" Dos bolsillos vacíos y un corazón roto"
Capítulo 1
Montgomery, Alabama, Enero de 1989.
Theodore se dejó caer en el asiento de la vieja Ford y ocultó su rostro bajo la gorra de béisbol azul marino. Eran las seis y treinta y el invierno impiadoso que se estaba abatiendo sobre Alabama parecía que tampoco daría tregua aquella fría tarde de enero. El bullicio de gente saliendo de la universidad se mezclaba con el golpeteo de las gotas de lluvia que empezaban a caer contra el parabrisas de su camioneta. La risa de las jovencitas que pasaban cerca era música para sus oídos, cada tarde esperaba aquel momento con paciencia, sin prisa... la espera valía la pena si podía disfrutar de las risillas casi inocentes de aquellas deliciosas niñas. Levantó el frente de su gorra, ya no le importaba que nadie viera su rostro... nadie lo recordaría, estaba seguro de ello. Fijó sus fríos ojos marrones en una jovencita de largas trenzas que caminaba en solitario por la acera de enfrente. Tan sola, tan vulnerable... justo allí, al alcance de sus manos... Una sonrisa sádica cruzó su rostro. Aquella niña se acercaba cada vez más... ignorando que se aproximaba a un destino fatal. Una sensación perfectamente conocida para él lo embargó cuando vio que finalmente cruzaba la calle y caminaba hacia él.
Sería fácil... una pregunta tonta, una sonrisa afable y en unos minutos la espera habría terminado. En unos minutos daría por fin el gran paso, aquel que se da cuando las ideas dan lugar a los hechos. No más momentos tantas veces planeados en su cabeza, era hora de actuar... había esperado demasiado tiempo ya.
Apoyó la mano en el picaporte de la puerta y volvió a acomodarse la gorra. Todo se derrumbó en un segundo, cuando creyó que finalmente lo lograría una voz masculina del otro lado de la calle echó por tierra sus planes.
- Melinda... ven, te llevaré a casa-.
Aquella noche le costó mucho conciliar el sueño. Había estado a punto de llevar hasta un extremo del cual no había retorno una de las fantasías que lo acechaban desde la infancia. No supo cuantas vueltas dio en su cama, solo sabía que el sonido del tren que cada noche pasaba a unos metros de su casa y que ya era familiar para sus oídos, ni siquiera lograba tapar el sonido de sus propios latidos. Se incorporó y comprobó que estaba empapado de sudor... sudor frío, el mismo que experimentaba desde niño.
Se dejó caer nuevamente en la cama, cerró los ojos e intentó dormirse... era en vano, cada noche era igual. Los recuerdos que se empeñaba en borrar volvían para atormentarlo. No había tregua posible a la hora de ganarle a su propio pasado.
¿El primer recuerdo? La primera vez que disfrutó haciendo daño. Las imágenes pasaban por su mente como si fueran una película y recordaba cada detalle.
Tenía diez años y todos en el barrio lo conocían. Los vecinos sabían perfectamente quien era Theodore Bagwell, o "Teddy" como era más conocido.
Todos sabían que vivía con su padre y una hermana mayor que padecía Síndrome de Down, nadie había visto jamás a su madre. Eran tan solo él, su hermana y su padre; un hombre a quien le gustaba reunirse con sus amigos cada tarde a beber cerveza en la sala de su casa. Teddy no era un niño normal, era una especie de fenómeno... inteligente, tímido y retraído. Odiaba sentirse así, se sentía parte de un circo en donde él era la principal atracción.
Un día, nuevos vecinos llegaron al barrio. Un matrimonio y su hija de nueve años. Roseanne era su nombre... él la veía pasar todos los días con su bicicleta por la vereda de su casa, nunca se había atrevido a saludarla, solo la contemplaba de lejos. Iban a la misma escuela pero tampoco se había atrevido a hablarle en los recreos. Le gustaba mucho. Roseanne tenía el cabello color zanahoria y siempre lo llevaba peinado con dos largas trenzas que caían hasta su cintura casi. Tenía el rostro cubierto de pecas y unos hermosos ojos azules que vio por primera vez de cerca una tarde en que apareció ante su puerta.
- Hola... me llamo Roseanne...mi mamá preparó estas galletas de avena y me ha enviado para que les deje algunas a ti y a tu familia-.
No supo como reaccionar en ese momento, finalmente la tenía enfrente y podía hablar con ella.
- Gracias, Roseanne- dijo tomando el plato de galletas.
- ¿ Te llamas Theodore, verdad?-.
Él asintió tímidamente. Sabía su nombre... acaso le habían hablado ya de él... ¿ qué le habrían dicho?.
- Te he visto en la escuela y también he notado que me observas cuando paso por aquí en mi bicicleta-.
- Si... yo también tengo una y...-.
- ¿ Quieres que demos un paseo?- preguntó de repente ella.
El rostro delgado de Theodore se iluminó con una sonrisa.
- Me encantaría-.
Desde ese día, ambos se convirtieron en amigos y salían cada tarde en sus bicicletas a recorrer las calles del barrio.
Pero todo cambió una tarde. Roseanne había venido a verle para decirle que una de sus amigas había organizado un baile. Estaba nerviosa y excitada, él supo de inmediato el porqué. Chris Rutherford, uno de los niños de su clase la acompañaría. En ese momento volvió a sentirse desplazado, humillado y herido. ¿ Cómo podía Roseanne venir a decirle que estaba feliz porque aquel niño de papá la llevaría al baile?. La odiaba por eso... era su amiga y lo estaba abandonando como lo hacían todos los demás.
Era la primera vez que, las ganas de hacer algo que calmara la humillación que sentía, le quemaban el pecho. No lo dudó y sabía perfectamente lo que haría, ella sufriría en carne propia el dolor que él sentía.
La noche del baile fue hasta su casa y subió por la baranda que daba a su habitación, no era la primera vez que lo hacía y fue fácil. Entró en su cuarto y lo encontró en su cama. Dormía tranquilamente junto a unos osos de peluche. Se acercó con sigilo y le hizo un par de caricias para evitar que se asustara.
- Tranquilo, Piper- dijo mientras pasaba una mano por la cabeza del gato que Roseanne adoraba.
En su otra mano sostenía algo que brillaba en la oscuridad de la habitación. Una pequeña navaja que su padre le había regalado cuando cumplió ocho años.
Ni siquiera se movió cuando la afilada hoja destrozó su garganta. La sangre del animal se derramó sobre la cama, manchando los osos y la colcha. Se quedó allí contemplando su obra, una agradable sensación le recorrió el cuerpo. Jamás se había sentido así, por primera vez en su vida disfrutaba con el dolor.
Aquella noche había comenzado todo, ya no se detendría jamás. El sadismo y la sed de sangre se habían apoderado de él y nunca lo abandonarían. Le gustaba dañar a la gente y sus "hazañas" se hicieron más asiduas. Pero sus víctimas empezaron a cambiar, ya no eran las mascotas del vecindario... eso ya no lo excitaba más, necesitaba cambiar, aumentar la apuesta, jugar en grande...
Una tarde, durante la clase de Matemáticas, en la cual por supuesto era el más adelantado, la señorita Peterson lo había puesto en ridículo. Fue luego de un examen, en el cual por primera vez Theodore no había pasado. No fue un descuido o falta de estudio, simplemente quería saber que se sentía por una vez no ser tratado como el fenómeno de la clase. Por aquella vez él también experimentaría la misma frustración que sentían los demás niños.
Pensó que al menos por una vez dejaría de sentirse diferente, pero se equivocó.
Todos se rieron y para él aquellas burlas fueron peores que el trato que le daban a diario. La señorita Petersen ni siquiera lo protegió, por el contrario se había unido a las burlas de los niños.
Esa tarde Theodore llegó a su casa y en su corazón no solo había rabia... tenía la enorme necesidad de vengarse. Había subido a su cuarto y se había puesto a leer, pero el fuego que le invadía las entrañas le pedía a gritos que hiciera algo, aquello no podía quedarse así...
Arrojó el libro sobre la cama y salió corriendo, ni siquiera vio a su hermana cuando pasó por la sala.
Fue hasta el pequeño cobertizo detrás de la casa y buscó una lata de color verde. Sabía perfectamente lo que contenía.
Abandonó finalmente su casa en su vieja bicicleta y se dirigió hacia donde vivía su maestra de Matemáticas.
Sabía que aquellas horas no se encontraba, sería sencillo pero tuvo que reconocer que le hubiera gustado que su maestra sí estuviera allí. Saltó de su bicicleta y roció la puerta del frente con gasolina. Los cerillos que traía en los bolsillos de sus pantalones le servirían perfectamente.
Encendió el primero y lo arrojó, lentamente el fuego se hacía más intenso y la sonrisa en su rostro más cruel. Estaba tan ensimismado observando las llamas del fuego que no se dio cuenta que unos hombres se acercaban por detrás. Lograron atraparlo y apagar el fuego. Fue enviado a un centro juvenil, en donde la rabia, la impotencia y las ansias de destrucción se acumularon en su interior.
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