Se que todavía tengo una historia sin terminar, pero por el momento el trabajo y el estudio me hacen imposible terminarla, así que ahora traigo una adaptación. Los personajes son de Kyoko Mizuki y Yumiko Igarashi, y la historia pertenece a Susan Elizabeth Phillips, uno de mis libros favoritos de la autora… espero que les guste y en algún momento tratare de seguir con mi otra historia.
Capítulo 1
_ Me temo _ admitió Candy_ que mi comportamiento deja que desear. Mi tía dice que recibí una educación lamentable.
La hija descarriada de Lakewood, Misisipí, volvía a la ciudad que había jurado dejar para siempre. La mirada de Candy White iba del parabrisas azotado por la lluvia al horrible perro que ocupaba el asiento del pasajero,
_ Ya sé qué estás pensando, Gordon, de modo que más vale que lo sueltes. Piensas en cómo caen los poderosos. ¿Me equivoco? _ Soltó una risa amarga_ . Pues que te den. Mira lo que te digo... _ Parpadeó para contener las lágrimas_ . Que te den.
Gordon levantó la cabeza y la miró con desdén. Como si fuera basura.
_ Yo no, amiguito. _ Subió la calefacción del viejo Volvo para protegerse del frío de aquel día de finales de febrero_ . William y Rose White fueron los amos de esta ciudad y yo era su princesa. La chica que prendería fuego al mundo.
Oyó un aullido imaginario de risas caninas a lo basset.
Como la hilera de casas con tejado de zinc que acababa de dejar atrás, Candy estaba un tanto deteriorada. El largo cabello rubio que le caía en forma de rizos sobre los hombros ya no brillaba tanto como antes, y los diminutos corazones de oro que adornaban los lóbulos de sus orejas ya no danzaban a un ritmo desenfadado. Sus labios fruncidos ya no tenían ganas de esbozar sonrisas seductoras, y sus mejillas de muñeca habían perdido la inocencia hacía ya tres maridos.
Pestañas tupidas seguían enmarcando unos ojos claros asombrosamente verdes, aunque delicadas líneas empezaban a dibujar patas de gallo en las comisuras. Quince años atrás había sido la chica mejor vestida de Lakewood, pero ahora una de sus botas altas hasta la pantorrilla y con tacones de aguja tenía un pequeño agujero en la suela, y su vestido de punto escarlata ceñido al cuerpo, con su recatado cuello de cisne y su no tan recatado largo, eran de una tienda barata en lugar de una boutique de lujo.
Lakewood nació en la década de 1820 como ciudad algodonera del nordeste de Misisipí, y posteriormente se libró de las antorchas del ejército de ocupación de la Unión gracias a la astucia de su población femenina, que recibió a los muchachos de azul con tal encanto perseverante y tal infatigable hospitalidad sureña que ninguno de ellos tuvo el valor de encender la primera cerilla. Candy era descendiente en línea directa de aquellas mujeres, aunque en días como ése le costaba recordarlo.
Reguló los limpiaparabrisas al acercarse a la calle Shorty Smith y dirigió la mirada al edificio de dos plantas, abandonado en esa tarde de domingo, que todavía se erguía en la esquina. Gracias al chantaje económico de su padre, el instituto Lakewood representaba uno de los pocos experimentos acertados en educación pública integrada del Sur profundo. Hubo un tiempo en que fue reina de aquellos pasillos. Ella y sólo ella decidía quién podía sentarse en la mejor mesa de la cafetería, qué chicos eran aceptables para salir con ellos y si estaba bien llevar un bolso Gucci de imitación cuando tu padre no era William White y no podías permitirte el auténtico. Rubia y divina, había sido la reina suprema.
Su dictadura no siempre era benévola pero raras veces habían desafiado su poder, ni siquiera los profesores. Uno lo había intentado y Candy White zanjó el asunto de forma expeditiva. En cuanto a Susana Marlowe... ¿qué posibilidades tenía esa estúpida torpe e insegura contra la fuerza y el poderío de Candy White?
Mientras contemplaba el instituto a través de la lluvia de febrero, empezó a sonar
en sus oídos la vieja musiquilla: INXS, Miami Sound Machine, Prince. Aquellos días, cuando Elton John cantaba Candle in tbe Wind, sólo se refería a Marylin.
El instituto. El último lugar en que había sido ama del mundo.
Gordon se tiró un pedo.
_ Dios, cómo te odio, perro miserable.
La expresión desdeñosa de Gordon le dijo que le importaba un comino .En los tiempos que corrían, a ella también.
Consultó el indicador de la gasolina. Estaba en las últimas, pero no quería gastar dinero en llenar el depósito hasta que no fuera absolutamente necesario. Mirando el lado bueno: ¿quién necesita gasolina cuando acaba de llegar al final del camino?
Giró en la esquina y vio la parcela vacía que señalaba el lugar donde antaño se erguía la casa de Anthony. Anthony Brower y ella eran como Kent y Barbie. El chico más popular; la chica más popular. «Te querré siempre.» Le partió el corazón cuando cursaban el primer año en la universidad y ella lo dejó por Neil Leegan, la estrella del atletismo, que iba a convertirse en su primer marido.
Sugar Beth recordó el modo en que Susana Marlowe solía mirar a Anthony cuando creía que nadie la veía. Como si esa paria inepta tuviera alguna oportunidad con un galán como Anthony Brower. El grupo de amigas de Candy White, las Sauces del Mar, se habían desternillado a sus espaldas. Ese recuerdo la deprimió todavía más.
Conduciendo hacia el centro de la ciudad descubrió que Lakewood había sacado provecho de su recién adquirido renombre como escena protagonista principal del éxito de no ficción Ultimo apeadero de la línea a ninguna parte. La nueva Oficina de Turismo había atraído a una incesante corriente de visitantes, y era evidente que la ciudad se había puesto a tono. La acera ya no se combaba delante de la iglesia presbiteriana, y las feas farolas de su infancia habían sido sustituidas por encantadores postes estilo belle époque. A lo largo de la calle Tyler, las históricas residencias estilo antebellum, Victoriano y renacimiento helénico lucían nuevas manos de pintura, y una llamativa veleta de cobre agraciaba la cúpula de la monstruosidad italianizante de la Eulie Baker. Candy y Anthony se habían besado en el callejón de detrás de aquella casa la noche antes de consumar definitivamente su relación.
Enfiló hacia Broadway, la calle central de la ciudad, que medía cuatro manzanas de longitud. El reloj de los juzgados ya no estaba petrificado en las diez y diez, y la fuente del parque se había sacudido la mugre.
El banco unto con media docena de otros negocios, lucía toldos a rayas verdes y marrón y la bandera de la Confederación no se veía por ninguna parte. Torció a la izquierda en la calle Valley y se dirigió a la vieja y abandonada estación de trenes, una manzana más allá. Hasta principio de los años ochenta el Central de Misisipi pasaba por allí una vez al día. A diferencia de los demás edificios del centro de la ciudad, la estación necesitaba grandes reformas y una buena limpieza.
Igual que ella.
Ya no podía aplazarlo más. Puso rumbo al pasaje Mockingbird y la mansión conocida como "La Novia del Francés."
Aunque La Novia del Francés no pertenecía a los edificios históricos de Lakewood, era el más grandioso de la ciudad, con sus altísimas columnas, sus anchas verandas y sus graciosas ventanas saledizas. Una hermosa amalgama de arquitectura típica de las plantaciones sureñas y del estilo reina Ana, el edificio descansaba sobre una suave elevación del terreno,
bastante alejado de la vía, y estaba rodeado de magnolias, azaleas y matas de cornejo. Candy había crecido en esa casa.
Como los edificios históricos de la calle Tyler, también éste estaba bien cuidado. Los postigos lucían una mano reciente de pintura negra brillante, y el montante de abanico que coronaba la entrada de doble batiente resplandecía a la luz suave de la lámpara de araña encendida en el interior. Candy había dejado de recibir noticias de la ciudad hacía años, salvo la información dispersa que su tía Elroy había tenido a bien enviarle de vez en cuando, de modo que no sabía quién había comprado la casa. Mejor así. Ya había bastantes personas en su vida a las que detestar, con su propio nombre encabezando la lista.
La Novia del francés era una de las tres únicas residencias del pasaje Moikingbird. Ya había dejado atrás la primera, una romántica casa de dos plantas de estilo colonial francés. A diferencia de La Novia del Francés, sabía quién la habitaba. Su destino era la tercera casa, la que había pertenecido a su tía Elroy.
Gordon se movió. Ese perro era malo pero Albert, su difunto esposo, le quería, y Candy se sentía obligada a quedárselo hasta encontrarle un nuevo amo. Hasta el momento no había tenido suerte. Resultaba difícil encontrar un hogar para un basset con un grave trastorno de la personalidad.
Ahora la lluvia caía con más fuerza y, como no sabía bien adonde se dirigía podría haberse pasado del camino cubierto de frondosidades que se abría del otro lado del alto seto protector que delimitaba La Novia del Francés por el este. Las lluvias se habían llevado la gravilla hacía tiempo, y los neumáticos desgastados del Volvo protestaron al enfilar el camino lleno de baches.
La cochera tenía un aspecto más deteriorado de lo que ella recordaba pero sus paredes de ladrillo blanco cubiertas de musgo, sus aguilones gemelos y su tejado a dos aguas empinadas aún le daban cierto encanto de cuento de hadas. Construida al mismo tiempo que La Novia del Francés, jamás había albergado nada remotamente parecido a un carruaje pero la abuela de Candy consideraba la palabra «garaje" muy vulgar. A finales de los años cincuenta habían convertido aquel lugar en residencia de la tía Elroy, que vivió allí el resto de su vida. Cuando murió, la cochera formó parte de su legado a Candy, una auténtica seña de los desesperados, puesto que la tía Elroy jamás había aprobado a su sobrina.
" Sé que no quieres ser vana y egocéntrica, Candy, que Dios te bendiga. Estoy segura que algún día dejarás de serlo.»
Elroy se creía con el derecho de insultar a su sobrina cuanto se le antojara, siempre que la bendijera en el momento de hacerlo,
Candy se inclinó sobre el asiento del copiloto y abrió la puerta para Gordon.
-Escápate, ¿quieres?
Al perro no le atraía la idea de mojarse las patas y la miró dándole a entender que esperaba que lo llevara en brazos.
Sí espérate sentado.
El animal le enseñó los dientes.
Candy agarró su bolso, lo que quedaba de un paquete de la comida para perros más barata que había encontrado y un pack de seis Coca-Colas. Lo que había en el maletero podía esperar hasta que cesara la lluvia. Salió del coche con el vestido corto hasta medio muslo y sus largas piernas purasangres marcando el camino.
Gordon se movía con rapidez cuando quería; la adelantó corriendo y subió como una flecha los tres escalones que conducían al pequeño porche de la entrada. La placa de madera, pintada de dorado y verde que un obrero había clavado al ladrillo cuarenta años atrás, aún ocupaban un lugar de honor junto a la puerta delantera.
DURANTE EL VERANO DE 1954
AQUÍ PINTO LINCOLN ASH
EL GRAN ARTISTA
DEL EXPRESIONISMO ASBTRATO AMERICANO
Quien había dejado a Elroy una valiosa obra de arte que ahora pertenecía a su sobrina, Candy White Leegan Stevenson Andrey. Un cuadro que Candy necesitaba encontrar cuanto antes..
Escogió una de las llaves que le había enviado el abogado de la tía Elroy, abrió la puerta y entró en la casa. Inmediatamente la envolvieron los olores del mundo de su tía: Ben Gay, moho, ensalada de pollo y desaprobación. Gordon echó un vistazo, olvidó que no le gustaba mojarse las patas y volvió a salir al exterior. Candy dejó sus paquetes en el suelo y miró alrededor.
El área habitable estaba atestada de un horror de objetos entrañables de la familia: sillas polvorientas estilo Sheraton, mesas con patas astilladas en forma de garras o de bolas, un escritorio estilo reina Ana y un colgador de sombreros de madera curvada, festoneada de telarañas. El aparador de caoba contenía un reloj de repisa estilo Seth Tho-mas, un par de feos doguillos de porcelana y un cofre de plata, blasonado con una placa deslustrada, que honraba a Elroy white por sus muchos años de servicio dedicado a las Hijas de la Confederación.
No existía un esquema decorativo organizado. La raída alfombra oriental de la sala competía con el sofá de descolorida zaraza floreada. La llama bordada en amarillo y rojo coral de un sillón asomaba entre una variedad de cojines con fundas hechas a ganchillo. La otomana era de piel verde desgastada; las cortinas, de blonda amarillenta. A pesar de todo, aquellos colores y diseños, apagados por el uso y la edad, acababan conformando una especie de armonía cansina.
Candy se acercó al aparador y apartó una telaraña para abrir el cofre de plata. En su interior había doce juegos de cubiertos de plata de ley Gorham Chantilly. Cada dos meses, desde que Candy tenía memoria, Elroy usaba las cucharillas de té cuando se reunía con su grupo para jugar a la canasta los miércoles por la mañana. Candy se preguntó cuánto le pagarían por doce juegos de cubiertos de plata de ley.
No lo suficiente. Tenía que encontrar la pintura.
Necesitaba ir al lavabo y estaba hambrienta, pero no podía esperar, más para ver el estudio. La lluvia no amainaba. Agarró un viejo jersey cursi de color beige que Elroy había dejado junto a la puerta, se cubrió los hombros y volvió a salir. El agua entró por el agujero de su bota cuando enfiló el sendero enlosado que conducía a la parte posterior de la casa, donde se encontraba el garaje. Las viejas puertas de madera colgaban de sus goznes. Utilizó una de sus llaves para liberar el candado, y las abrió.
El lugar estaba exactamente como lo recordaba. Cuando la cochera fue convertida en hogar de solterona, Elroy se había negado a permitir que los carpinteros destruyeran aquella parte del viejo garaje donde Lincoln Ash había tenido su estudio. Se contentó con
una sala de estar más pequeña y una cocina más estrecha, y conservó aquello como un templo. En los estantes de madera basta aún estaban las latas de pintura seca que Ash había desparramado sobre sus lienzos cincuenta años atrás, para crear las pinturas que habrían de ser sus obras maestras. Puesto que las dos únicas ventanas del garaje admitían sólo una mínima cantidad de luz, el pintor trabajaba con las puertas abiertas y disponía sus lienzos por el suelo. Hacía años su tía había recubierto el pavimento salpicado de pintura con gruesas capas de plástico protector, ahora ya tan cubierto de grima, polvo y bichos muertos que los colora apenas resultaban visibles. Una escalera salpicada de pintura, también envuelta en plástico, descansaba en uno de los extremos del garaje cerca de una mesa de trabajo sobre la que había una caja de herramientas, una colección de los viejos pinceles de Ash y una serie de espátulas, todas desparramadas como si el pintor acabara de tomarse un descanso para fumar un cigarrillo. Candy no esperaba que su intratable tía hubiera dejado el cuadro esperándola junto a la puerta, pero bueno, no habría estado mal. Reprimió un suspiro. Empezaría a buscar en serio a primera hora de la mañana.
Gordon la siguió de vuelta a la casa. Cuando encendió una lámpara de pie con pantalla adornada con flecos, la desesperación que llevaba semanas atormentándola arremetió con fuerza. Hacía quince años había dejado Lakewood con toda arrogancia, una muchacha tonta y vengativa que no podía concebir un universo que no girara en torno a ella.
Pero el universo había reído el último.
Se acercó a la ventana y descorrió la cortina cubierta de polvo. Por encima de los setos sucesivos, vio las chimeneas de La Novia del Francés. El nombre provenía del hogar original. Su abuela había diseñado la casa, su abuelo la había construido, su padre la había modernizado y Rose la había dispensado todo su amor. «Un día La Novia del Francés, será tuya, bomboncito.»
En los viejos tiempos se habría abandonado al llanto por las injusticias de la vida, Ahora corrió la cortina y se dio la vuelta para ir a dar de comer a su desagradable perro.
Terry Grandchester estaba de pie delante de la ventana del dormitorio principal de La Novia del Francés, en la segunda planta de la casa. Su aspecto invocaba la elegancia melancólica de un hombre de otro período histórico, probablemente de la Regencia británica, o de cualquier época en la que destacaran los impertinentes, las cajas de tabaco y las reuniones de salón. Tenía los ojos color zafiro hundidos y un rostro estrecho y alargado, esculpido con pómulos prominentes sobre dos cuencas en forma de comas. Las colas de las comas se curvaban hacia las comisuras de una boca que no sabía sonreír. Era el rostro de un hombre exquisito, vagamente decadente, con una nariz recta y aristocrática, perfectamente conjuntada con cuesto de sus facciones.
Llevaba un batín de terciopelo púrpura con la misma desenvoltura que otro hombre llevaría una sudadera. Completaban su atuendo unos pantalones de pijama de seda negra sujetos con un cordón y unas zapatillas adornadas con símbolos chinos de color escarlata en las puntas. Las prendas habían sido perfectamente confeccionadas para vestir ese cuerpo excepcionalmente alto y ancho de hombros, aunque sus grandes manos trabajadoras, de palmas anchas y dedos gruesos, advertían que no todo lo relacionado con Terry Grandchester era exactamente lo que parecía.
Mientras desde su ventana veía encenderse las luces de la cochera, la línea ya
adusta de su boca se endureció todavía más. De modo que los rumores eran ciertos. Candy White había regresado.
Habían pasado quince años desde la última vez que la había visto. Era poco más que un crío entonces. Tenía veintidós años y estaba segurísimo de sí mismo, un pájaro exótico que había aterrizado en aquella pequeña ciudad del Sur para escribir su primera novela y... ah, sí, para ejercer de maestro en su tiempo libre. No dejaba de ser placentero, dejar que un rencor fermentase tanto tiempo. Como los buenos vinos franceses, ganaba en complejidad y adquiría matices y sutilezas que una solución más rápida habría hecho imposibles.
Las comisuras de sus labios se torcieron de impaciencia. Quince años atrás estaría impotente ante ella. Ahora no.
Llegó a Lakewood procedente de Inglaterra para enseñar en el instituto local, aunque no sentía pasión alguna por esa profesión ni tenía talento para desempeñarla. Lakewood, no obstante, como otras pequeñas ciudades del Misisipí, necesitaba maestros desesperadamente. Con la idea de exponer a sus jóvenes a un mundo más amplio que el propio, un comité de ciudadanos ilustres del estado se había puesto en contacto con las universidades del Reino Unido, ofreciendo puestos acompañados de visas de trabajo para sus licenciados.
Terry, fascinado desde siempre con los escritores norteamericanos, no dejó pasar la oportunidad. ¿Qué lugar mejor para escribir su propia gran novela que el paisaje
literariamente fértil del Misisipi hogar de Faulkner, Eudora Welty, Tennessee Williams y Richard Wright.
Redactó una presentación elocuente que exageraba enormemente su interés en la enseñanza, reunió deslumbrantes referencias de sus profesores y adjuntó las primeras veinte páginas de la novela que apenas había empezado, pensando _ acertadamente, según se demostró_ que un estado con una herencia literaria tan impresionante no podría por menos que apoyar a un escritor. Un mes después recibió la noticia de su aceptación y pronto se encontró de camino a Misisipi.
Se enamoró del maldito lugar desde el primer día: de su hospitalidad, de sus tradiciones, de su encanto de ciudad pequeña. No ocurrió lo mismo, sin embargo, con su posición en la enseñanza, que de difícil llegó a convertirse directamente en imposible, gracias .a Candy White
Terry no había elaborado un plan específico para su venganza. Ninguna trama maquiavélica a cuyo ardid hubiera dedicado los últimos diez años de su vida. Jamás había concedido a Candy tanto poder sobre él. Aunque esto no significaba que pretendía dejar de lado su largamente alimentado rencor. Bien al contrario, se tomaría su tiempo y esperaría a ver qué le sugería su imaginación de escritor.
Sonó el teléfono y Terry abandonó la ventana para contestar con ese escueto acento británico que sus años en el Sur americano no habían suavizado.
_ Grandchester al habla.
_ Terry, soy Susana. Intenté localizarte antes.
Él había estado trabajando en el tercer capítulo de su nuevo libro.
_ Lo siento, amor. Todavía no he comprobado mi buzón de voz. ¿Se trata de algo importante? _ Llevó el teléfono junto a la ventana y miró a través de los cristales. Una nueva luz se había encendido en la cochera esta vez en la segunda planta.
_ Estamos todos aquí dispuestos a lo que sea. Los chicos están viendo las noticias de Daytona y nadie te ha visto en siglos. ¿Por qué no vienes? Te echamos de menos, señor Grandchester.
A Susana le gustaba tomarle el pelo recordándole su vieja relación de profesor y alumna. Ella y su marido eran sus amigos más íntimos en Lakewood y, por un momento, se sintió tentado. Pero las Sauces del Mar y sus medias naranjas estarían allí. Generalmente, esas mujeres le divertían, pero esta noche no estaba de humor para sus cotilleos.
_ Necesito trabajar un rato más. Iré la próxima vez, ¿de acuerdo?
_ Desde luego.
Miró al otro lado del césped, deseando no ser él quien tuviera que darle la noticia.
_ Susana..., hay luces encendidas en la cochera. Hubo un silencio antes de que ella respondiera con voz suave, casi inexpresiva:
_ Ha vuelto.
_ Eso parece.
Susana ya no era una adolescente insegura, y un tono acerado impregnó sus mullidas vocales sureñas:
_ Bien, pues. Que empiece el espectáculo.
Susana entró en su cocina justo a tiempo de ver a Annie Britter cerrar su teléfono móvil con ojos que bailaban de agitación.
_ No vais a creer esto.
Susana tuvo la sospecha de que sí lo creería.
Las otras cuatro mujeres que estaban en la cocina dejaron de hacer lo que estaban haciendo. La voz de Annie tendía a ser chillona cuando estaba alterada, sonaba un poco como una Minnie Mouse sureña.
_ Era Renee. ¿Os acordáis que es pariente de Larry Cárter, quien trabaja en el Mercarrápido desde que salió de rehabilitación? Nunca adivinaréis quién pasó por caja hace un par de horas.
Mientras Annie hacía una pausa deliberadamente dramática, Susana cogió un cuchillo y se esforzó en concentrarse en cortar la tarta que había preparado Luisa Hamilton. Su mano apenas temblaba.
Annie metió el móvil en su bolso sin apartar los ojos de las demás.
_ ¡Ha vuelto Candy!
La cuchara ranurada que Patty O´Brien estaba enjuagando cayó en el fregadero.
_ No me lo creo.
_ Sabíamos que volvería. _ Luisa frunció el ceño con indignación. Aun así... ¿cómo se ha atrevido?
_ Candy ha sido siempre bastante atrevida_ le recordó Annie.
_ Esto va a causar muchos problemas _ Flammy Walker tocó la cruz dorada que llevaba colgada del cuello. En el instituto había sido la cristiana mayor del último curso y presidenta del Club Bíblico. Todavía tenía cierta tendencia al proselitismo, pero era una mujer tan decente que las demás lo pasaban por alto. Flammy posó una mano en el brazo de Susana. _ ¿Estás bien?
_ Estupendamente.
Annie se arrepintió.
_ No debí anunciarlo tan bruscamente. He vuelto a ser insensible, ¿No es cierto?
_ Corno siempre _ dijo Flammy_ Pero te queremos, a pesar de todo.
_ Y también Jesús _ añadió Patty antes de que Flammy lo dijese. Luisa tiró de uno de
los diminutos ositos de plata que llevaba como pendientes, a juego con el osito azul de su jersey. Le gustaba coleccionarlos y a veces se pasaba un poco.
_ ¿Cuánto tiempo creéis que se va a quedar?
Annie metió una mano dentro de su largo escote para ajustarse los tirantes del sujetador. Tenía los pechos más bonitos de las Sauces del Mar y le gustaba presumir de ellos.
_ No mucho. Apostaría por ello. Dios, éramos unas pequeñas arpías.
El silencio se apoderó de la cocina. Flammy lo rompió para decir lo que todas estaban pensando:
_ Susana no lo era
Por que Susana no era una de ellas. La única que no había pertenecido a las Sauces del Mar. No dejaba de ser irónico, dado que ahora era su líder,
Candy había concebido la idea de las Sauces del Mar cuando tenía once años. Había elegido aquel extraño nombre por un sueño que había tenido aunque ya ninguna de ellas recordaba de qué iba. Las Sauces del Mar sería un club privado, les había anunciado, el club más divertido de la historia para las chicas más populares del colegio que, por supuesto, habría de elegir ella misma. Esencialmente, había hecho un buen trabajo y, transcurrido más de veinte años, las Sauces el Mar seguían siendo el club más divertido de la ciudad.
En sus mejores momentos había llegado a tener doce miembros, aunque algunas se habían ido de la ciudad y Dreama Shephard había muerto. Ahora ya sólo quedaban las cuatro mujeres que estaban con Susana en su cocina. Se habían convertido en sus amigas más entrañables.
Phil, el marido de Luisa, asomó la cabeza en la cocina. Traía el pote de arcilla vacío que había contenido la salsa Rotel que los hombres insistían en tomar en cada reunión, una mezcla picante de tomate y Velveeta en la que les gustaba remojar sus Tostitos.
_ Stear nos obliga a ver un partido de golf. ¿Cuándo cenaremos?
_ Pronto. Y nunca adivinarías qué nos acaban de decir. _ Los pendientes de osito de Luisa bailotearon
_ Candy ha vuelto.
_ No me digas. ¿Cuándo?
_ Esta tarde. Annie acaba de recibir la noticia_ Phil las miró fijamente por un momento, luego meneó la cabeza y desapareció para ir a dar la noticia a los demás.
Las mujeres pusieron manos a la obra y el silencio reinó en la cocina durante unos minutos, mientras cada una de ellas era presa de sus pensamientos. Los de Susana eran amargos. De jóvenes, Candy había tenido todo lo que Susana deseaba: belleza, popularidad, confianza en sí misma y a Anthony Brower. Susana, por su parte, sólo tenía una cosa que Candy deseara. Una cosa valiosa, sin embargo, que al final demostró ser la única que importaba.
Flammy sacó un jamón de un horno, junto con una bandeja de las famosas batatas Drambuie de su madre. Del otro horno Annie sacó unas tortas de queso con ajo y una cacerola de espinacas con alcachofas. La espaciosa cocina de Susana, con sus taquillas de cálido color cereza y su enorme isla central, hacía de su casa el lugar más conveniente para sus reuniones. Esa noche habían dejado a los niños con la sobrina de Flammy. Susana había propuesto a su propia hija que hiciera de canguro, pero últimamente se había vuelto díscola y se negó.
Sureñas de pura cepa, las Sauces del Mar se vestían en toda regla para reunirse, es decir, se pasaban la primera parte de todos sus encuentros comentando la ropa que llevaban. Ése era el legado que habían recibido de unas madres que se ponían medias de seda y tacones altos para ir hasta el buzón de correos. Susana, no obstante, no era una Sauce del Mar y, a pesar de las regañinas de su madre, le había costado más tiempo que a las demás descubrir cómo adecentar su aspecto.
Annie lamió una mancha de queso con ajo de su dedo índice.
_ Me pregunto si Terry se ha enterado
_ ¿Has podido hablar con él, Susana? – Preguntó Flammy_ Las noticias nos ha despistado tanto que no te lo hemos preguntado.
Susana asintió.
_ Sí, pero está trabajando.
_ Siempre está trabajando. _ Patty cogió un trozo de papel de cocina
_ Ni que fuera un yanqui.
_ ¿Te acuerdas cuánto miedo le teníamos en el colegio? _ preguntó Annie.
_ Excepto Candy_ puntualizó Flammy_ Y Susana, por supuesto, que era la mascota de los profesores.
_ Todas le sonrieron.
_ Dios, cuánto le deseaba _ dijo Luisa_ Quizá fuera raro pero, desde luego, era atractivo. Aunque no tan atractivo como ahora.
Ése era un tema familiar. Habían pasado cinco años desde que Terry volviera a Lakewood, y apenas se habían acostumbrado a tener como miembro de su grupo de amigos al hombre que antaño fuera su profesor más temido
_ Todas le deseábamos. Excepto Susana.
_ Yo también, un poco _ dijo Susana para redimirse. Pero no era del todo cierto. Puede que el ensimismamiento melancólico y romántico de Terry la hiciera suspirar, pero nunca había fantaseado con él como las otras chicas. Para ella sólo existía Anthony. Anthony Brower, el chico que amó a Candy White con toda el alma.
_ ¿Dónde he metido las manoplas del horno?
Susana se las dio.
-Terry ya sabe que ha vuelto. Ha visto luces en la cochera.
_ Me pregunto qué piensa hacer_ Flammy metió un tenedor de servir en la bandeja con el jamón.
_ Pues yo, por mi parte, no pienso dirigirle la palabra.
Ya sabes que lo harás si tienes la oportunidad _ repuso Annie_ Todas lo haremos, porque nos morimos de curiosidad. Me pregunto qué aspecto tendrá.
Rubia y perfecta, pensó Susana. Luchó contra las ganas de ir corriendo a mirarse en el espejo para cerciorarse de que ya no era aquella Susana Marlowe torpe y rechoncha. Aunque sus mejillas nunca perderían la redondez y ella nada podía hacer para remediar la baja estatura que había heredado de su padre Estaba delgada y en buena forma gracias a sus cinco torturadoras sesiones semanales en el gimnasio. Como las otras mujeres, se aplicaba el maquillaje con maestría y lucía joyas de buen gusto, aunque más caras que las demás. Llevaba el cabello rubio en melena corta según los últimos dictados de la moda, obra de la mejor peluquería de Memphis. Esta noche llevaba una camiseta bordada, unos pantalones verdes y zapatillas a juego. Todo lo que poseía seguía la moda, a diferencia de sus años escolares, cuando andaba torpemente por los corredores enfundada en prendas
informes y aterrorizada de que alguien pudiera dirigirle la palabra.
Terry, él mismo un inadaptado, la había comprendido. Se había mostrado amable con ella desde el principio, más amable que con el resto de sus compañeras de clase, que a menudo eran blancos de su lengua cínica y afilada. A pesar de ello, las chicas soñaban con él. Luisa, una apasionada de los romances históricos, fue la que le puso el sobrenombre.
«Me recuerda a aquel atormentado joven duque inglés, enfundado en una gran capa negra que ondea al viento y que, cada vez que hay tormenta, se pasea por las almenas de su castillo, porque todavía llora la muerte de su joven y hermosa esposa.»
A Terry empezaron a llamarle el Duque, aunque no a la cara. No era el tipo de profesor que inspirara esa especie de familiaridad.
Los hombres comenzaron a llegar a la cocina, atraídos por el olor a comida y por ver las reacciones de sus mujeres a la noticia del regreso de Candy.
Patty quiso espantarles agitando los brazos.
_ Estáis en medio.
Los hombres no le hicieron caso, nunca hacían caso cuando llegaba la hora de la cena, y las mujeres iniciaron su danza habitual en torno a ellos, llevando la comida de la cocina al aparador estilo finales del siglo XVIII que ocupaba una de las paredes del elegante comedor formal de Susana.
_ ¿Sabe Terry que Candy ha vuelto? _ preguntó Stear, el marido de Patty.
_ Fue él quien se lo dijo a Susana. _ Patty le puso una ensaladera en las manos.
_ Y vosotras, dulces criaturas, os quejáis porque en Lakewood nunca pasa nada; _ Mark, el marido de Luisa, era de Meridian pero conocía bien las viejas historias locales que a veces olvidaban que no era uno de ellos.
Brad Simmons, que tenía una tienda de electrodomésticos, rió por lo bajo. Era la cita de Annie para la velada. En realidad, a Annie no le gustaba pero, desde su divorcio, se había propuesto probar todos los solteros disponibles de Lakewood, además de algunos que no estaban disponibles, aunque las mujeres no hablaban del tema, porque Annie lo tenía difícil. Con dos niños, uno de ellos discapacitado, y un ex marido que siempre se retrasaba en pagar la pensión de los hijos, Annie se merecían todas las diversiones que podía encontrar.
El marido de Susana fue el último en hacer su aparición. Era el más alto
de los hombres, delgado y de facciones refinadas, con el cabello rubio y los ojos color celeste, y una de esas caras varoniles perfectamente simétricas que en más de una ocasión había impulsado a Patty a decirle que debía cumplir con la misión que le encomendara Dios y apuntarse como donante habitual de esperma. Las Sauces Mar eran demasiado bien educadas para dejar lo que hacían e interrogarle, como hubiesen deseado, pero le observaban con el rabillo del ojo mientras cogía el sacacorchos y se disponía a abrir el vino que Susana había traído a la mesa.
Susana sintió el viejo dolor familiar en el pecho. Llevaban algo más de trece años casados. Tenían una hija preciosa, una casa maravillosa, una vida casi perfecta. Casi porque, por mucho que Susana se esforzara siempre ocuparía un segundo lugar en el corazón de Anthony Brower.
Después de pasar dos días alimentándose con Krispy Kremes rancias y Coca-Colas, Candy ya no podía aplazar más la visita al supermercado. Esperó hasta última hora del martes, con la esperanza de que habría ya poca gente en la Gran Estrella, y se dirigió al centro con el coche. La suerte la acompañó y pudo comprar lo que
necesitaba sin tener que hablar con nadie, excepto con Peg Drucker, la cajera, que se conmocionó tanto que escaneó dos veces el código de barras de la mermelada de uva, y con Cubby Bowmar, quien la alcanzó mientras Peg metía la compra en las bolsas y le reveló un hueco oscuro en el lugar que solía ocupar su diente canino derecho.
_ Eh, Candy, estás aún más preciosa de lo que recordaba muñequita.
_ Su mirada bajó de sus pechos a la entrepierna de sus pantalones de pinza y cintura baja
_ Ahora tengo mi propio negocio. Limpieza de Alfombras Bowmar. Y no me va nada mal. ¿Por que tú y yo no vamos a tomar unas cervezas en Dudley's y recordamos los viejos tiempos? ¿Qué me dices?
_ Lo siento, Cubby, pero renuncié a los hombres guapos el día en que decidí hacerme monja.
_ Demonios, Candy, ni siquiera eres católica.
_ Pues esto sí que será una sorpresa para mi buen amigo el Papa.
_ No eres católica, Candy. Sólo estirada, como siempre.
_ Eres un hombre inteligente, Cubby. Dale recuerdos a tu mamá, de mi parte.
Al salir de la Gran Estrella, no quiso mirar el cartel que la había hecho parar en seco cuando entraba:
LOS CONCIERTOS DE SUSANA Y ANTHONY BROWER DOMINGO 7 DE MARZO, A LAS 2 DE LA TARDE
SEGUNDA IGLESIA BAUTISTA
DONACION DE 5 DOLARES A FAVOR DE LA CARIDAD
Le pareció que la noche se le caía encima y puso rumbo al lago, sólo para descubrir que no tenía dinero suficiente para gasolina. Hizo un giro de ciento ochenta grados en la calle Spring, no lejos de la entrada de la Fábrica de Ventanas White, el negocio que fundara su abuelo, sólo que ahora se llamaba WWF. Le resultaba difícil imaginarse a Susana y a Anthony organizando una serie de conciertos. Llevaban más de doce años casados. La idea no tenía por qué causarle dolor, puesto que había sido Candy quien le rechazara. Con su característico mal criterio, había echado un vistazo a Neil Leegan y se había olvidado del «Te querré siempre». Ahora Susana era la fuerza promotora de la revitalización de la ciudad y miembro de la mayoría de las juntas de organizaciones cívicas.
La furgoneta de Limpieza de Alfombras Bowmar se cruzó con ella, en dirección contraria. Cuando iban al instituto, Cubby y sus amigotes aparecían sobre el césped de La Novia del Francés a medianoche, aullando a la luna y coreando su nombre:
_ Candy... Candy... Candy...
Generalmente, su padre seguía durmiendo, pero Rose se levantaba de la cama para sentarse delante de la ventana de Candy, donde fumaba sus Tareytons mientras los observaba.
_ Serás una mujer que recordarán, Candy, cariño _ susurraba _ . Una mujer que recordarán.
Candy... Candy... Candy...
La mujer que recordarían enfiló con su Volvo maltrecho el pasaje Mockingbird y echó una mirada a la casa colonial francesa que había sido el hogar del dentista más rico de la ciudad y ahora pertenecía a Anthony y a Susana.
El último par de días no podía haber sido más
desolador. Candy había limpiado la cochera para que fuera habitable, pero no había descubierto ni rastro de la pintura de Lincoln Ash. Mañana tendría que enfrentarse a la ingrata tarea de buscarla en la estación arruinada. No podría la tía Elroy haberle legado bonos y acciones, en lugar de una miserable cochera y una estación ferroviaria que debía haber sido demolida hacía años?
Llegó al final del pasaje Mockingbird y frenó cuando los faros del Volvo iluminaron algo que no estaba allí cuando había partido: una gruesa cadena que obstruía la entrada a su camino de grava. Apenas había estado ausente dos horas. Alguien se había dado mucha prisa.
Bajó del coche para investigar. El cemento rápido era muy eficaz, y un par de fuertes patadas no consiguió mover los postes que sostenían la cadena. Obviamente, los nuevos propietarios de La Novia del Francés no sabían que aquel camino de grava no formaba parte de su propiedad.
Sus ánimos se hundieron todavía más e intentó convencerse de que sería mejor esperar hasta la mañana para plantarles cara, pero había aprendido la dura lección de nunca postergar la resolución de los problemas, de modo que se encaminó hacia el largo camino que conducía a la entrada de la casa en que había crecido. Incluso con los ojos vendados habría reconocido el dibujo familiar de los tochos bajo sus pies, el punto donde el camino se hundía, el lugar donde trazaba una curva para evitar las raíces de un roble caído durante una tormenta, cuando ella tenía dieciséis años. Se acercó a la veranda principal con sus cuatro elegantes columnas. Si recorriera con el dedo la base de la más cercana, encontraría el lugar donde había grabado sus iniciales con la llave de El Dorado de Rose.
En el interior de la casa brillaban luces. Candy quiso creer que el vacío que sentía en el estómago se debía a la falta de comida, pero sabía que esa no era la razón. Antes de ir a la ciudad había tratado de estimular su autoconfianza con una camiseta ceñida de tono rosa caramelo, que dejaba al descubierto unos centímetros de barriga, unos pantalones talones de cintura baja ceñidos a sus largas piernas, y unos zapatos de tacón de aguja que la elevaban hasta casi los dos metros. Completó su atuendo con una cazadora negra de motociclista _ imitación_ y con tachones de diamantes falsos del tamaño de un guisante, comprada en sustitución de los auténticos, que había tenido que empeñar, Aquel atuendo, sin embargo, no conseguía fortalecer su moral en esos momentos y, al cruzar el porche de su viejo hogar, sus tacones marcaron el ritmo lejano de todo lo que había perdido. «Candy White ya no vive aquí.»
Irguió los hombros, levantó la barbilla y llamó al timbre, pero, en, lugar de la familiar campanada de siete notas, oyó un resonante gong a dos tonos. ¿Qué derecho tenía nadie de cambiar las campanadas de La Novia del Francés?
La puerta se abrió. Un hombre apareció en el umbral. Alto. Majestuoso. Habían pasado quince años, pero supo quién era incluso antes de que le hablara.
_ Hola, Candy White.
Continuará…
