Retomo esta historia que en su momento me gustó mucho pero me dio pereza desarrollar. Haré mi mejor esfuerzo por dar profundidad y carisma a un personaje que considero de gran potencial y que merece encontrarse entre los principales de la galería de villanos del universo de Batman.
"No existe el miedo a la muerte, sino a lo desconocido."
Taisen Deshimaru
I
Mi nombre es Jonathan Crane, soy licenciado en psiquiatría, y ocupo el cargo de director general en el instituto psiquiátrico denominado Asilo Arkham, y comienzo a escribir estas notas autobiográficas con la tensión que provoca la proximidad de la muerte. A diferencia de todos los mortales que sabemos que vamos a morir, a mí no me queda el aliciente que implica ignorar la fecha exacta en la que va a ocurrir nuestra desgracia. La circunstancia en la que me encuentro es fatal pero mediata, con efecto a mediano plazo pero con una constante amenaza de que acontezca abruptamente el lamentable desenlace.
Estoy recluido en mi despacho, con la puerta resguardada por el auspicio que otorgan la llave puesta y la traba activada, sumado a unos muebles colocados de contrapeso ante una posible embestida proveniente del exterior. Afuera, merodeando en espasmódicos vaivenes que destruyen todo a su paso, se encuentra, con la totalidad del albedrío a su disposición, una miríada de prisioneros que busca canalizar su pervertido fuero interno en acciones violentas contra toda persona que de alguna manera, aunque esté conectada muy indirectamente, posea la culpa de su pretérito cautiverio.
Mi despacho está ubicado en el piso más alto del instituto, el tercero, donde se hallan unidos por un ancho pasillo, que desemboca en un amplio ascensor, las áreas administrativas y legales que sustentan el funcionamiento del edificio. Debajo, a lo largo del segundo piso, se extienden en hileras las celdas de los numerosos prisioneros alojados en el instituto. En el primero, están depositados los diferentes fármacos en almacenes con varios estantes que soportan cajas de frascos que contienen comprimidos que varían en su dosificación. Todo el lugar se encuentra invadido. No hay recoveco en el que se pueda estar a salvo, o trayecto despejado por el que se pueda escapar.
Desde donde estoy escucho el tránsito salvaje de estos desquiciados, que días atrás habían sido evaluados por mí o, en su defecto, por uno de mis asistentes. Recorren el lugar a los tropiezos, llevándose por delante todo artículo funcional o mueble decorativo, poniendo en riesgo su bienestar corporal al parecer con la intención de demostrarse a sí mismos – o tal vez, de demostrarle a alguien más que sólo ellos pueden percibir- que no están dispuestos a tolerar ningún tipo de obstáculo que implique un límite o restricción en su camino original. Ante mi pánico y agonía silenciosos, cuando intentan ingresar a mi despacho, suelen aburrirse después de forzar levemente la resistencia de la cerradura que está bajo llave, y giran hacia otro lado para recorrer una zona accesible. Por lo que me dejo tranquilizar pero sólo a medias, ya que en determinado momento se aburrirán del resto de la estructura, y volverán con mayor curiosidad hacia aquí con el propósito inexorable de entrar. Entonces, al concluir inequívocamente esto, un terror profundo, crudo, me abruma aunque con sosiego como si ya hubiese ingerido un veneno incurable y el tiempo que tarde en hacer efecto estuviera de más, fuese un regalo del cielo para purgar mis pecados y evaluar todo lo que hice y pude haber hecho hasta ahora. Por supuesto, lo primero que sobresale dentro del espectro de mis errores es la causa que provocó la situación actual que compromete mi existencia; error supremo que me ha abatido de lleno, negligencia de mi parte que ha destruido todo lo que hubiera podido ser.
