L'albero santo

Escalus pensó que no podría soportarlo si esos soñadores que se llamaban a sí mismos "justos" y a los que seguía alimentando por amor a la pureza de sus almas, saciaran su sed de sangre, por eso agradeció cuando tuvo la oportunidad de tener a la hija de los Capuleto, el fruto de tantas discusiones y el motivo de centenas de asesinatos, ya no caminando libre por la ciudad, vestida como un muchacho y haciendo justicia por su mano, sino inconsciente y dispuesta (sin saberlo, incubada la desesperación en su seno) a dejarse plantar la semilla en su pecho. Eso terminaría con la Guerra. Incluso Laertes, una vez muerta su última rival, sería capaz de encarar sus responsabilidades con más sobriedad. Si no lo hacía, seguiría secando campos hasta que la miseria tocara a su puerta revestida en oro. Y eso si llegaba el día en que la Capuleto penetrara en el palacio para encontrarse a sus pies, sin cobrarse la garganta de su enemigo principal, lo cual Escalus resentiría aún más, porque dos semillas que han de crecer juntas no deberían aniquilar la una a la familia de la otra. Veneno mutuo. Amor de tiranos. Pero eso lo pensaría, si pudiéramos creer que un árbol con millones de años puede hacer tal cosa. Además, lo único importante es que de un modo u otro pensó que Julieta sería un hermoso árbol compañero. No como el anterior, pero del que ya tendría tiempo de enamorarse. No por nada guardó sus semillas y contempló su marchitación. Julieta daría a luz una criatura dorada, de hojas perfumadas, flores deliciosa y puramente blancas (no podría ser así con nadie más, puesto que pocas vírgenes podían compartir el lecho con sus enamorados, enriqueciendo sus almas, sin manchar sus cuerpos), de tronco fuerte y que crecería enseguida. Lo más importante era eso.