Ahí estaba Sakura, en la orilla de un oscuro lago, estaba arrodillada, y sus manos acariciaban las dulces aguas que yacían allí. Lloraba, lloraba porque cada lágrima que dejaba caer se convertiría en una gota dentro de ese lago. Ese lago que nada tenía de bárbaro, ese lago que cautivaría al ser más frío por su notable inocencia.
— Hay lago...¿por qué no puedo ser como tú?— Susurró ella, mientras su voz se volvía entrecortada.— Me duele mucho...— Susurró, mientras tomaba de su bolsillo un pequeño pétalo de cerezo.— Los pétalos son tan perfectos, aún cuando los han separado de su flor.— Una sonrisa melancólica se formó en sus labios.
Con su otra mano, tomó un kunai de su bolsillo, depositandolo en el piso; acercó el pétalo al lago, y lo depositó ahí, como si se fundieran en uno.
— Los cerezos se ven hermosos en el agua.— Tomó el kunai con ambas manos.— Lástima que no todos los cerezos sean así de hermosos como este lago.
Dejando caer una última lágrima, hizo que sus penas terminaran, si sus lágrimas hacían bien a algo, a ese hermoso lago donde yacía ese hermoso pétalo, ella podría morir feliz. El último cerezo había caído, al instante en el que nacía un nuevo amanecer.
