Aquí vuelvo con otro fic UA que me encantan, prácticamente todos mis fics son UA menos el primero. Bueno aclarando esto es un ZoRo y está basado en mi libro favorito para que lo sepáis, pero solo la ligera idea de los primeros capítulos, lo demás es todo mío. Aquí en este fic Zoro, Robin y los protagonistas tienen como 11 años. Es un poco difícil escribirlo ya que es en primera persona, pero lo intentaré seguir haciendo así.

Bueno, ya sabéis: One Piece no me pertenece, es de un tal Eiichiro Oda; un genio, el tío.

Espero que os guste mi inusual fic:

MISTERIO DE UNA VIDA ENTERA

CAPÍTULO 1. EL PRINCIPIO DE LAS MENTIRAS

Una noche, cuando tenía once años, desde la cama, oí llorar a mi madre. Yo llevaba varios días enfermo, sin darle demasiada importancia. En aquel tiempo, todos los niños enfermábamos de vez en cuando, y a menudo lo tomábamos como unas pequeñas vacaciones.

Aquella noche alcancé a oír alguna palabra suelta de las que pronunciaba mi madre en la cocina, y la respuesta de mi padre dándole la razón, y así supe que lo que tenía podía ser grave.

Era un dolor en el pecho, una tos persistente, una desgana que me hacía rechazar cualquier tipo de comida. Me había quedado muy delgado y sin fuerzas.

Por la mañana, mi madre me llevó al médico, a la consulta privada a la que solo recurríamos en casos extremos.

En la calle, los transeúntes caminaban pegados a las fachadas de las casas, encorvados para protegerse del aire. En las aceras había charcos de hielo. Aquel invierno hacía tanto frío que el agua se congelaba en la maceta del balcón; y también la ropa, conforme la tendía mi madre los días de colada.

La antesala del médico era oscura y silenciosa salvo por el tictac de un reloj de pared. Mientras esperábamos, solo nos atrevíamos a hablar en susurros, como en la iglesia. Mi madre me miraba con preocupación y, sin darse cuenta, dejaba escapar un suspiro.

La consulta olía a desinfectante; era un olor que se me clavaba en la garganta. El médico tenía manchas marrones en el dorso de las manos. Mientras se inclinaba sobre mí, las mejillas le colgaban, blandas, como una figura de cera que se estuviera derritiendo. Me hizo desnudar de cintura para arriba y me puso en el pecho un instrumento que estaba frío.

-Tose. Respira hondo -ordenó el doctor Chopper.

Él escuchaba los sonidos del interior de mi pecho con el otro extremo del aquel instrumento en los oídos. Yo mismo podía oír algo, una especie de ronquidos.

-No respires ahora.

Yo aguantaba la respiración sin pensar en nada. Miraba la camilla, la mesa de despacho, los libros encuadernados en piel.

-Esta bien, vístete.

Me puse la camiseta de manga larga, la camisa, el jersey de lana, el abrigo. Mi madre me había obligado a ponerme también una bufanda, que me picaba en el cuello.

No presté atención a lo que el médico le decía a mi madre. Fue después, ya en la calle, cuando le pregunté.

-Ha recetado reposo absoluto.

-¿Entonces no voy a volver al colegio por ahora?

-No.

-¿Me ha mandado inyecciones?

-Sí, hijo.

-¿Muchas? ¿De las que duelen?

Durante los días siguientes, yo comprobaría que sí, muchas inyecciones y de las que dolían. Mala suerte.

El practicante pasaba a diario por mi casa. Elegía una aguja de su estuche, la desinfectaba en alcohol, que ardía con una llama azul, y me pinchaba sin miramientos. Yo sospechaba que aquel hombre sin sonrisa odiaba a los niños. Pero mis padres no quisieron llamar a otro practicante porque confiaban en aquel.

Por entonces, a los niños se nos otorgaba alguna muestra cariño y de vez en cuando una bofetada, pero nadie se molestaba en escucharnos. Los adultos suponían que un niño mentía siempre. Naturalmente, la consecuencia era que mentíamos mucho.

Aquellos días, solo me levantaba de la cama para sentarme a la mesa, sin ganas. Por orden del médico, en mi plato había siempre enormes filetes, rojos y medio crudos.

Me dijeron que era ternera, pero yo sabía la verdad por el papel de la carnicería: era carne de caballo. Se suponía que la carne de caballo iba bien para mi enfermedad.

Yo masticaba formando en mi boca una pelota que parecía crecer. Después, me volvía a la cama, de donde ya no me movía ni siguiera para cenar.

No disponía de ninguno de los recursos de un niño de hoy para entretenerme. Sólo tenía mis tebeos. Los leía una y otra vez. El resto del tiempo, simplemente, imaginaba cosas.

La casa, grande y antigua, con rincones a los que nunca llegaba el sol, era un buen escenario para mis fantasías. Los héroes de mis de mis tebeos vivían en el oscuro comedor, en el pasillo y en mi propia habitación en cuanto apagaba la luz.

Pasados unos días me llevaron de nuevo al médico. Yo ya sabía que la visita a la consulta del doctor Chopper comenzaría en la báscula para comprobar si había engordado. Y estaba seguro de que la consecuencia serían más inyecciones.

Por el camino, sin que mi madre se diese cuenta, fui llenándome los bolsillos de piedras. Al final me vio, comprendió y me hizo tirarlas todas.

El resultado de aquella nueva visita fue que a partir de entonces el practicante pasó por mi casa dos veces al día. Al cabo de unos días, no me quedaba ni un centímetro de culo que no me doliese.

La cena, que tomaba en mi habitación, no me la podía terminar nunca. Escondía los restos en el armario, hasta que empezó a apestar y mi madre lo descubrió.

Fue entonces cuando mi padre tuvo una conversación conmigo para explicarme la gravedad de mi dolencia. En aquella época era una enfermedad que las familias guardaban en secreto. Como un esqueleto en el armario.

Mis padres estaban convencidos de que me salvaría si comía lo suficiente, y tuve que seguir mascando carne roja casi cruda día tras día. Lo peor no era eso, ni el dolor en el culo. Lo peor era el aburrimiento.

Los adultos olvidan casi todo lo que se refiere a su niñez, olvidan de qué forma el aburrimiento hace sufrir a un niño. Yo no lo he olvidado.

Se aproximaba la primavera. Los chicos jugaban bajo mi balcón, de vuelta del colegio. Yo los oía y, a veces, me levantaba a escondidas para mirarlos, oculto tras las cortinas.

No podían visitarme, por miedo al contagio. Me había quedado sin amigos. Me sentía prisionero en mi propia habitación-

Necesitaba un milagro; y de pronto, ocurrió.

Buaah! Por fin he terminado este capítulo tan misterioso y difícil de escribir. Espero que os haya gustado, ya sé que no a habido mucha interacción de Zoro con Chopper, pero él es el médico y por lo tanto Zoro lo odia.

Quiero aclarar que subiré capítulos cada semana, así que estad atentos ^_^ Sin más, espero les haya gustado este pequeño escrito, ya saben, los reviews son gratis, siempre bienvenidos, pero sobre todo, me alegran mucho el día.

Nos leemos ^^

Fatima-swan