Hola a todas y todos:
Como podréis observar, soy nueva en este maravilloso universo de los fanfics. Durante mucho tiempo he sido lectora en la sombra de muchas de las historias SwanQueen que por aquí se han escrito. He llorado, he reído y me he emocionado con las narraciones de muchas de las grandes autoras de las que tenemos el placer de disfrutar. He comentado, siempre como invitada, decenas de capítulos que me han conmovido y, finalmente, me he animado a abrir una cuenta para poder crear mi propia historia.
Muchos pensarán que es demasiado tarde (por eso de que Emma Swan ya no estará en la séptima temporada), pero yo soy de las que creen que SwanQueen siempre ha sido, y seguirá siendo posible gracias a todas y cada una de las que amamos este ship. Así que, mientras haya gente que escriba y lea historias, que haga vídeos y se emocione con ellos, SwanQueen seguirá vivo.
Y dicho esto, y sin querer alargarme mucho más, os dejo con el primer capítulo de la historia.
Agradezco de antemano a todos los que vayáis a leer, seguir y dar favorito. Yyyy, sobre todo, a los que os animéis a dejar un comentario.
¡Un saludo a todos!
CUANDO TODO SE DESMORONA
El sol se abría paso entre los altos edificios de la ciudad, anunciando la llegada de un nuevo día. Apoyada en el alfeizar de su ventana, Regina contemplaba el amanecer con una humeante taza de café entre las manos. Siempre le había gustado madrugar para deleitarse con aquel espectáculo que ofrecía el cielo, regado por tonos rojizos y anaranjados. Aquella mañana, por el contrario, sentía que algo le impedía disfrutar de la escena que tenía ante ella. La sensación de vacío que se había adueñado de sus entrañas desde hacía varios días apenas le permitía respirar. Se llevó el café a los labios, dejando que una tímida lágrima abandonase sus ojos y rodase por sus mejillas. Suspiró, en silencio, y sintió como un escalofrío recorría su cuerpo. Se abrazó en un intento de entrar en calor y se giró lentamente, alejándose de la ventana y su maravillosa visión del nuevo día.
Sus ojos buscaron raudos la figura que dormitaba en el sofá de piel blanca que presidía el salón de su casa. Lentamente se acercó a ella y su mirada comenzó a recorrer aquel rostro tan conocido. Parecía dormir tranquilo, sereno, ajeno a cualquier pensamiento que ella pudiese tener en ese momento. Intentando no despertarlo, se agachó silenciosa, a su lado. Teniéndolo allí, a tan solo unos centímetros, resultaba inevitable no hacerse aquella pregunta. ¿Qué les había pasado?
Con un movimiento pausado separó un mechón rubio que caía sobre su frente. Sonrió, al ver como su cara dibujaba una extraña mueca mientras murmuraba algo que ella no llegaba a entender.
Llevaban semanas distanciados y Regina comenzaba a pensar que aquella vez ya no tendría solución. Con aquel pensamiento, una nueva lágrima amenazó con abandonar sus ojos, pero ella, más rápida, la interceptó antes de que pudiese recorrer su rostro. "Llorando no se ganan las batallas" Recordó la voz grave y rasgada por el tabaco de su padre. "El amor es una lucha continua. La pareja debe pelear con uñas y dientes por mantener la llama viva".
Quizás su padre tenía razón...
Bajó su rostro y contempló con ensimismamiento el anillo que vestía su mano derecha. Luego dirigió la misma mirada al de su marido, cuyo brazo colgaba del sofá. Recordó entonces cada momento vivido a su lado. Su mente se llenó de imágenes de aquellos ocho años juntos. Se amaban, se amaban con locura...se habían amado desde la primera vez que se miraron a los ojos. Juntos habían construido un mundo para ellos, su vida, su hogar, su familia...
Suspiró, y con un movimiento lento acarició su rostro, provocando una nueva mueca extraña.
-Mi amor. -Susurró sin dejar de rozarle con la yema de sus dedos. -Cariño, ya es hora de levantarse.
El hombre se removió, desperezando su cuerpo con los ojos todavía cerrados. Regina separó su mano y observó el gesto de incomodidad y dolor que se dibujó en su rostro. Agachó la cabeza levemente, sintiéndose culpable. Si bien no le había obligado a dormir allí, tampoco había ido a llamarlo al sentir su ausencia en la cama que compartían.
-Mmmm... -Estiró sus brazos, abriendo poco a poco los ojos para enfocar el rostro de su mujer, a pocos centímetros del suyo. -¿He dormido en el sofá?
-Eso parece...
-Mmmm... Estás preciosa esta mañana... -Regina se sorprendió ante el halago y se dejó hacer en cuanto sintió la mano de su marido acariciando su mejilla. Cerró los ojos y sonrió levemente. -Eres preciosa
-Robin...
-Sshh... -Colocó un dedo sobre sus labios, para luego tomar impulso e incorporarse, quedándose sentado a su lado. -Ven aquí... -Tiró de su brazo dulcemente para que se sentase sobre sus piernas, a horcajadas. -Buenos días
-Buenos días. -Sonrió, dejando que Robin separase un mechón de su rostro.
Lentamente sus ojos se encontraron y Regina sintió que aquel vacío se disipaba en su interior, haciéndose cada vez más pequeño. En cuestión de segundos su desazón desapareció. Volvía a estar en brazos de su marido, sintiendo las manos de este aferradas en sus caderas, rozándole el pecho desnudo con sus dedos, recorriendo sus músculos, notando el palpitar de su corazón...
-Te he echado de menos.
Y aquel susurro fue todo cuanto necesitó oír de sus labios para lanzarse a ellos con vehemencia. Robin respondió al beso sin esperas ni vacilación. Un beso lento, tierno, que con los segundos fue creciendo en intensidad, deseo y pasión. La necesidad de tocarse, sentirse, se hizo tan presente que sus manos revoloteaban por el cuerpo ajeno, intentando recorrerlo en su totalidad. Regina alargó su cuello hacia atrás, cerrando los ojos, permitiéndose respirar por primera vez y dándole la oportunidad a su marido de seguir por allí su recorrido.
-Robin... -Sintió sus labios, su lengua, intentando colonizar los puntos más sensibles de su cuerpo.
-Siempre me han gustado estos trajes... -Subió sus manos por los muslos de su mujer, llevándose con ellas la falda negra que los cubría. -Te ves tan sexy...y tu olor... -Regina sintió como la excitación de su marido crecía bajo su cuerpo y lentamente comenzó a balancearse sobre él. -¡Oh, Dios! Me vuelves completamente...
-¡Mamá! ¡Mamá!
Regina se levantó como un resorte, adecentando de forma mecánica su pelo y su falda. Robin se dejó caer en el sofá, frustrado. Llevaba semanas sin compartir un momento de intimidad así con su mujer. Ella lo miró, durante unos segundos, y al escuchar un nuevo llamado de su hijo se giró hacia la habitación del pequeño. Una mano se aferró a su muñeca, deteniéndola al instante.
-Tranquila, ya voy yo. -Robin se levantó y dejó un suave beso en sus labios. -Desayuna con calma, yo me encargo de él y luego...me doy una ducha fría. -Guiñó un ojo a su mujer, que no pudo evitar sonreír.
Regina lo siguió con la mirada hasta que el rubio se adentró en la habitación de su hijo y pudo sentir como los dos hablaban y reían. El recuerdo de las palabras de su padre volvió a hacerse presente. Sí, debía luchar por lo que tenía con su marido. Lo quería... y lo que habían construido juntos merecía la pena.
Con energía renovada, se adentró en la cocina dispuesta a preparar el desayuno para los dos hombres de su vida. Minutos más tarde, Roland atravesaba la puerta vestido con el uniforme de su colegio. Todavía estaba despeinado y, somnoliento, rascaba sus ojos mientras abría la boca.
-¿Mi príncipe tiene pensado comerme? -Bromeó haciendo que el pequeño sonriese y se abrazase a ella.
-Buenos días, mami.
-Buenos días, mi amor. Siéntate aquí. -Separó una de las sillas y su hijo tomó asiento frente a un tazón de leche con cereales. Ella se sentó a su lado, contemplándolo con adoración. -¿Sabes qué? Hoy papá te llevará al cole.
-¿En serio? -Vio como los ojos del pequeño se iluminaban. Ella asintió, sonriente. -¿Y tú me vendrás a buscar? Hoy es lunes. -Le recordó, sin dejar de comer.
-Claro que sí.
-¿Y podremos ir al parque?
-Solo si te portas bien. -Acarició sus cabellos antes de levantarse y dejar un suave beso en lo alto de su cabeza.
-¿Hay también un beso para mí?
Regina se giró al escuchar su voz y sonrió al verlo apoyado en el marco de la puerta. Robin siempre había sido un hombre atractivo. Sus cabellos dorados caían todavía húmedos, mojando la parte alta de su camisa blanca. A Regina le resultó inevitable recorrer su cuerpo, enfundado en uno de los trajes de marca que solía llevar al trabajo. Su marido avanzó hacia ella, con sonrisa seductora, y la agarró por la cintura para apoderarse de sus labios.
-¿Así mejor? -musitó la morena en cuanto se separaron levemente, con sus frentes todavía unidas.
-Mucho mejor.
-¿Te tienes que ir ya, mami? -Cuestionó Roland, con los cereales en la boca.
-Sí, de hecho, ya voy con retraso. -Miró su reloj de muñeca y se acercó a una de las sillas para coger la chaqueta y su maletín. -Y mastica y traga antes de hablar.
-Sí, mami.
-Bien...me voy, entonces. -Dejó un nuevo beso en la cabeza de su pequeño antes de despedirse de su marido con una sonrisa.
-Nos vemos esta noche.
Aquellas palabras frenaron en seco sus pasos hacia la salida. Se giró, sorprendida. Hacía semanas que su marido llegaba tarde a casa, demasiado ocupado con su trabajo. Regina apenas recordaba lo que era compartir con él algo tan cotidiano como una cena o una comida.
-¿En serio?
-Hazme una de esas lasañas que me gustan...
-Eso está hecho. -Le guiñó un ojo antes de salir de su casa con una sonrisa dibujada en el rostro.
Descendiendo en el ascensor de su edificio, camino del garaje, repasó una y otra vez en su mente todo lo vivido aquella extraña mañana. Se había despertado tan desanimada que era incapaz de creerse que en ese momento estuviese planeando una cena con su marido. Era la primera vez en semanas que parecía ver algo de luz en aquel túnel tenebroso en el que se habían perdido. Sonrió de nuevo, creando en su mente los escenarios posibles para aquella cena. Si algo le gustaba de las discusiones y los pequeños distanciamientos eran las reconciliaciones.
Al llegar al garaje entró en su coche y arrancó el motor para salir de su edificio e internarse en el convulso tráfico de la ciudad. Encendió el reproductor de su Mercedes y el sonido de un piano atravesó los altavoces. Se dejó caer suavemente en su asiento, tranquila y relajada. Amaba esos momentos. El trayecto de su casa al trabajo era siempre un bálsamo para todos sus problemas y cuitas. Cuando había aceptado aquel empleo, tres años antes, se había planteado seriamente la opción de mudarse a las afueras. No lo había hecho por el trabajo de Robin, sin embargo, recorrer media hora en coche todas las mañanas le parecía un verdadero fastidio. Con el tiempo, contrariamente a lo que pensaba, había aprendido a querer y venerar aquellos minutos en los que su mente organizaba sus quehaceres diarios, analizaba sus problemas o, simplemente, se quedaba en blanco disfrutando de su música favorita.
Cuando comenzó a vislumbrar el alto muro que rodeaba el recinto en el que trabajaba, Regina aminoró la velocidad de su coche hasta quedarse parada. Un joven espigado, vestido de uniforme, la saludó con un movimiento de cabeza y, en cuanto la morena enseñó la acreditación que le daba acceso, abrió de forma automática la amplia verja que tenía ante ella. Se internó en el recinto, tomando el camino hasta su aparcamiento reservado.
En cuanto apagó el motor, cogió sus cosas y bajó del coche. Colocó sus gafas de sol y, durante unos segundos, se quedó contemplando el sombrío edificio de tonos grises en el que trabajaba. Todavía le seguía pareciendo irónico que, precisamente ese lugar, consiguiese hacerla sentir más libre que nunca. Recordaba sus primeros años, tras graduarse y doctorarse en psicología. Había trabajado en uno de los mejores gabinetes de la ciudad, un trabajo por el que muchos habrían vendido su alma al diablo. Ella, por el contrario, se sentía incompleta en aquel lugar. Trataba cada día a conocidos y adinerados empresarios, estresados por su trabajo y sus millones, así como a sus mujeres, en su mayoría amas de casa cuya única patología era una extrema obsesión por complacer a sus maridos y criar a sus hijos como "la Ley ordenaba". Aquel trabajo no la llenaba...lo tuvo claro desde la primera vez que pisó el elegante edificio que albergaba las consultas. Sin embargo, su nuevo empleo resultaba para ella un reto constante. Había trabajado en los casos más difíciles de toda su carrera y, por primera vez, había descubierto lo que era sentirse útil y necesaria.
Sonrió, avanzando hacia la entrada del recinto. Trabajar allí era para ella un orgullo, pese a que en su interior todavía resonaban los gritos de su padre al enterarse de que había conseguido un cargo en un lugar como ese.
-Buenos días, doctora Mills. -Le dio la bienvenida un hombre de mediana edad, pelirrojo, que custodiaba la zona de seguridad.
-Buenos días, Fred. -Dejó sus cosas sobre la cinta de control y pasó por el arco detector. -¿Qué tal el fin de semana?
-¡Muy bien! Disfrutando de las niñas, ya sabe...
-Me alegro -Sonrió mientras recogía las cosas que el hombre le devolvía amablemente.
-¡Que tenga un buen día, doctora!
Regina agitó su mano mientras se internaba en los pasillos con su característico movimiento de caderas. Trabajar en una prisión no era fácil, era algo que había aprendido con el paso de los años, sin embargo la cárcel de Storybrooke era completamente distinta a las demás. La relación entre las presas y el personal que regía el centro nada tenía que ver con lo que habitualmente reflejaban los programas y series de televisión del país. Regina otorgaba parte de ese mérito a las reclusas, en su mayoría condenadas por delitos menores. La psicóloga había aprendido a entenderlas, a relacionarse con ellas, comprendiendo que, en la gran mayoría de los casos, el propio destino las había condenado antes incluso de que naciesen. No era que Regina las exculpase, ni mucho menos, pero, al profundizar en sus historias, había sido capaz de ver que no todo en la vida de aquellas mujeres era blanco o negro. Había una infinita gama de colores, de problemas subyacentes, familias desestructuradas, caminos equivocados, futuros truncados, barrios abandonados por los poderes estatales, pobreza, desesperación... Por otro lado, si alguien más era "culpable" de la buena sintonía que reinaba en la prisión, esa era la mujer cuyo despacho estaba a punto de pisar.
Con dos toques en la puerta anunció su llegada, sin embargo, entró sin escuchar ninguna señal proveniente del interior. Kathryn Nolan se encontraba tras su escritorio, con los codos apoyados en la mesa y la cabeza descansando sobre una de sus manos. Hablaba por teléfono y su cara invitaba a todo aquel que la viese a salir corriendo. Regina, por el contrario, avanzó hacia ella haciendo notar su presencia. La mujer de cabellos dorados levantó la mirada y,con un movimiento de mano, la invitó a sentarse frente a ella. La psicóloga obedeció y sonrió al encontrarse una taza humeante de café frente a la silla que la rubia había señalado.
Kathryn no solo era la directora de aquella prisión, sino también la mejor amiga de Regina. Su única amiga. La morena se pasaba cada mañana por su despacho para disfrutar con ella de su segundo café del día y contarse las novedades de su trabajo y sus vidas.
-¿No le dejé suficientemente claro que sus escusas no me valen? -Regina alzó las cejas ante el tono de voz de la rubia. Sonrió divertida al ver como la carótida de su amiga se inflaba y se apiadó de quien estuviese al otro lado del teléfono. -¿Sabe qué? No quiero volver a hablar con usted si no me pasa directamente con uno de sus superiores... Sí, eso mismo he dicho... No pienso tener a mis chicas en estas condiciones, si esto no se arregla esta misma tarde pondré una queja. Buenos días.
Kathryn colgó con fastidio el teléfono y la sonrisa de Regina se agrandó, esta vez de orgullo. Su amiga siempre defendía a las reclusas por encima de quien fuese, incluso de sus superiores. Era por eso que la morena había aceptado el puesto en cuanto la rubia se lo había ofrecido. Se habían conocido en sus años de instituto y la psicóloga la conocía lo suficiente como para saber que era una mujer íntegra y con valores. Nunca se había doblegado ante alguien que estuviese por encima de ella si este cometía alguna injusticia, y precisamente por eso se había ganado el cariño y el respeto, no solo de su personal, sino también de las reclusas.
-¿Burocracia? -Cuestionó Regina con tono burlón.
-Tú más que nadie sabes cuánto la odio. -La rubia sonrió por fin, relajando su cuerpo y agarrando su taza de café. -Pero bueno, hablemos de temas más interesantes, esto estará solucionado en unas horas.
-¿Y de qué quieres hablar?
-¿De tu sonrisa, quizás? -Alzó una de sus cejas, haciendo reír a la morena.
-¿Qué sonrisa?
-Regina Mills, llevo semanas aguantando tus quejas y tu mal humor. Si las cosas han cambiado, y he de suponer que para bien, merezco una explicación.
-Está bien, está bien. -Alzó sus brazos en señal de rendición. Al fin y al cabo, su amiga tenía razón. -Esta mañana, las cosas han...mejorado considerablemente... -Sonrió con un rubor tiñendo sus mejillas
-Mmmm ¿Sexo salvaje por la mañana, doctora Mills?
-Más bien coitus interruptus por la mañana. -Soltó una carcajada ante la cara de incredulidad de su amiga, que exigía, silenciosa, una explicación. -Roland apareció antes de que...
-¡Oh, Dios! Y luego me preguntas por qué no quiero tener hijos...
-Pues yo creo que serías muy buena madre.
-¿Qué? ¡Quita, quita! Solo de pensarlo me entra una alergia... -Fingió picazón en los brazos. -Más bien volvamos a ti, a Robin, a la cama...
-Sofá -corrigió la morena con una pícara sonrisa.
-Mmmm siempre me han gustado los sofás. -Bromeó antes de dar un nuevo sorbo a su café y, finalmente, ponerse seria. -Pero entonces ¿Han mejorado las cosas?
-Esta noche vamos a cenar juntos.
-¡Por fin! -Alzó sus brazos al cielo, agradeciendo a todos los Dioses. -¡Lo ves! Te dije que las cosas se solucionarían. Te lo mereces...Los dos os lo merecéis.
-Bueno...no adelantemos acontecimientos. -Intentó frenar el contagio que la alegría de su amiga pudiese producir en ella. -Por ahora cenaremos juntos y hablaremos...tenemos mucho de qué hablar todavía.
-Hablar está sobrevalorado, querida.
-¿Olvidas que soy psicóloga?
-No podría, te recuerdo que por eso estás aquí.
-Sí, y precisamente por eso me voy a ir. Ya puedo visualizar la pila de papeles sobre el escritorio de mi despacho.
-Por desgracia en eso no andas desencaminada.
-Lo suponía. -La morena se levantó y tiró la taza vacía de plástico en la papelera. -Gracias por el café.
-Encantada de servir a la mejor psicóloga de la prisión. -Le guiñó un ojo antes de que se girase hacia la salida. -¿Nos vemos en el almuerzo?
-Como siempre. -Confirmó cerrando la puerta del despacho tras de sí.
Como ella misma había predicho, en la mesa de su despacho le aguardaba una montaña de informes sin revisar. Si algo no le gustaba de ser la jefa del gabinete era precisamente eso. Al menos un día a la semana lo tenía que dedicar a rellenar documentación, informes sobre las reclusas, peticiones... Burocracia...La odiaba casi tanto como su mejor amiga. Suspiró, antes de sentarse en su incómoda silla de piel. Al menos ella, a diferencia de Kath, cubría un trabajo más práctico durante el resto de la semana. De martes a viernes, la psicóloga se encargaba de tratar a las reclusas con mayores problemas de adaptación. Cuando alguno de los cuatro trabajadores adjuntos a su gabinete veía difícil un caso, este pasaba a sus manos. Desde que había llegado a la prisión, había conseguido verdaderos avances en la totalidad de sus pacientes, ganándose la admiración de sus compañeros y de las propias reclusas.
Con el pensamiento de acabar lo antes posible con todos los papeles que cubrían su escritorio, se puso manos a la obra.
Estuvo largas horas revisando y corrigiendo archivos, descansando únicamente a la hora del almuerzo, donde disfrutó de la compañía de Kath. Habían planeado juntas la cena de aquella noche, que le hacía mantener una sonrisa constante. Su amiga le había aconsejado que se arreglase con sus mejores galas y preparase un ambiente romántico. Era algo que ella misma había pensado ya. En los primeros años de su matrimonio solía sorprender a Robin con cenas así y este siempre se quedaba maravillado. Pensando en su posible reacción, cerró el último informe que descansaba sobre su mesa. Sonrió satisfecha al comprobar que al fin su escritorio estaba vacío. Se recostó durante unos segundos en su silla, mientras revisaba la hora en el reloj que colgaba de una de las paredes. Si salía en ese momento llegaría puntual para recoger a su hijo.
Se levantó y comenzó a ordenar sus cosas para marcharse. Cogió su maletín y su chaqueta y avanzó hacia la puerta, apagando todas las luces. Los pasillos de la zona de despachos estaban vacíos y apenas asomaba una tenue luz por debajo de la puerta de dirección. Kathryn siempre era la última en marcharse. Pensó en pasar por su despacho para despedirse pero, antes de que pudiese llegar a la puerta, uno de sus psicólogos adjuntos la interceptó colocándose frente a ella.
-¡Archie! -Se llevó la mano al pecho, asustada.
-Perdón, doctora Mills...yo...
-¿Qué hace aquí a estas horas?
-Me disponía a visitar su despacho, doctora.
-Archie, puedes llamarme Regina. -El hombre asintió tímidamente y Regina sonrió, sabiendo que nunca conseguiría que aquel hombre utilizase su nombre de pila. -¿Qué quería?
-Verá yo...tengo un caso difícil y...
Regina observó cómo su compañero se masajeaba las manos en un gesto que denotaba su nerviosismo. Portaba una carpeta azul, seguramente el informe de la reclusa de la que hablaba. La morena agarró el archivo antes de que el hombre consiguiese arrugarlo por completo.
-¿De qué se trata?
-Llevo tratando a esta joven dos meses pero...la verdad es que...es que no consigo ninguna mejoría...
Regina sonrió levemente y agarró las manos de aquel hombre entre las suyas. Archie era un gran psicólogo y podía ver en su mirada la desazón que causaba la imposibilidad de resolver un caso. Su compañero parecía realmente avergonzado por no haber conseguido el cometido que se esperaba de su trabajo.
-Tranquilo, Archie. Ahora mismo tengo algo de prisa, mi hijo me está esperando, pero te prometo que lo miraré con calma y mañana te daré una respuesta.
-Es...está bien, doctora Mills...digo Regina Mills...digo Regina... -Bajó la cabeza de nuevo, con un rubor que hizo reír a la morena.
-Nos vemos mañana, Archie.
-Sí, Regina y...gracias.
La morena guardó la carpeta en su maletín y, tras despedirse de Kath, salió de la prisión camino a la ciudad. El atasco en las calles del centro hizo que llegase retrasada a la puerta del colegio. Allí, Roland esperaba de la mano de su profesora. El pequeño salió corriendo al verla y la morena se disculpó con la joven de cabellos rojizos.
-No se preocupe, señora Mills. Roland se ha portado muy bien y apenas hemos esperado unos minutos.
-¡Lo ves, mami! Me he portado bien.
Regina sonrió ante lo que significaban esas palabras. Alargó su mano para agarrar la del pequeño y, como le había prometido, comenzaron a caminar hacia un parque cercano.
Pasaron allí más de media tarde, Roland disfrutando con unos amigos y ella deleitándose solamente con verlo feliz. Su pequeño era un niño despierto, pese a que solo tenía cinco años. En las reuniones del colegio, los profesores siempre le hablaban de su fascinante curiosidad e imaginación, así como de sus ganas de aprender. Regina se sentía orgullosa de él y aprovechaba cada momento libre que le regalaba su trabajo para disfrutarlo a su lado. Juntos habían empezado, unos meses antes, unas clases de música. Regina había leído en un cartel la curiosa disciplina que impartía un joven para fomentar el amor por la música así como las relaciones entre padres e hijos. Robin, en un principio, también se había mostrado entusiasmado con la idea, pero su trabajo apenas le había permitido asistir dos días. Aun así, la psicóloga no había desperdiciado aquella oportunidad y disfrutaba tanto como su hijo en cada una de las clases que se impartían una vez por semana. Roland, además, participaba en numerosas actividades de la escuela como talleres de pintura, de baile, deportes...
Regina lo contempló durante horas aquella tarde, y lo habría hecho durante todo el día si no fuese porque comenzó a intuir los síntomas de cansancio en el pequeño.
Cuando llegaron a casa, Roland apenas era capaz de mantener los ojos abiertos. Regina lo ayudó a ducharse y le dio la cena mientras preparaba la lasaña que le había prometido a su marido. En cuanto acostó a su hijo y tuvo la lasaña en el horno, se tomó un tiempo para arreglarse ella misma. Se duchó, alisó su corta melena y se maquilló dando a sus labios ese toque carmín que volvía loco a Robin. Se miró frente al espejo de su habitación, semidesnuda, cubierta tan solo por un conjunto de lencería negro. Pese a tener treinta y cinco años su figura apenas había cambiado. Siempre se había cuidado y su vientre lucía plano, encumbrando sus pechos, así como sus brazos y piernas estaban perfectamente torneados.
Recordando las palabras que había compartido con Kath durante el almuerzo, se enfundó en un vestido negro entallado, el favorito de su marido. Este realzaba su escote y se amoldaba a su esbelta figura hasta la parte alta de sus rodillas. Decidió no calzarse de nuevo sus zapatos de tacón pues, pese a todo, quería moverse con comodidad por la casa.
Cuando estuvo lista, sonrió al reflejo que le devolvía el espejo y salió de su cuarto camino de la cocina. La lasaña estaba ya casi lista así que decidió apagar el horno y dejarla allí para que no perdiese el calor. Descorchó una botella de vino y se sirvió una copa, antes de preparar la mesa con una pequeña vela en el centro. Encendió el reproductor de música y activó su lista de canciones favorita. Satisfecha con el trabajo y entusiasmada ante la llegada de su marido, cogió su copa y se sentó en el sofá cómodamente a esperarlo.
Pasó allí tres largas horas, sin variar su posición y con la cuarta copa de vino servida. La música ya se había tornado repetitiva y la vela se había consumido por completo.
Soltando un largo suspiro, se levantó del sofá y sacó la lasaña del horno para colocarla sobre la mesa. Ni siquiera tenía apetito, pero quizás si su marido la veía allí se daría cuenta del nuevo error que había cometido. Apagando el reproductor y todas las luces, avanzó hacia su dormitorio con la copa medio vacía en una mano y la botella de vino en la otra. Lo dejó todo en la mesita de noche y se desnudó lentamente, sintiéndose estúpida al contemplarse de nuevo en el espejo. Se desmaquilló con las lágrimas brotando libremente por sus mejillas. La sensación de vacío volvía a hacer acto de presencia en su interior. Lo hacía con más intensidad, estrangulando su pecho y su estómago.
Necesitaba una vía de escape para no seguir pensando en lo ocurrido. Se sentía incapaz de frenar las lágrimas y su pecho bajaba y subía con tanta velocidad que estaba segura de estar a punto de sufrir un ataque de ansiedad.
-Vamos, Regina, cálmate. -Se sentó en su cama y apoyó las manos sobre sus rodillas, intentando recuperar su respiración normal. -Estoy bien, estoy bien, estoy bien...Todo va a pasar...Todo va pasar...
Cerró los ojos y lentamente comenzó a sentir como sus pulmones recogían aire con aparente normalidad. Limpió las lágrimas de sus mejillas y se quedó durante largos minutos en la misma posición, controlando su ritmo respiratorio, los latidos de su corazón y con la mirada anclada en el maletín que ella misma había dejado en el suelo de la habitación al entrar en casa.
Entonces lo recordó. Archie le había dado un archivo que tenía que revisar. Quizás con eso lograba evadirse de todo lo ocurrido...
Sacó el informe del maletín y, tras ponerse su camisón de seda, se recostó en la cama tapándose con las mantas.
-Vamos a ver... -Abrió la carpeta azul y se topó de frente con una foto de la reclusa en cuestión. -Expediente número 108/231932. Swan, Emma...
