pecho y la convicción de sus palabras visible en sus ojos.

—Informé de que regresaría de Moreland hoy —dijo—. Y el cerrojo no estaba corrido. Se ha equivocado usted.

—No ha llegado correo en los últimos dos días, señoría. Parece que este calor ha alterado el funcionamiento normal de las cosas. Y en cuanto a lo otro, su hermano no se anda con sutilezas cuando viene a visitarlo.

—¿Ha creído que mi hermano estaba molestando a la doncella?

—Es muy amistoso, milord. —El pecho de la señora Hale se elevó visiblemente al decirlo—. Y resulta fácil aprovecharse de Kate.

Ésta apareció en ese momento, hizo una inclinación ante el conde y seguidamente depositó el botiquín en la mesita baja que había delante del sofá.

—Gracias, Kate —dijo la mujer mirándola a los ojos al hablar y pronunciando las palabras con deliberada claridad—. Ahora trae una bandeja de té y unos bollos o unas galletas para acompañarlo, por favor.

¿Un bollo? A McCarty le dieron ganas de reír. ¿Pensaba curarle el golpe de la cabeza con té y dulces?

—¿Le importaría sentarse en la mesa, milord? —preguntó el ama de llaves sin mirarlo—. Si no, no podré curarle la espalda y el... cuero cabelludo.

Maldita fuera su suerte, necesitó ayuda para levantarse, moverse y sentarse en la mesa de centro. Cada movimiento le causaba un penetrante dolor en la cabeza y los hombros. Por eso, apenas notó cuando la señora Hale le desabrochó la camisa con destreza, le soltó los faldones, que llevaba metidos en los pantalones, y se la bajó por los hombros.

—Está destrozada, me temo.

—Las camisas se pueden reponer —contestó él—. Pero mi padre tiene planes para mí, así que será mejor que me cure.

—Ha sido golpeado con un atizador —dijo la mujer, inclinándose sobre él para estudiarle la herida de la cabeza—. Hay que mirar bien esa herida.

Cogió la camisa, la dobló y la aplicó contra la herida.

—Emplear la voz pasiva no le servirá, señora Hale, puesto que ha sido usted quien me ha golpeado —dijo él apretando los dientes—. Por todos los santos, cómo duele.

Ella le puso la mano en la frente y siguió presionando el lino de la camisa estropeada contra la herida para contener la sangre.

—Ya va parando la hemorragia y las heridas de la espalda no tienen un aspecto muy malo —comentó.

—Qué suerte —masculló él. Que le sujetara la frente le había calmado el dolor considerablemente, pero había algo más: un aroma floral y fresco al mismo tiempo, una nota a menta y romero que lo trasladaba a los placeres del verano.

El ama de llaves le posó una suave mano en el hombro desnudo, pero al momento comenzó para él de nuevo la tortura, esta vez a causa de un desinfectante que escocía como un demonio.

—Ya casi he terminado —dijo ella con voz queda al cabo de unos momentos, pero McCarty casi no la oía de lo mucho que le zumbaban los oídos. Cuando se le pasó el mareo, se dio cuenta de que estaba apoyándose en la mujer, con el rostro pegado a la suave curva de su cintura y los hombros encorvados contra su muslo.

—Ésta es la peor parte —dijo la señora Hale apoyándole de nuevo la mano en el hombro—. Lo siento, de verdad. —Parecía sinceramente contrita viéndolo sufrir y ante la pérdida de su dignidad.

—Se me pasará.

—¿Quiere que le dé un poco de láudano? —le preguntó, arrodillándose a su lado con expresión preocupada—. Aunque no es lo más recomendable cuando se ha recibido un golpe en la cabeza.

—No es la primera vez que tengo dolor. Sobreviviré —contestó él—. Pero tendrá que ayudarme a ponerme una bata y acompañarme a recoger la correspondencia de la biblioteca.

—¿Una bata? —repitió ella, enarcando el elegante arco de sus cejas—. Llamaré a algún criado o al señor Stenson.

—No va a poder ser —contestó McCarty tratando de sentarse en el sofá—. Stenson se ha quedado en Moreland, porque el ayuda de cámara de su excelencia tenía unos días libres y ni el mayordomo ni los criados estaban disponibles, pues libraban por la tarde.

Frente a semejante lógica, la señora Hale lo rodeó por la cintura y lo ayudó a tomar asiento.

—Voy por esa bata —capituló, mientras él se quedaba allí sentado, mirándola salir de la estancia en busca de la prenda.

¿Tan difícil era echar una bata por encima de unos hombros masculinos desnudos?, pensó Rosalie. Sólo que, después de ver al conde, no le quedaba más remedio que puntualizar: unos hombros increíblemente musculosos, anchos y, sí, desnudos. Que Dios la ayudara.

No era la primera vez que se fijaba en su patrón en las semanas que llevaba trabajando en la mansión. Era un hombre atractivo, con su metro ochenta y pico largo de estatura, sus ojos verdes, su cabello castaño oscuro y unas facciones patricias que denotaban su origen aristocrático. Le echaba poco más de treinta años, pero no se había formado una opinión personal de él. Le veía ir y venir a todas horas, apenas visitaba el piso de abajo y se encerraba en la biblioteca con su secretario y otros caballeros durante largos ratos.

Le gustaba el orden, la intimidad y las comidas siempre a la misma hora. Consumía enormes cantidades de comida, pero nunca bebía en exceso. Iba a su club los miércoles y los viernes, y visitaba a su amante los martes y los jueves por la tarde. En su biblioteca, había ejemplares de Byron y Blake, que leía por la noche hasta tarde. Era goloso, y cariñoso con su caballo. Se le veía cansado a menudo, dado que su padre había dejado las finanzas del ducado en un estado absolutamente desastroso, antes de ceder las riendas a su heredero, y enderezar la situación reclamaba gran parte del tiempo del conde de McCarty.

Éste parecía sentir una especie de exasperado afecto por el único hermano varón que le quedaba, Edward, y todavía lloraba la pérdida de los dos que habían muerto.

No tenía amigos, pero conocía a todo el mundo.

Y lo presionaban para que se casara. De ahí su testaruda renuencia a abandonar Londres en mitad de la ola de calor más horrorosa que se recordaba en mucho tiempo.

Todos esos pensamientos pasaron por la mente de Rosalie en los minutos que tardó en buscar en el armario del conde una bata. Escogió una azul marino. Le había vendado la espalda, de modo que si la herida de la cabeza se abría y comenzaba a sangrar de nuevo, el tejido ocultaría la mancha.

—¿Servirá esto, milord? —preguntó, levantando la bata para enseñársela, cuando regresó al salón. Frunció el cejo—. Está usted muy pálido. ¿Puede ponerse en pie?

—Quíteme las botas antes —respondió él, poniendo uno de sus grandes pies sobre la mesa de centro.

Rosalie apretó los labios en señal de disgusto, pero dejó la bata en el sofá y se inclinó hacia adelante sobre la mesa para tirar de las botas. La sorprendió que no le quedaran tan ceñidas a la pierna como solían llevarlas los caballeros.

—Mejor —comentó él, moviendo los dedos desnudos cuando le quitó también los calcetines—. ¿Me ayuda? —añadió, tendiéndole el brazo en señal de que quería levantarse.

Rosalie lo rodeó con un brazo y lo ayudó a ponerse en pie despacio. Los dos se quedaron así de pie, unidos por su brazo un rato hasta que ella se inclinó hacia adelante y cogió la bata. Le metió primero un brazo por una manga y a continuación, con torpeza, el otro.

—¿Puede sostenerse en pie sin ayuda? —preguntó. Seguía sin gustarle lo pálido que estaba.

—Puedo —contestó él, pero Rosalie lo vio tragar saliva en señal de dolor—. Los pantalones, señora Hale.

Con la sensación de que al conde las piernas se le iban a doblar de un momento a otro y se iba a caer, Rosalie no se atrevió a poner objeciones, pero mientras le desabrochaba con destreza el frente de los pantalones, se dio cuenta de que su intención era que lo desnudara. ¿Qué hombre pediría a una mujer a la que pretende acusar de intento de asesinato que lo despojara de su ropa?

—En algún momento antes de que reciba mi recompensa eterna, si no le es molestia.

Vio que él no parecía tan incómodo como ella por lo cerca que estaban, de modo que le bajó los pantalones por las caderas sin contemplaciones.

¡Dios bendito, no llevaba nada debajo! Se puso roja como un tomate y el conde la pilló desprevenida al rodearle los hombros para sujetarse, mientras sacaba primero un pie de la prenda y luego el otro, cuidadosamente. De nuevo, el dolor lo obligó a pararse y, por espacio de unos segundos, durante los cuales tomó aire despacio, se apoyó pesadamente en ella, echándole el aliento en la mejilla, con la bata abierta, exhibiendo su desnudez.

—Cuidado —murmuró Rosalie, atándole el cinturón para que la bata no volviera a abrirse, pero no pudo evitar ver...

Se puso aún más roja. Nunca dejaría de ruborizarse, ni aunque viviera tanto como la nana Fran, que le contaba historias de tiempos remotos en la cocina.

—A la cama, creo —dijo el conde con una voz que denotaba el esfuerzo que le costaba moverse.

Ella asintió y, pasándole el brazo por la cintura, lo ayudó a llegar al dormitorio contiguo y a la enorme cama con dosel.

—Paremos un minuto —murmuró, recostando en ella su poderoso cuerpo.

Rosalie lo dejó apoyado contra el pie de la cama mientras retiraba el cobertor.

—Probablemente le resulte menos incómodo boca abajo, milord.

Él asintió, concentrándose en el lecho con torva determinación. Rosalie se puso de pie a su lado a la altura del cabecero. Entonces, se dio la vuelta de modo que los dos quedasen de espaldas a la cama y se sentó junto a él.

El conde hizo otra pausa para recuperar el aliento sin soltarle los hombros.

—Mi correspondencia —le recordó.

Ella lo miró con el cejo fruncido, no muy convencida, pero terminó asintiendo.

—No se mueva, señoría, no vaya a ser que se caiga y vuelva a golpearse la cabeza.

Salió de la habitación con la sugerente forma de caminar que McCarty asociaba con ella y él se quedó disfrutando de nuevo de la vista, mientras consideraba su consejo. Si muriera, su hermano Edward no se lo perdonaría. De debajo de la cama, sacó el orinal con ayuda del pie, lo utilizó y después le puso la tapa con sumo cuidado, sujetándolo por el asa con los dedos de los pies y retirándolo.

Dios santo, pensó, sacudiéndose ligeramente el miembro, su ama de llaves había visto las joyas del ducado...

Debería estar indignado por haber sido objeto de su escrutinio, pero en vez de estar enfadado, lo divertía y sentía una vaga gratitud al saber que sería ella quien le proporcionara los cuidados que pudiera necesitar. Podría haber mandado llamar al médico, claro está, pero McCarty odiaba a los médicos y seguro que la gente que trabajaba para él lo sabía.

Alargó el brazo por encima de la cama y recolocó las almohadas para poder ponerse de lado. El movimiento le provocó tal dolor en la espalda que cuando regresó el ama de llaves, seguía sentado en la cama.

La miró con una ceja arqueada.

—¿Té?

—No le hará daño —respondió ella—. También le he traído limonada fría, aprovechando que esta mañana han renovado las provisiones de hielo.

—Limonada, pues.

Sus habitaciones, de techos altos, se encontraban situadas en la parte trasera de la casa, resguardadas del sol. Estaban bastante frescas, probablemente porque habían dejado abiertos los ventanales del piso de arriba para que hubiese corriente.

La señora Hale le entregó un vaso alto, helado, del que él bebió con cautela. Lo había endulzado generosamente, así que dio un sorbo más grande.

—¿Y usted no bebe? —le preguntó, observando cómo se movía por la habitación.

—Es usted mi patrón —respondió ella, cogiendo de la mesilla una jarra, con la que llenó el jarrón con flores de la ventana—. Sus rosas están sedientas.

—Así que es usted quien ha convertido mi casa en una floristería —contestó McCarty mientras se terminaba la limonada.

—Sí. Tiene usted una casa muy bonita, milord. Las flores hacen que se vea aún más bonita.

—¿Me despertará si me quedo dormido más de una hora? —le preguntó, incapaz de llegar a la mesilla para dejar el vaso en la bandeja.

Ella se lo quitó de la mano y lo miró a los ojos.

—Vendré cada hora hasta el amanecer para comprobar cómo se encuentra, milord, pero como no ha tomado té ni tampoco ha cenado, creo que será mejor que coma algo antes de descansar.

Él echó un vistazo a la bandeja en la que su ama de llaves había subido un plato con un bollo grande y dulce, que parecía lleno de frutos rojos.

—La mitad —dijo McCarty, asintiendo cauteloso—. Y siéntese, por favor —añadió, dando unas palmaditas en el colchón—. No soporto tener a mi lado a una mujer que no deja de moverse.

—A veces habla como su padre, ¿lo sabía? —dijo ella, partiendo en dos el bollo para sentarse a continuación junto a él—. Autoritario.

—Querrá decir ridículo —contestó él, mirando el dulce con aire escéptico antes de darle un mordisco.

—No es ridículo, aunque sus maquinaciones sí lo sean a veces.

—Mi ama de llaves es muy diplomática —comentó él sonriéndole con ironía— y prepara unos bollos pasables. Podría comérmelo entero en vez de tirar la mitad.

—¿Quiere mantequilla en esa mitad?

—Un poco. ¿Qué sabe usted de las maquinaciones de mi padre?

—Los chismorreos corren entre el servicio —respondió ella encogiéndose de hombros, pero entonces se debió de dar cuenta de que se estaba excediendo, porque se dedicó a untar la mantequilla sin decir nada más. Luego añadió—: Se dice que lo espía cuando usted acude a sus citas.

—Lo que es ridículo —respondió el conde— es pensar que ese viejo lobo pueda engañar a las jóvenes damas que me abordan en todas las reuniones sociales a las que asisto, señora Hale. Las pobrecillas se lanzan de cabeza al matadero con la esperanza de llegar a convertirse en mi duquesa algún día. No lo permitiré. —Y en cuanto a lo de que lo espiara cuando iba a visitar a su amante, pensó con gesto sombrío... Por el amor de Dios—. Pese a sus maquinaciones, seré yo quien elija esposa. ¿No ha traído más que uno de estos bollos? —preguntó, señalándola con el último trozo de dulce que le quedaba.

—Ante la lejana posibilidad de que le parecieran pasables, le he subido dos. ¿Un poco más de mantequilla? —preguntó ella, sacando el segundo bollo de una cesta forrada de lino.

Al mirarla, vio la diversión que brillaba en sus ojos y sus labios se curvaron en una sonrisa.

—Un pelín. Y un poco más de limonada tal vez.

—No va a presentar cargos contra mí, ¿verdad? —preguntó la señora Hale despreocupadamente y a continuación frunció el cejo como si se le hubiera escapado.

—No se me ocurre una idea mejor —contestó él, aceptando el segundo bollo—. Decirle a todo el mundo que el heredero de Moreland ha sido reducido por su propia ama de llaves, porque ésta creía que estaba molestando a una doncella en su propia casa.

—Eso ha sido lo que ha ocurrido. Y no ha estado bien por su parte, milord.

—Señora Hale —contestó él, fulminándola con la mirada—. No me dedico a acosar a las mujeres que están bajo mi protección. Los botones del vestido se le han quedado pillados en la rejilla de la chimenea y no podía soltarse sola. Eso es todo.

—¿Los botones? —repitió ella, llevándose la mano a la boca. A juzgar por su expresión, McCarty vio que su explicación arrojaba una luz muy diferente sobre las conclusiones que había sacado por sí misma—. Milord, le ruego que me disculpe.

—Me pondré bien, señora Hale —contestó él, casi sonriendo al verla tan afligida—. Pero la próxima vez, pregúnteme: «¿Qué hace, milord?», y así nos ahorrará esta incómoda situación. —Le entregó el vaso—. De todos modos, me voy a vengar.

—¿Se va a vengar?

—Se lo aseguro. Soy un paciente horrible.

Al anochecer, Rosalie se estaba quedando dormida cuando oyó que el conde la llamaba desde la otra habitación.

—¿Milord?

—Sí, soy yo, y no gritaré dentro de mi propia casa para que me haga caso el servicio.

Qué duque tan insufrible iba a ser, pensó ella con irritación, mientras se ponía en pie y se dirigía al dormitorio.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó con toda la suavidad de que fue capaz.

—Detesto emplear pluma y tintero estando acostado —dijo, mirándola por encima de unas gafas con montura metálica—. ¿Le importaría acercarme la lámpara del escritorio y ayudarme?

—Por supuesto. —Rosalie fue a la alcoba por la lámpara del escritorio, pero cuando regresó, se dio cuenta de que necesitaba también una silla en que posarla.

—El extremo de la cama servirá. —El conde gesticuló con impaciencia. Rosalie se permitió mirarlo con mal humor, mucho mal humor dado lo impropio de su petición, pero, aun así, se quitó las zapatillas, se subió a la cama y se sentó con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en uno de los postes.

—¿Sabe leer y escribir? —preguntó él, mirándola de nuevo por encima de las gafas.

—En francés, inglés y latín y también un poco de alemán, gaélico, galés e italiano.

McCarty enarcó las cejas un momento ante su ácida contestación. Luego, le dio unos minutos para que se acomodara y entonces comenzó a recitar en voz alta un memorándum para el administrador de una de sus propiedades en el que elogiaba la evolución de una cosecha de heno especialmente abundante y sugería que diera prioridad a la construcción de las acequias para regadío mientras el maíz maduraba.

Otra carta trataba de una provisión de vino de Oporto que había que enviar a Moreland a petición del duque.

En otra le daba el pésame a la viuda de uno de sus arrendatarios. Y así sucesivamente, hasta que tuvieron un buen montón de cartas cuando estaban a punto de dar las doce de la noche.

—¿Está cansada, señora Hale? —le preguntó cuando Rosalie se detuvo a afilar la pluma.

—El trabajo de amanuense no es agotador, milord —contestó ella, y era verdad. El conde tenía una voz preciosa, un profundo tono de barítono que perdía su habitual altanería cuando se concentraba en comunicar algo mediante consonantes nítidas y redondas y vibrantes vocales que denotaban la refinada educación que había recibido desde la cuna.

—Ya podría ser mi secretario tan amable como usted —contestó el conde—. Si no está cansada, tal vez pudiese traerme algo de beber de la cocina. Hablar tanto rato seca la garganta. De lo contrario, no se lo pediría.

—¿Desea que le traiga algo más de la cocina? —preguntó ella.

—Tal vez uno de esos bollos —aceptó él—. Aún estoy viendo si soy capaz de digerir la comida, pero he conseguido no vomitar el que he comido antes.

—Los que se ha comido antes. Han sido dos —dijo ella por encima del hombro.

La dejó que dijera la última palabra, o dos, y también se permitió disfrutar contemplándole el trasero otra vez. Le echaba menos de treinta años. Las campañas militares en Córcega habían dejado una gran cantidad de viudas por todo el país. Tal vez su ama de llaves fuera uno de esos casos.

Pero además de joven, se acababa de dar cuenta de que era una mujer bonita. Cierto que no lo subrayaba de ningún modo, ninguna mujer del servicio doméstico con dos dedos de frente lo haría. Pero para su ojo experto, bajo los sosos vestidos de la señora Hale se ocultaba una espléndida figura, que además había podido notar ante la obligada cercanía de hacía unos minutos. Tenía un pelo brillante, de color castaño oscuro con algunos reflejos rojizos y otros dorados, y unos ojos de un gris suave y luminoso. Sus facciones le resultaban ligeramente exóticas, con rasgos propios del este, mediterráneo tal vez, puede que hasta de raza gitana. Era la antítesis de su amante, una mujer menuda, de cabello rubio y ojos azules, que se movía con soltura en los márgenes de la alta sociedad.

Se preguntó con el cejo fruncido por qué había escogido a una mujer tan pequeña como receptora de sus atenciones íntimas, cuando a él le iban más las mujeres altas. Claro que encontrar una amante, independientemente de su constitución física, no era tarea fácil. Debido a su posición, no era hombre inclinado a frecuentar burdeles y tampoco lo atraía entablar relaciones con viudas ansiosas, consciente de que tratarían de llevarlo al altar tan rápido como las jóvenes casaderas.

De modo que su único recurso era Jessica, al menos cuando ésta estaba en la ciudad.

Sin dejar de fruncir el cejo, cogió una carta de su hermano, que se había quedado en Moreland mientras el duque y la duquesa pasaban dos semanas de vacaciones allí. Edward era más feliz en el campo, tocando su piano a todas horas o montando a caballo.

Pero pese a lo que se pudiera pensar, su hermano no era ningún frívolo, y había añadido una posdata a su informe: «Renfrew está arando, si no ya sembrando, las tierras que tienes arrendadas en Tambray durante tu ausencia. No puedo evitar preguntarme quién se quedará con la cosecha».

La casa que tenía alquilada para Jessica estaba en la calle Tambray y el barón Renfew era uno de esos jóvenes lores juerguistas y fogosos que gustaban mucho a las damas. Determinó dejar que Jessica disfrutara con él, puesto que el acuerdo que tenía con ella era algo fundamentalmente práctico. Cuando los dos coincidían en la ciudad, él esperaba que ella estuviera disponible, para lo cual se citaban previamente. En caso contrario, Jessica era libre de divertirse como y donde quisiera, igual que él.

Eso cuando tenía tiempo y ganas, algo que no ocurría últimamente.

—Su bebida, milord. —El ama de llaves depositó una bandeja a los pies de la cama y le tendió un vaso.

Él miró la bandeja y a continuación la miró a ella con gesto pensativo.

—Creo que será más agradable tomarlo en la terraza, señora Hale.

—Como desee, milord. —Volvió a dejar el vaso en la bandeja y fue a abrir las cristaleras, para regresar a continuación hacia la cama.

McCarty se volvió cuidadosamente de lado y esperó a que se sentara con él en la cama y le pasara el brazo por la cintura.

—¿Qué es ese aroma? —le preguntó, deteniéndose cuando ella se estaba levantando ya.

—Lo fabrico yo misma —contestó la mujer, mirándolo por encima del hombro—. En su mayor parte consiste en lavanda y algún otro aroma. Creo que este año me ha salido especialmente bien.

Él se inclinó un poco y la olisqueó para hacerse una opinión.

—Lavanda y algo dulce —decidió, pasando por alto lo atrevido de su gesto—. ¿Lirios?

—Puede ser —respondió la señora Hale sonrojándose, con la mirada baja—. Los detalles varían según el olfato de cada uno y los olores que flotan en el ambiente.

—¿Quiere decir que depende de lo que lleve puesto? No lo había pensado. Hum.

La olisqueó de nuevo brevemente y acto seguido enderezó los hombros y se dispuso a levantarse, pero para su gran fastidio, tuvo que apoyarse un momento en ella para no caer.

—Adelante —le dijo cuando la cabeza dejó de darle vueltas. Minutos después, salían a la oscuridad de la noche estiEd de su terraza.

—Madreselva —dijo él, sin venir a cuento, impulsado tan sólo por la brisa nocturna.

—También lleva un poco —contestó la señora Hale acercándose a una tumbona de mimbre acolchada.

La terraza daba al jardín trasero y la brisa transportaba hasta ellos el aroma de las flores.

—Siéntese conmigo —pidió el conde acomodándose en la tumbona. La señora Hale, que ya se marchaba, se detuvo, y algo en su postura lo alertó de que se había excedido con el imperativo—. Por favor —añadió, incapaz de contener el tono divertido que asomó a su voz.

»No nació para servir —dijo a continuación, cuando su ama de llaves tomó asiento en una mecedora de mimbre.

—Pequeña nobleza —respondió ella—. Muy pequeña.

—¿Hermanos?

—Una hermana más joven y un hermano mayor. ¿Limonada, milord?

—Por favor —respondió él, recordando de pronto que la había hecho bajar dos pisos en mitad de la noche hasta la cocina para ir a buscarla.

Era una noche sin luna, oscura como boca de lobo, de modo que cuando la señora Hale cogió el vaso de la bandeja, tuvo que palpar con la mano libre buscando la de él para dárselo.

—Tiene la piel caliente —afirmó, con tono preocupado. Alargó el brazo de nuevo, esperando sin duda encontrarle la frente para ver con el dorso de la mano si tenía fiebre, pero en vez de la frente se topó con la mejilla—. Le pido disculpas —se apresuró a decir, retirando la mano—. ¿Cree que es posible que tenga fiebre?

—No tengo —respondió McCarty lacónicamente, dejando la limonada en la mesa. Entonces le buscó la mano y se la llevó él mismo a la frente—. No estoy más caliente de lo normal en estas circunstancias.

Sintió, o al menos creyó sentir, que su ama de llaves le apartaba el pelo hacia atrás antes de tomar asiento. Seguro que sólo había sido un gesto maternal y era muy posible que la prolongada ausencia de Jessica tuviera la culpa de que él hubiera visto en ello algo mucho menos inocente.

—¿Qué tal su cabeza, milord?

—Me duele a rabiar. La espalda me arde y no creo que vaya a poder montar a ninguno de mis castrados castaños en un tiempo. Me ha pegado fuerte, teniendo en cuenta que lo más que podría haber estado haciendo supuestamente era tocar a esa chica.

Su ama de llaves bostezó silenciosamente mientras él relataba los hechos.

—¿Tanto la aburre mi compañía, señora Hale? —No se había ofendido, pero tampoco había pretendido que su tono resultase tan melancólico.

—Mi jornada de trabajo ha sido larga, milord. El miércoles es el día de hacer la compra en el mercado y la cocinera y yo nos pasamos el día colocándolo todo después, aprovechando que los hombres no están y así no nos molestan.

—Entonces está cansada —concluyó él—. Vaya a descansar, señora Hale. El sofá de mi alcoba servirá, así podré llamarla si la necesito.

Ella se levantó, pero vaciló un instante, como dispuesta a echarle un sermón sobre el decoro, la decencia y otras virtudes conocidas sólo por el servicio.

—Vaya, señora Hale —la instó él—. Me gusta la soledad y tengo muchas cosas en las que pensar. No me quedaré dormido aquí fuera y a usted le vendrá bien cerrar un poco los ojos al menos. Si no fuera mi ama de llaves, sabría que el conde de McCarty no tiene necesidad de acosar a las mujeres que están a su servicio.

Eso último debió de aplacarla o frenar en parte sus intenciones, porque se fue de la terraza dejándolo con su limonada y sus pensamientos.

Su aroma, pensó él, se fundía a las mil maravillas con la brisa nocturna. Le entraron ganas de mordisquearla, para ver si también sabía a lavanda, rosas y madreselva. Hizo memoria, tratando de recordar cuándo había contratado a la preciosa, más joven de lo que debería y más protectora de lo necesario, señora Hale. Tal vez a principios de primavera, cuando tomó la decisión de abandonar la residencia urbana del duque, so pena de terminar estrangulando a su querido padre y al interminable cortejo de jóvenes primas que su madre hacía desfilar ante él para que se decidiera por alguna yegua de cría.

El asunto en sí se le antojaba de lo más degradante. Comprendía a sus padres. Después de perder a dos de sus hijos varones, estaban desesperados porque los otros dos hijos legítimos que les quedaban tuvieran descendencia. Comprendía que Ed prefiriera los hombres —o que lo fingiera al menos— para no tener que aguantar la insistente persecución del duque. Y también comprendía que Jasper tardara años en recuperarse de las heridas de Waterloo y de la guerra de la independencia española.

Lo que no comprendía era de dónde iba a sacar él tiempo para encontrar a una mujer a la que pudiera tolerar no sólo en la cama, sino también para que fuera la madre de sus hijos y lo acompañara todos los días a la mesa del desayuno, cuando las responsabilidades del ducado no le dejaban ni un minuto libre.