Shingeki no Kyojin es propiedad del desalmado Hajime Isayama. Si fuera mío, el Team Levi sobreviviría al ataque de la Titán Hembra (lo cual sería TAN poco sano para la trama).
Pαrα Cαpitαnα Morgαn.
Adαptαción
I
Adαptándose α lα vidα.
La niña observó como los miembros de la policía se llevaban aquellos cadáveres envueltos en mantas sucias de sangre. Inmediatamente su mente la llevó hasta los cuerpos de sus padres y tembló.
—Tengo frío —susurró Mikasa en tono lastimero.
Tenía mucho frío, sí. Sus padres yacían muertos en un gran charco de sangre. Un escalofrío recorrió su pequeño ser al saberse sola, completamente sola.
Papá jamás volvería a casa sosteniendo un pato recién cazado que prepararía para la cena; mamá nunca más la abrazaría como cuando ella temblaba por la fiebre ni le enseñaría, con infinita paciencia, a bordar en lienzo el mismo símbolo que ella guardaba celosamente en su muñeca. Nunca más.
Eren oyó la frase de Mikasa y se acercó a ella, quitándose rápidamente la bufanda de hilos rojos del cuello.
—Toma, Mikasa. —Enrolló torpemente la bufanda alrededor de la cabeza de la jovencita—. Esto te abrigará, está calentita. Lo ha tejido mi madre.
—¿Α dónde iré ahora? —preguntó en un murmullo—. Ya no tengo un hogar al cual regresar.
—Puedes venir a vivir con nosotros —sugirió el doctor Jaeger, sintiendo lástima de aquella muchachita que había quedado a la buena de dios—. ¿Sabes, Mikasa? Eren no tendrá problemas en compartir a Carla contigo.
Eren le alargó la mano. —Vámonos a casa.
Mikasa tomó de la mano y se dejó llevar.
—*—
Carla aguardaba despierta e impaciente el regreso de su marido y su hijo. Armin había tocado la puerta de su casa a media tarde preguntando por Eren, pero este había partido junto con su padre a una visita médica en la mañana. La señora Jaeger miró con ansiedad a través de la ventana: la luna estaba llegando a su punto máximo de luz. La mujer se removió inquieta en su asiento. Estaban tardando demasiado.
Dio un pequeño salto, al oír la voz de su esposo tras la puerta de la calle:
—No hagan ruido, niños. Tu madre ya debe estar dormida, Eren.
—Grisha, Eren —los saludó atropelladamente, al verlos entrar. Detrás de ellos, una niña de cabello oscuro y mirada vacía parecía dubitativa—. ¡Eren! —La mujer saltó de la silla al ver las manchas de sangre en la ropa de su hijo—. ¡Eren! ¿Pero qué te ha pasado? ¡Grisha!
El médico suspiró profundamente antes de hablar.
—Es una larga historia, Carla.
—¡Pero Eren está…! —Carla posó su mirada en Mikasa, quien se había aferrado a la bufanda de Eren como si esta fuera su tabla de salvación, y mantenía un absoluto silencio.
—Ella es Mikasa, Carla. Y ella vivirá con nosotros de ahora en adelante —explicó Grisha Jaeger mientras tomaba lugar en la mesa e indicaba a los niños que lo imitaran—. ¿Podrías calentar un poco de té, por favor? —pidió—. Es una historia bastante larga y difícil de contar.
La mujer tomó presurosa una tetera del fogón mientras veía a Eren sentarse al lado de niña y acomodar torpemente la bufanda alrededor el cuello de la misma. Mikasa permanecía callada y taciturna, con los ojos bajos como si no se atreviera a mirar a nadie.
Habiendo servido la humeante infusión en la mesa, oyó a su esposo desglosar lentamente la terrible historia para ella; sus ojos iban aumentando paulatinamente de tamaño demostrando su terror.
—¡Eren! —interrumpió, horrorizada al oír cómo su hijo se había aventurado solo, en medio del espeso bosque, en pos de los pasos de los captores de Mikasa—. Eres demasiado impulsivo. ¡Pudieron haberte matado! Tenías que haber esperado a tu padre llegara o a la po…
—¿A la policía, mamá? —La interrumpió a su vez el chico, desafiante—. Si fuera por aquellos inútiles de la policía, Mikasa ya estaría muerta —argumentó, como horas antes lo había hecho frente a su padre.
—Tú no eres ningún héroe, Eren. Además esos hombres… —Carla bajó la voz, incapaz de pronunciar la palabra que seguía palpitando en su lengua.
—Ellos están muertos. —Y como si se hubiese dado cuenta de algo más, Eren se miró las manos—. Yo…
—Tranquilo, hijo. Mikasa vive gracias a ti —. La voz de Carla adquirió un tono condescendiente. Su mano rozó la coronilla de su hijo, cándida, mas sus ojos todavía conservaban rastros de temor.
Eren esbozó una sonrisa aliviada y al instante sintió un ligero peso en su hombro.
—¿Mikasa? —preguntó. La niña había apoyado su cabecita en él y cerrado sus ojos.
—Se ha quedado dormida, pobre niña —se condolió el médico, mirándola.
—¿Y ahora? —susurró Eren.
Grisha tomó suavemente a la niña dormida. Al levantarla, vio que el golpe que ella había recibido se veía color violeta a la luz de la luna que se colaba por la ventana. La bufanda osciló suavemente cuando la cargó en sus brazos.
—Ahora, Eren, es el momento de tener mucha paciencia con ella.
—Llévala al cuarto de Eren, Grisha —indicó Carla—. Y tú, hijo, te quedarás aquí.
Eren no pudo evitar soltar un bufido al ver que su madre le señalaba el camastro arrinconado en una esquina del comedor.
—*—
—¡Papá, mamá! —gritó. Ellos no parecían oírla y Mikasa solo les veía las espaldas.
De repente, se halló rodeada de sangre. Las paredes exudaban sangre, el techo chorreaba el líquido escarlata.
Risas. Oyó risas socarronas. Tenía miedo, mucho miedo.
—Cállate, niñita. Papá y mamá no volverán —dijo uno.
—Ahora, querida, se buena con nosotros y no te pasará nada.
Mikasa quiso gritar, pero una mano enorme le cubrió la boca…
Se removió inquieta y terminó por despertar en una cama que no era suya, en una habitación desconocida. El sol ya se asomaba por la ventana parcialmente cubierta por una cortina oscura. Mikasa oyó la voz de la señora Jaeger que venía del piso inferior:
—Eren, termina tu desayuno de una vez y ven a ayudarme con el cesto de ropa lavada.
De forma casi inmediata, oyó la queja del aludido:
—¡Mamá!
—Deja de ser tan terco, hijo mío.
—Está bien, mamá —respondió el chico—, pero antes voy a ver a Mikasa. —La chica oyó los pasos de Eren al subir por las escaleras y luego el girar del pomo de la puerta.
—Despertaste —dijo él, a modo de saludo, al verla sentada sobre la cama.
—Hola, Eren—saludó ella, mirándolo.
El chico se sentó al borde de la cama.
—Te tardaste mucho, Mikasa.
Ella parpadeó sin entender.
—Papá te dio un poco de láudano para que pudieras dormir —explicó—. Dijo que te ayudaría a dormir sin soñar, pero te tardaste dos días enteros en despertar.
—Lo siento —contestó ella.
—¿Por qué te disculpas? —Eren la miró sin comprender—. Vamos, abajo, Mikasa.
En el piso de abajo, la señora Jaeger cargaba con un cesto de ropa limpia.
—Mikasa —saludó la mujer—. Despertaste.
—Señora Jaeger.
—No seas tan formal, querida. —Sonrió con candidez.
—Mikasa, apúrate con el desayuno—urgió Eren—. Armin me dijo que…
—Eren Jeager. —La voz de su madre adquirió un tono de advertencia—. No olvides que debes ayudarme con el cesto de ropa. ¿Verdad que no lo olvidaste, hijo?
Eren tomó de nuevo su lugar en la mesa, ahogando una nueva protesta.
—*—
Poco a poco, Mikasa fue acostumbrándose a la idea de que viviría con los Jeager durante mucho tiempo. Terminó por aceptar que el mundo seguiría girando sin sus padres y que debía aprender a vivir sin ellos. Y también se dio cuenta de que, tal vez, no estaba completamente sola.
Algunas veces, las pesadillas la atacaban por las noches y despertaba sudando frío. Eren solía colarse en su habitación en esos momentos y, a pesar de su negativa, el chico se cruzaba de brazos y no se marchaba hasta que ella volviera a los brazos del dios del sueño.
Cerca de Eren sentía la calidez del sol. El chico era sumamente hosco, impulsivo y poco sociable, pero eso a ella no le importaba. Le gustaba observarlo en su rutina diaria, gruñendo a su madre cuando no quería obedecer y cuando esta le tiraba de la oreja, medio molesta, medio divertida por su tozudez; cuando lo oía hablar con su padre sobre viejas anécdotas o leer libros prohibidos con Armin, y soñando con un mundo afuera de las murallas, con los bosques espesos libres de titanes, o con las arenas lamidas suavemente por las olas espumosas del mar.
—¿Hay algo más allá de las murallas? —preguntó un día, curiosa.
—¡Por supuesto que sí, Mikasa! —replicó Armin con entusiasmo—. ¡Mucho más! ¿No deseas conocer el mar?
—La tropa de reconocimiento puede salir afuera de las murallas —acotó Eren, soñador, con los ojos fijos en el punto donde las murallas y el cielo se encontraban.
—Pero es peligroso, ¿no? —inquirió la muchacha.
—¡Aquí también!—rebatió Eren, impulsivo—. ¡¿Acaso no recuerdas…?! —calló de golpe.
Mikasa se aferró a su bufanda, sus dedos se enroscaron firmemente sobre la tela y sus labios adquirieron un rictus amargo e ínfimo del que solo Eren logró percatarse.
—Lo siento.
—No importa.
—Imagina — habló Armin, serenamente, en un obvio intento de amenizar el ambiente— que somos unos pájaros enjaulados. ¿Qué harías tú cuando la jaula se abra?
—Volar —respondió ella.
—Exacto. —Armin sonrió—. A veces pienso que el escudo de la tropa de reconocimiento son alas, alas de verdad.
Oyeron las campanas a lo lejos.
—¡Es la tropa! —chilló Eren—. ¡Llegaron!
Los niños tomaron sus cosas de la escalinata donde se hallaban y corrieron hasta la avenida principal. Unos pocos hombres volvían desde fuera, algunos con heridas y otros guiando una carreta. Oyeron murmullos de desaprobación provenientes de los adultos. Ellos los ignoraron.
—Esas alas. —Eren miraba entusiasmado al grupo recién llegado—. Ellos pueden volar.
—*—
Una tarde, mientras ayudaba a Carla en la cocina a preparar la cena, Mikasa la llamó «mamá». Una débil vergüenza cubrió sus mejillas. Ella nunca cometía errores, como lo había indicado más una vez el doctor Jaeger.
La señora Jaeger sonrió al oír aquella palabra de la boca de la parca jovencita.
—No te sonrojes, Mikasa, que no has hecho nada malo. Dilo de nuevo. —Carla había aprendido a querer a aquella niña como propia. Era seria y casi nunca sonreía. Había conocido la maldad del mundo demasiado joven y ella se había propuesto calladamente a hacerla sentir protegida, como en familia.
—P-pero… señora Jaeger.
—Eres una niña buena, Mikasa. —La mujer le acarició el rostro, cándida—. Y muy sensata. Cuida del cabezota de Eren, ¿vale? Es muy impulsivo, lo sabes
Y por primera vez en mucho, muchísimo tiempo, Mikasa rió sinceramente.
—*—
—¿Así que ustedes quieren salir fuera de las murallas? —inquirió uno de los adolescentes, acercándose peligrosamente a Eren y Armin.
—Sí —respondió Eren, desafiante.
—¡Hereje! ¡Maldito! —chilló otro, indignado.
—Pagarán. —Y los tres hicieron crujir los nudillos.
—E-esperen. ¡Hablemos, por favor! —suplicó Armin.
Eren se adelantó y recibió un puñetazo que lo arrojó al suelo. Un hilo de sangre surgió de su maltratada nariz.
—Déjenlos en paz. —Los tres jóvenes se giraron y vieron a Mikasa tras ellos. Un sentimiento de ira la invadió al ver a aquellos chicos haciendo daño a su familia. Ella no lo permitiría. No de nuevo.
—¿Si no qué? —preguntó uno en tono bravucón.
De un movimiento rápido, Mikasa cogió un enorme trozo de madera y se lanzó a la carrera. Logró golpear a uno de ellos en el abdomen, quien se dobló de dolor. Eren se recuperó rápidamente y golpeó a otro. Armin estaba ahí, presenciándolo todo son los ojos abiertos como platos y con las extremidades trémulas, incapaz de moverse.
—¡¿Pero qué demonios eres, niña?! —preguntaron a coro los tres, asustados por la fuerza bruta de la muchacha.
Mikasa les lanzaba miradas asesinas. En sus manos, el trozo de madera se balanceaba peligrosamente.
—Lárguense.
Y los tres se fueron corriendo lejos, como aquel zorro de una vieja leyenda que Grisha les había relatado: con los rabos entre las patas y muertos de vergüenza.
Armin se apoyó contra la pared, suspirando de alivio y Eren se deslizó hasta el suelo de adoquín.
—¿Por qué lo hiciste, Mikasa? —preguntó.
«Porque tú eres mi hogar, Eren.»
Años después, sin gas en su equipo de maniobras y desarmada contra aquel titán que se acercaba a ella, Mikasa intentaba sobreponerse al dolor que explotaba en su pecho y destilaba todo tipo de sensaciones a su cuerpo de marioneta sin hilos.
Muerto. Eren estaba muerto.
Y ella volvía a estar sola en la inmensidad del mundo, otra vez.
El titán se acercaba a ella con premura.
«¡Lucha, Mikasa! ¡Lucha y vive!»
Oyó su voz, tan lejana como aquel recuerdo, mas aquello fue suficiente. Tomó la única cuchilla que le quedaba, dispuesta a todo por defender su vida, como aquella vez.
La granada estaba frente a ella, y la opción de comer aquel fruto y entregarse al Hades era solo de ella.
«Eren», pensó. «Si muero no podré recordarte» La decisión estaba tomada. El inframundo podía esperarla un poco más. Aún no era su hora. Ella no perecería en las fauces de aquel titán, ni de ningún otro.
«Tú eres mis alas.»
.
.
.
.
—¿Se merece un review?
Aclαrαciones:
•Las pesadillas de Mikasa: Charlando con otra ficker, ambas pensamos que Mikasa pudo haber sufrido algún tipo de abuso sexual durante su cautiverio (sin llegar al coito; la virginidad vale muchísimo en el mercado negro). Eso, sumado al shock de haber visto morir a sus padres y matar a Eren, pudieron haberla perturbado a nivel psicológico-emocional.
•La granada: Muchos se preguntaron qué diablos hacía una granada en medio del caos del ataque de los titanes. Verán: la granada, en la mitología griega, era el fruto del inframundo y quien lo ingiriera pertenecería por completo a el. Perséfone, reina del Hades e hija de la diosa Deméter nunca pudo volver definitivamente donde su madre debido a que consumió algunos granos de la dichosa fruta. La granada en esa escena vendría a simbolizar que la decisión de Mikasa de vivir o morir estaba ahí, frente a ella, y que solo debía tomarla.
Bitácorα de Jαz: Por y para vos, pirata pata de palo. Porque sin vos ni las chicas, yo jamás habría soportado mi propio periodo de adaptación que empezó luego de la muerte de mi padre. Te adoro.
Si hay algo que me gusta muchísimo es tratar de sacarles la mayor cantidad de jugo posible a algunas escenas, intentando ser lo más creativa posible. Espeeero no haber metido la pata diametralmente XD.
Editαdo el 18 de Octubre de 2014, sábado.
¡Jajojecha pevê!
P.S.: ¿Leyeron el maga de estos dos últimos meses? ¡¿LO HICIERON?! Tres palabras: fangirleé y morí.
