Y seguía allí. Emperrada en no llorar, en mis trece.
La brisa seguía siendo la misma y la noche no podía oscurecer más. Medianoche de luna llena.
Sentada en el borde de la ventana, mientras mis compañeras de habitación dormían plácidamente, miraba hacia los jardines bañados por esa luz blanca, infinita, que inundaba el paisaje. A veces aterrador, a veces idílico.
Las doce y un minuto. Era raro que se retrasase, pero seguí allí, esperando, ni una lágrima, ni un suspiro, ni un sollozo. Nada.
Atenta a la multitud de hojas que bailaban al son del esa flauta de viento que sonaba incesante. Ese silbido que me entraba por un oído y me salía por el otro sin causar emoción alguna, únicamente erizaba el vello de mi nuca. El sonido pareció enmudecer cuando sentí cómo la hierba se hundía, cómo se iba arrodillando cada brizna verdusca bajo sus pies. Sonaba a tango, a decisión y sin darme cuenta la música ya iba sonando en mi cabeza.
Le vi. Solo. Nadie más que él y su tango del demonio a la vez que las notas de una balada dramática se agolpaban en mi cabeza explotando finalmente en llanto.
Un "lo siento" inaudible escapó de entre mis labios y aquel moreno de ojos verdes al que creí amar quiso ser balada por un instante.
No podía seguir fingiendo aquel vals perfecto que no era más que un triste intento de chotis…
Quería creer que algún día ella tendría las notas que le faltaban a mi melodía, quería creer que el ritmo lo marcarían mis labios. Esperaría.
Ginevra jamás dejaría de intentar terminar aquel baile que empezó una tarde de verano cuando su pelo ondulado le rozó el rostro mientras tuvo lugar ese cruce de miradas inesperado. Cielo y tierra, un solo elemento…
