N/T: ¡Holaaa! Hace unas semanas leí este fic y realmente me gustó así que hablé con la autora y me ha dado permiso para traducirlo *yaaaay*.
Este fanfic es una traducción de Exonerated escrito por thecouchcarrot
Intentaré actualizarlo todos los viernes pero no prometo nada porque no estoy segura de poder mantenerlo, así que...
¡Bueno espero que os guste tanto como a mí!
Dean está sentado en una mesa frente a una cafetería, una pequeña cafetería en la esquina entre la 12th y University Way. Se llama Flowers. Está sentado en una pequeña mesa marrón de metal bajo una sombrilla de lona a rallas azules y blancas y hay una ligera brisa sacudiendo sobre su mejilla derecha, el ruido de la calle y el humo de los coches al pasar veloces sobre el aire primaveral.
Es algo así como una larga historia el cómo llego a allí.
…
Siete años atrás, a unas cincuenta millas a las afueras de la ciudad, hubo una serie de desapariciones de niños. Esas son las palabras que nadie quiere oír: una serie de desapariciones de niños.
Dean Winchester tomó el mando de las fuerzas de investigación del condado. Fue simplemente natural. Él era el detective a cargo. Era principios de verano, un cálido y pegajoso verano, y por lo menos cuatro niños menores de siete años se habían desvanecido de los rincones más lejanos del condado, desvanecido de columpios, aceras, patios escolares, piruletas en mano y pelo apelmazado por el sudor. Los padres estaban avisados, las alertas se hicieron, pero hacía demasiado calor. Los niños no se quedarían dentro de casa.
Entonces dos pequeños cuerpos fueron descubiertos en los bosques cerca del Lago Madeleine. No había evidencia de asalto sexual, pero los niños estaban… desmembrados. Destripados.
Diseccionados.
Los padres cerraron sus puertas.
Dos niños más desaparecieron, tres cuerpos más fueron encontrados, todos menores de siete años y en todos faltaban los ojos, los dedos y los dientes. Las costillas rotas, abiertas. La ola de calor desbocó en histeria, y el teléfono de Dean sonó y sonó con gritos y demandas. Noche tras noche patrulló por el Lago Madeleine, incapaz de dormir, sombras bajo sus ojos. Las cuencas de los ojos vacías y quemadas de una pequeña niña en el fondo de su cerebro.
Entonces la gran noticia llegó:
Un cuerpo fue encontrado en el interior de una casa.
La casa del lago de Castiel Goodwin, para ser específicos. En el Lago Madeleine. A su vecina, la Sra. Manesciewicz, le pareció oír un ruido en la noche y se dio cuenta de que sus luces estaban encendidas, incluso aunque él aún no había tomado su periodo anual de vacaciones para estar en la casa del lago. Su coche tampoco estaba en la entrada. Ante el temor de que fuera un ladrón pero sin estar segura, la Sra. Mancesciewicz se subió en su coche y tocó el claxon. Las luces de la casa se apagaron de repente. Llamó a la policía.
Cuando la policía llegó, llamaron a la puerta y alumbraron la ventana con una linterna… y vieron una pequeña y flácida mano en el suelo.
Tres horas más tarde, Dean y su compañero estaban arrastrando a Castiel Goodwin fuera de su casa en la ciudad mientras el hombre gritaba a su mujer, luchando contra las esposas. Y cuando cerraron la puerta del coche tras él, Dean sintió un escalofrío punzando a lo largo de su espina y un profundo respiro escapando de sus pulmones.
El juicio fue rápido y contundente, un borrón de periódicos y flashes de cámaras y miradas frías. No había señal de entrada forzada, las puertas estaban cerradas, y el CSI mostró que el pequeño niño había sido asesinado en la bañera. Partes de bastantes de los otros niños fueron encontradas en las grietas del cuarto de baño. El Sr. Goodwin no tenía cuartada para las noches en cuestión excepto su llorosa e inocente esposa, quien dijo que creía que había estado en casa pero que no estaba segura. Él a veces salía a dar paseos nocturnos. Sus vecinos, todos dijeron que era tranquilo y educado. Se veía empequeñecido en su mono naranja, con su cabello negro-marrón cortado y enormes ojos azules que mostraban el miedo que temblaba silenciosamente en sus manos.
Parecía tan jodidamente ordinario.
Castiel Goodwin fue sentenciado a seis cadenas perpetuas consecutivas. No lloró. Ni siquiera pareció oírlo. Solamente caminó fuera de la corte sin decir nada, tropezando con sus cadenas.
Y así concluyó la horrible pesadilla del Asesino del Lago Madeleine, todos los demonios puestos a descansar y Dean todavía sin ser capaz de dormir por las noches pero todos los demás durmieron bien así que pequeños gajes del oficio ¿no? Él fue elegido sheriff poco después y por lo menos eso le dio un propósito. Felices para siempre. Ese era el final.
Hasta cinco años después, cuando un niño de tres años desapareció.
Esta vez el asesino no había sido tan cuidadoso. El trabajo no fue tan limpio como los otros seis, algo que un psicólogo testificaría más tarde como un signo de su compulsión por matar, una compulsión salvaje que no podía controlar por más tiempo. Mientras que los otros habían sido impecablemente desprovistos de todo rastro de ADN, este niño no había sido limpiado tan meticulosamente. El examen médico encontró residuos de saliva en su muñeca. El residuo fue recolectado y enviado a un laboratorio de alto perfil para ser testado, y los resultados encajaban con alguien en sus registros…
Lucas Goodwin. El hermano de Castiel Goodwin.
El litigio que siguió fue mucho, mucho más largo que el primer juicio. Lucas confesó el asesinato del niño, y la apelación de Castiel realmente dio comienzo. Expertos testificaron como el asesino del pequeño Kenny era casi seguro el mismo asesino de los seis anteriores, como no se encontró nunca el ADN de Castiel en conexión con los cuerpos, como Lucas tenía una llave de repuesto de la casa del lago. Testificaron que el condado había estado buscando una respuesta fácil, lo mal que los abogados de Castiel le habían defendido y más importante, como Lucas había admitido ahora haber matado a los otros niños.
Castiel fue exonerado, y cada posible pedazo de vergüenza en el cuerpo de Dean se reunió en sus pies e hizo que quisiera hundirse bajo tierra y no salir nunca. Dean recibió las noticias y fue a casa donde bebió hasta desmayarse.
Así que ahora, una semana después, está sentado en una cafetería llamada Flowers, y está esperando a que aparezca Castiel Goodwin.
…
—Es solo que no entiendo que quiere de mí —dijo Dean a su hermano Sam por teléfono ese mismo día—. Si yo fuera él, sería la última maldita persona a la que querría ver.
—Quizá solo quiere que le digas que lo sientes —sugirió Sam.
Dean resopló. —Sí. Porque eso lo hace mejor. Más probablemente esté planeando apuñalarme con su navaja de prisión, y no puedo decir que le culpe.
—Tienes que parar de fustigarte, Dean. No eras el único que cometió un error.
—No, soy el que cometió el error —espetó Dean—. Yo di la orden de arrestarlo. Me senté allí en el estrado y juré ante ese jurado que él era el único que podía haberlo hecho.
—Mira. Solo digo que… estas cosas pasan.
Dean se frotó los ojos. —Quizá eso sea verdad, Sam. Quizá estas cosas pasan. Pero no deberían pasar, no en mi guardia. Y lo que es peor… —se lamió los labios y cerró los ojos—. Sam, Kenny Whidbey seguiría vivo.
—¡Eso no lo sabes!
—Si hubiera capturado al chico correcto lo estaría. Ese niño podría estar en la guardería ahora…
…
Así que está sentado en Flowers y esperando a que Goodwin llegue, y su café se está enfriando pero no consigue obligarse a beberlo. Baja su vista hacia la taza y secretamente espera que quizá el otro se haya olvidado, que quizá no aparezca…
—Hola.
Dean se sobresalta.
La voz del hombre es desconcertantemente profunda, más profunda de lo que Dean recordaba. Luce muy diferente a como lucía antes, calmado, sereno, ojos estables e implacable. Camina diferente también. Camina más alto de algún modo, recto y comedido, no el pálido y demacrado hombre en el holgado mono. Tira de la silla frente a Dean.
—Hey —dice Dean, simplemente eso.
Castiel se sienta y mira a Dean.
El sudor se desliza por la parte baja de la espalda de Dean. —Entonces —dice, y aclara su garganta—, ¿Querías verme?
Castiel ni siquiera parpadea. —Me enteré de tu renuncia.
Ah. Dean vuelve a mirar su café y le da una nerviosa media sonrisa. —Sep, Yo… yo renuncié.
—¿Por qué?
Los dedos de Dean se aprietan en la taza. Para por un momento. —Oh, muchas razones —cierra los ojos—. La mayoría tienen que ver contigo.
Se sientan en silencio durante un minuto, los coches azotando en la concurrida calle.
Dean toma un profundo aliento. —El estudio dice que esta es la parte en que digo que lo siento.
Castiel espera.
Dean deja escapar. —Pero no creo que sea correcto.
Las cejas de Castiel se tensan, y ladea la cabeza.
—Mira, puedo pedir disculpas, y tú puedes aceptarlas o rechazarlas, —continúa, frotando la parte posterior de su cuello—. Y ambos podemos girar entorno algunas palabras pseudopsicológicas sin sentido como "clausura" y "aceptación" y toda esa mierda, pero a la hora de la verdad, a la única persona que va a ayudar mi disculpa es a mí. ¿Te va a hacer sentir mejor? No. ¿Te va a devolver los últimos seis años de tu vida? Por supuesto que no. —bufa y aprieta su mano en un puño—. Todo lo que va a hacer es librarme por haber hecho algo por arreglar la mierda que lié. Así que si quieres que te diga que lo siento te diré que lo siento, pero voy a sentirlo de cualquier modo y voy a sentirlo durante el resto de mi vida. Decírtelo no lo cambia.
Y Dean toma otro profundo aliento y espera por la inevitable bofetada verbal, y Castiel…
sonríe.
Dean parpadea.
Es una pequeña y tranquila sonrisa, pero es sin duda una sonrisa.
—Sin duda tienes una interesante filosofía —dice Castiel—, pero no estoy buscando una disculpa.
Dean entorna los ojos. —¿Qué? —dice—. ¿Por qué no?
Castiel exhala pesadamente. —Por muchas de las razones que tú has dicho. Por la impotencia de las intenciones. Porque ya he recibido muchas disculpas de mucha gente.
Dean deja su café sobre la mesa. —¿Entonces por qué me has citado aquí?
Castiel le mira por un largo momento, concentrado e intenso. Finalmente dice, —Cuando oí que renunciaste supe lo que tenía que hacer —Su silla araña contra el asfalto mientras se levantaba—. ¿Me llevarías al lago?
…
Ha pasado un largo tiempo desde que Dean puso un pie en el Lago Madeleine.
Los dos están sentados en el acceso público, poco más que una playa de gravilla con un banco, y miran hacia el agua gris y los pocos patos marrones batiendo sus alas en las aguas poco profundas.
—Daphne puso la casa del lago en venta —comenta Castiel—. Nadie la comprará.
—Comprensible —dice Dean.
—Ahora está viviendo en Michigan —añade Castiel—. Con su familia.
Dean traga con fuerza. Sabe de la familia de Castiel. Sabe demasiado sobre cómo era la vida de Castiel hace seis años.
Los dos se sientan y miran el llano y frío lago.
—¿Lo sabías? —pregunta Dean abruptamente.
Castiel vuelve su cabeza hacia él, sus cejas fruncidas.
—Tu hermano —elabora Dean—. ¿Sabías que era él?
El rostro de Castiel se oscurece, y se aparta de Dean. —Crees que protegería a un asesino de niños —murmura.
—No —suelta Dean rápidamente—. No me refería a eso, solo me preguntaba… si parte de ti lo sabía.
Castiel baja su cabeza, y sus hombros se hunden. —No —admite—. No tenía ni idea. A veces me pregunto si… realmente estaba así de ciego, o…
Volvieron a mirar al lago en silencio.
Dean lo entiende. Realmente lo hace. Porque es exactamente el mismo escenario que se repite una y otra vez en su mente, cuando piensa en las entrevistas que llevó a cabo con Lucas, todas las veces que se vieron, sacudieron manos, se rieron de una broma. Ni una sola vez su instinto policiaco lanzo una bandera roja. Ni una sola vez, en todo el tiempo que pasó construyendo el caso contra Castiel, sospechó siquiera que el autentico asesino era el leal hermano quien no podía responder por lo que hubiera hecho Cas pero estaba seguro de que ahí había habido algún error.
—Fui ingenuo, entonces —dijo Castiel en voz baja—. No contraté un abogado caro ni intenté lanzar sospechas sobre nadie más. Estaba seguro, de que ya que era inocente, no sería condenado. Pensaba que la verdad saldría a la luz.
—Yo también —grazna Dean—. Yo también pensaba eso.
Castiel gira su cabeza para mirarle.
—Sé que seguramente no me crees, pero pensé que estaba haciendo lo correcto —insiste con la voz ronca—. Estabas tan tranquilo, y pensé que si fueras inocente tú… No sé, habría alguna evidencia. Algo lo diría. Cuando te arresté esa noche y cerré las esposas alrededor de tus muñecas tenía esta sensación en lo más profundo de mi estomago, esta sensación de que había… había…
—…ganado —acaba Castiel por él.
Dean no puede mirarle a los ojos.
—Era un puzle para ti. Un juego. No lo digo de forma irrespetuosa.
Una risa sarcástica ahogó a Dean. —¿De qué otra forma podrías decirlo?
—Era un juego con riesgos increíblemente altos, y creo que tú entendiste los riesgos íntimamente —los ojos de Castiel eran profundos, igual que su expresión—. Sé que no te tomaste tus responsabilidades a la ligera. Pero cuando resuelves el puzle no sigues buscando otras soluciones. Ganaste el juego… y tu trabajo estaba hecho.
Algo al fondo del pecho de Dean se hunde con la verdad de sus palabras. Se frota la esquina de su mandíbula.
—Lo digo en serio —continúa Castiel—. Tu trabajo acabó ahí.
Dean levanta sus ojos hacia él.
—Después de eso, fui juzgado y condenado por otra gente —dice Castiel—. Y aun así pareces pensar que cargas con todas las responsabilidades.
—Porque lo hago —argumenta Dean—. Porque todo dependía de mí.
Castiel ladea la cabeza. —¿Así que tú, de todas las partes implicadas, tuviste la mayor influencia en mi destino?
Suena tan concluyente oírlo en alto.
Dean aprieta la boca con fuerza y asiente. —Esa es más o menos la magnitud de ello.
La quietud del lago es inquietante. Parece permanecer en el aire, aferrándose a la piel.
—Esa es la magnitud de ello —murmura Dean, el repugnante sabor metálico de la culpa en su paladar—. Pasaste seis años en prisión por mi culpa y nada que pueda decir va a compensártelo —gira su cabeza y mira a Cas directamente a los ojos—. Lo siento, Castiel —dice, sincera y sordamente—. Suena tan jodidamente hueco, pero, lo siento.
Y Castiel se acerca a través del banco
y pone su mano izquierda sobre la derecha de Dean.
Dean mira la mano presionada contra la suya, los largos y pálidos dedos.
—Dean Winchester —dice Castiel—. Te perdono.
El aliento de Dean se detiene en su garganta.
—Sé que no soy el único del que buscas perdón, pero por si sirve de algo… —Castiel aprieta su mano—. Tienes el mío.
—Yo… Yo… No lo entiendo —tartamudea Dean, una caliente humedad apareciendo en sus ojos, volviendo su voz áspera.
—No quiero perdonarte, Dean —los ojos de Castiel taladrándole—. Pero necesito hacerlo. Me niego a cargar el peso del odio por el resto de mi vida. Esto es algo que estoy haciendo por mí mismo, así puedo encontrar paz. Te perdono, y te deseo suerte en futuros porvenires.
—Jesus —exhala Dean. Aparta su mano—. Dios santo —se pone en pie.
Los ojos de Castiel siguen su mano y viajan hasta el rostro de Dean.
Dean da un par de zancadas alejándose bruscamente. —Joder —para una yarda más allá y se aprieta los ojos y traga con un profundo suspiro—. Hostia puta.
Son un cuadro en la orilla del Lago Madeleine, dos personajes congelados en un lienzo: uno sentado en un banco, tranquilo e implacable, el otro girado, agitado y mordaz.
—¿Qué pasa contigo? —ladra Dean, girando hacia Castiel—. ¿Cómo demonios estás tan jodidamente zen? ¿Has tomado alguna droga?
Una leve sombra pasa tras los ojos de Castiel. —He estado encerrado en solitario durante seis años y medio —dice—. Por mi propia protección. He tenido mucho tiempo para la autosuperación.
—¡Joder! —Dean jura de nuevo.
—De algún modo pensé que estarías más complacido —comenta Castiel secamente.
—¿Complacido? —pregunta Dean incrédulamente—. ¿Complacido? Estaría complacido si me demandaras. Estaría complacido si me insultaras. Es lo mínimo que merezco. ¡Dios, por qué no por lo menos me pegas un buen golpe! —abre sus brazos de par en par—. ¡Te debo todo eso! ¡Solamente golpéame en la cara! Ni siquiera te lo devolveré.
—Así no es como he elegido pasar mi tiempo —Castiel vuelve sus ojos hacia el lago—. Ahora que soy un hombre libre entiendo cuan preciado es el tiempo. No lo malgastaré en la violencia.
—¿Entonces qué quieres? —pregunta Dean—. ¿Qué necesitas? Vamos, dilo. Ropa nueva, dinero, bebida, mujeres, cartas de recomendación del alcalde. Dime lo que quieres y te lo conseguiré.
—No necesito dinero —le informa Castiel—. El estado me dio una indemnización considerable.
—Tiene que haber algo —dice Dean.
La mirada de Castiel se agudiza sobre la cabaña a través del lago. —Bueno. Tengo una idea.
—¿Qué es? —pregunta Dean ansiosamente—. El pegarme sigue sobre la mesa.
—Primero —dice Castiel, una pequeña sonrisa doblándose sobre su boca—, quiero quemar la casa del lago.
…
—¿Quieres qué?
—Mira, Barry, por lo menos siete niños fueron asesinados en esa casa —razona Dean por teléfono—. Probablemente más. Absolutamente nadie va a vivir ahí. Y cualquier constructora que quiera la propiedad va a tener que demolerla de todos modos…
—Pero Jesus, Dean, hay caminos adecuados y…
—Va a arder hoy, Barry —le corta Dean, derramando gasolina con una mano y sosteniendo su móvil con la otra—. Solamente te estoy dando un aviso para que los vecinos no sufran daños colaterales. Tú eres el jefe de bomberos, averigua como mitigar mejor la situación.
—¡Y tú eres el sheriff!
—Ex-sheriff —le corrige Dean—. Y no es como si pudieran despedirme.
—Espera un maldito minuto. Olvídate de incendiar, ¿te das cuenta de que estás confesando el provocar un incendio, ahora mismo, por teléfono?
—Sí —replica Dean—. ¿Y qué jodido jurado nos va a condenar?
Barry suelta un quejido a través del teléfono.
—No te estoy pidiendo favores, Barry —dice Dean—. Solo te estoy diciendo que mandes a tus chicos aquí en unos diez minutos. Y solo te estoy diciendo que es por tu propio interés dejarlo arder todo hasta convertirse en cenizas y marcharte, porque absolutamente nadie va a entristecerse porque un par de paletos hayan quemado la casa de los asesinatos de los Goodwin.
Luego cuelga y guarda el móvil en el bolsillo, y continua echando gasolina.
Él y Castiel se encuentran en la parte delantera, habiendo vaciado cerca de una docena de galones de acelerador en el exterior de la casa.
Castiel saca el encendedor Zippo y enciende un paño metido en una botella llena de de ello.
—Así que —comenta Dean—, quizá seamos arrestados en unas horas. Es difícil decirlo llegados a este punto.
Caminan retrocediendo unos cuantos metros, y Castiel arroja la botella en llamas a la puerta delantera.
Con un increíble zumbido y un sorprendente golpe abrasador de calor, el fuego sube por la casa. El crepúsculo está empezando a mostrarse sobre las colinas, y la casa en llamas brilla intensamente viva en el temprano anochecer.
—Entonces, supongo que… —Castiel saca sus manos de la chaqueta—. Deberíamos empezar rápidamente con el siguiente ítem en mi lista.
—¿Tienes una lista? —pregunta Dean, impresionado.
Castiel asiente.
—¿Y cuál es el ítem número dos?
Castiel sonríe. —Sexo.
…
—Eso ha sido raro —se queja Dean, entornando sus resacosos ojos por la luz de la mañana.
Castiel gime en respuesta desde el baño.
—Tendríamos que haber cogido habitaciones separadas —añade Dean—. No recuerdo por qué solo cogimos una…
Sonidos de vomito emanan desde el baño.
Dean bizquea hacía las sábanas arrugadas, la ropa dispersa por el suelo. —¿Hemos hecho un cuarteto? Jesus, dime que no hemos hecho un cuarteto…
En el lavabo se oye tirar de la cadena.
Dean lanza las mantas y se agacha hacia el suelo hurgando entre sus ropas. —Mierda, mierda, mierda. ¡Una puta me robó la cartera! ¡Una de las putas me robó la cartera! Apuesto a que fue la jodida Candide, que tipo de maldita puta se llama Ca… oh espera, no importa. La he encontrado.
Castiel trastabilla fuera del baño, desnudo. —Candy —murmura—. Su nombre era Candy. Candide es una novela de Voltaire…
Dean parpadea. —Oh. Eso tiene muchísimo más sentido —se frota los ojos y se da cuenta de que él también está desnudo—. ¿Cómo se llamaba la tuya?
—Shakira —contesta Castiel—. Pero tú seguías llamándola Fergie.
La cabeza de Dean palpita con vehemencia y su boca está seca como el algodón. —¿Has pasado una buena noche?
—No —dice Castiel en voz baja, sentándose en la cama—. No realmente.
Mierda.
Dean se levanta de donde está hurgando y se sienta junto a Castiel. —Mira, saltamos a esto demasiado rápido —dice—. Las prostitutas fueron… probablemente demasiado.
Castiel asiente. Su cara es una puerta cerrada.
—Quieres, eh… —Dean se aclara la garganta—. ¿Quieres hablar de algo?
—La echo de menos —murmura Castiel—. Echo de menos a Daphne.
Dean no está seguro de que decir.
—Ella intentó… ponerse en contacto, cuando salieron las noticias —Castiel baja la mirada hacia sus desnudos pies—. Y hablamos durante un buen rato, y siento que fue una experiencia reparadora. Pero ella… ella les creyó, lo que dijeron de mí, cuando fui condenado, y… eso no es algo de lo que puedas deshacerte.
Dean asiente despacio.
Las prostitutas fueron realmente una jodida mala idea.
Aunque extrañamente ahora sentía una rara sensación de conexión con el hombre sentado junto a él, otros sentimientos aparte de culpa y vergüenza. En su lamentable estado, son de alguna forma parecidos, de alguna forma unidos juntos en este mundo. Un raro vínculo de desnudez y aliento matutino y dolores de cabeza y ropas apestando a gasolina se había forjado entre ellos.
—Déjame conseguirte un café —dice Dean, palmeando su rodilla—. Iremos a Denny's.
—Me gustaría ducharme primero —dice Castiel.
—Bueno. Eso no hace falta decirlo. Hueles como Fergie.
