Hola chicas, vengo con una nueva adaptación.

Esta historia le pertenece a Joan Hohl, la historia original lleva el mismo nombre. Los personajes son de Stephenie Meyer.


Aguas profundas

Joan Hohl

Argumento:

Él era un hombre brillante tanto en la sala de reuniones como en el dormitorio, pero se encontró de repente con una hija y no sabía qué hacer.


Capítulo Uno

—Me voy a pescar…

— ¿Qué has dicho?

Edward Cullen tuvo que hacer un esfuerzo para no reír al ver la expresión de incredulidad de su ayudante.

—Que me voy a pescar —repitió.

—Eso pensé que habías dicho. Pero creí que te había oído mal.

Edward rió, incapaz de contenerse por más tiempo.

—No me has oído mal, Seth, ni me has malinterpretado. He dicho que me voy a pescar y eso es, exactamente, lo que pienso hacer.

—Ni siquiera sabía que te gustara pescar —de claró, mirando a su jefe con asombro.

Edward podía comprender la confusión del hombre. No había pescado en mucho tiempo, y por si fuera poco no se había tomado unas vacaciones durante catorce años, exceptuado algún fin de semana. Seth llevaba a su lado más de siete años, lo que explicaba su sorpresa.

—Hace mucho que no lo hago —admitió—, pero me gusta. Sobre todo, la pesca en alta mar.

—Ya —murmuró—. ¿Y te marchas a climas más cálidos?

—No —sonrió.

Estaban a principios de junio, pero el tiempo era bastante fresco; en ningún caso, la situación ideal para marcharse a pescar en las frías aguas del océa no Atlántico.

—No lo entiendo. ¿Por qué...?

—Porque hay cierto lugar del este, en el sur de Jersey, que me gustaría visitar. Un sitio que en el que no he estado en mucho tiempo.

—Comprendo —frunció el ceño—. O eso creo.

Edward sonrió. Seth seguramente se estaba pre guntando por qué no retrasaba el viaje hasta la se mana siguiente. Los meteorólogos habían dicho que subirían las temperaturas. Salir a pescar en ple na ola de frío no resultaba comprensible para mu chas personas.

Excepto para Edward, que no tenía intención algu na de tumbarse en una playa, al sol. En cualquier caso, su brusquedad dejó bien claro que no deseaba seguir con el tema:

Tengo buenas razones. Y puesto que voy a marcharme a finales de semana —añadió, en tono profesional— será mejor que arreglemos algunas cosas.

El sábado por la mañana, cuando había dejado atrás lo peor del tráfico de Filadelfia y se encontraba cruzando el puente de Benjamín Franklin, Edward se tranquilizó un poco a pesar de los motivos que lo habían empujado a tomarse sus primeras vaca ciones en catorce años, lejos de casa y del trabajo.

Estaba muy cansado. Profundamente cansado. Había decidido marcharse, entre otras cosas, por que tenía miedo de estar desperdiciando su vida.

No estaba acostumbrado a sentir miedo, ni a aceptarlo como parte integrante de su vida. Siem pre había vivido con el convencimiento de que cualquier persona inteligente podía enfrentarse a sus miedos y vencerlos, cuando lo asaltaban. Así que, a pesar de que tenía mucho trabajo, había de cidido ser fiel a su filosofía y viajar a la costa para vencer su miedo y algo más viejo y profundo que no conseguía olvidar.

Una sonrisa irónica cruzó sus labios cuando pensó que la elección del lugar nada tenía que ver con la pesca.

Le gustaba pescar, o al menos estaba acostum brado a hacerlo, y desde luego tenía intención de practicar el deporte, con o sin frío. Pero su objetivo principal era distinto. Pretendía regresar al pasado, a un periodo particular de su existencia, con la esperanza de exorcizar ciertos fantasmas que lo per seguían. Había decidido que ya era hora de regre sar a Cape May, en Nueva Jersey.

Había visitado Cape May muchas veces, en su época de estudiante en el instituto y en la universi dad. Y una de sus múltiples visitas había cambiado su vida.

Edward apretó los labios. En realidad, su último viaje no se había debido a un deseo personal, sino a otras circunstancias. A regañadientes, se había visto obligado a regresar por petición de su mejor amigo, Jasper Whitlock.

En aquella época, Edward empezaba a cosechar sus primeros éxitos profesionales. No tenía tiem po para tomarse unas vacaciones y no quería per der lo conseguido por culpa de un viaje. Pero no podía negarse a la petición de su amigo. Jasper iba a casarse y quería que fuera el padrino de su boda.

Habían sido amigos durante mucho tiempo. Ha bían crecido juntos, jugado juntos, asistido a la misma facultad y hasta salido con las mismas chi cas. Por si fuera poco, sus padres eran buenos ami gos. Sus familias pasaban muchas navidades en Filadelfia, en la espaciosa casa de los padres de Edward, y más de un verano en la mansión victoriana de los Whitlock en Cape May. Edward guardaba recuerdos muy hermosos de aquellos días. Y obviamente, aceptó la petición de Jasper. No sólo por su amistad, sino por la perspectiva de pasar una semana en la casa de los Whitlock.

Al final estuvo dos semanas de vacaciones. Pero la segunda no la pasó en Cape May. La segunda formaba parte del pasado que había intentado olvi dar.

Al ver el letrero que indicaba la desviación se dijo que ya faltaba poco para llegar. Los músculos de su estómago se tensaron. La carretera que aca baba de tomar terminaba en Cape May, a unos cuantos kilómetros de la casa de verano de su ami go-

Conforme se acercaba, dejando atrás las desvia ciones de Ventnor, Márgate, Ocean City y The Wildwoods, los recuerdos empezaron a asaltarlo con más virulencia. Las imágenes de los buenos tiempos con sus amigos se mezclaban con las imá genes de su última visita.

Sus dedos se cerraron con tanta fuerza sobre el volante que tenía los nudillos tan blancos como la nieve. Una ligera capa de sudor se había formado en su frente y sus ojos se entrecerraron aún más cuando miró la señal que indicaba la última desvia ción. De repente sintió la necesidad de darse la vuelta, de regresar y olvidar.

Pero no podía olvidar. Lo había intentado con todas sus fuerzas; había intentado borrar aquel capítulo de su vida. Pero resultaba imposible eli minar el acontecimiento más importante, desde un punto de vista emocional, de toda su existen cia.

Con las manos húmedas y la boca seca, Edward miró las casas que flanqueaban la calle. Su mirada se detuvo en una propiedad con una valla de hierro forjado. En cuanto vio la casa, el nombre que lo perseguía apareció en su mente.

Isabella Swan.

En aquel instante pudo oír el sonido de su dulce risa. Pudo ver el brillo de sus ojos cafés. Pudo as pirar el aroma de su perfume y de su cuerpo. Pudo sentir el sabor de sus sensuales labios.

Por desgracia, catorce años atrás no era aún una mujer. Sólo era una niña inmadura, encerrada en un cuerpo adulto.

Apretó los dientes y aparcó el vehículo. Des pués, apagó el motor y permaneció en el interior del coche, respirando lentamente para tranquilizar se un poco mientras miraba la casa que había esta do a punto de significar su destrucción.

Sin pretenderlo, recordó el día en que la había conocido, catorce años atrás.

Edward había llegado a la mansión victoriana bastante disgustado y algo irritado. No sólo había dejado mucho trabajo por hacer, sino que iba a per derse varias reuniones de negocios muy im portantes, especialmente en la situación en la que se encontraba.

La boda de Jasper no podía haberse producido en un momento más inconveniente para él. Pero con siderando su apretada agenda, ningún momento ha bría sido conveniente.

A pesar de todo había aceptado ser su padrino y pasar toda una semana en Cape May. Lo que no significaba que pensara divertirse. Es más, estaba decidido a no hacerlo cuando llegó aquel sábado de junio por la mañana, siete días antes de la boda. Sin embargo, su determinación tuvo que enfrentarse a una dura prueba en la primera persona que encon tró.

Estaba sentada, con las piernas cruzadas, en una silla de la terraza, a la sombra del porche. Edward no pudo distinguir el color de sus ojos, pero sintió su intensa mirada mientras se acercaba a la casa.

—Tú debes ser Edward.

Edward se detuvo cuando estaba subiendo las es caleras. El suave sonido de su voz, y la convicción que denotaba, llamaron su atención.

—En efecto.

Casi se sorprendió por haber sido capaz de ha blar con tanta frialdad cuando su pulso se había acelerado sospechosamente. Y sólo por el sonido de una voz. Parecía algo ridículo, así que se tran quilizó un poco y se acercó a ella para mirarla con más atención.

—Me temo que juegas con ventaja. No sé quién eres tú —dijo, observándola.

Edward notó que tenía una hermosa cabellera de pelo castaño, con reflejos rojizos. Sus ojos cafés, de color claro, parecían chocolate. No podía com probar la longitud de sus piernas porque estaba sentada, pero eran tan hermosas como su figura. Le gustó tanto que quedó asombrado.

— ¿Asustado? —preguntó ella, arqueando las cejas de forma exquisita—. No puedo creer que tengas miedo de algo.

—Debo confesar que hay pocas cosas que me asusten, en efecto —declaró, con confianza—. Pero en este momento me siento en desventaja.

— ¿Y eso? —preguntó con ojos brillantes.

—-Porque obviamente sabes quién soy, pero yo no sé quién eres —insistió, apoyándose en una de las columnas del porche—. No tengo ni idea de cuál es tu nombre, ni de quién puedes ser.

La mujer esperó unos segundos y sonrió.

—Podría ser la dama de honor, y mejor amiga, de la novia. Me llamo Isabella Swan. Pero mis ami gos me llaman Bells, por Isabella.

—Ya veo. Pero prefiero llamarte Isabella, o me jor aún, Bella. Si no te importa, claro.

—No, no me importa en absoluto —se encogió de hombros—. Sé que tus amigos te llaman Eddie, y yo prefiero Edward.

— ¿Por qué?

Edward intentó convencerse de que sólo era simple curiosidad, pero se mentía. Por alguna razón extraña, que no alcanzaba a comprender, la respuesta le importaba bastante.

—Porque Edward encaja mejor con la ima gen que dan de ti tus amigos. Y ahora que te co nozco, sigo opinando lo mismo.

Edward tomó la respuesta por un cumplido, aun que no estuviera seguro de que fuera la intención de la mujer.

— ¿Mis amigos hablan de mí?

—Desde luego —contestó sin dudar—. Parece que te quieren mucho.

—Ya —dijo en tono de escepticismo—. Pero tú no me aprecias tanto...

—Por supuesto que sí —abrió los ojos de golpe, fingiendo admiración—. Yo diría que estoy asom brada, y muy positivamente.

Edward parpadeó al recordar la escena del pasado y regresó al presente. Por desgracia, Bella vivía en un mundo completamente inmaduro y ficticio en aquella época.

Intentó olvidar el asunto y se estremeció al ver el cartel que había en la valla de la propiedad de los Whitlock.

Se inclinó sobre la ventanilla para leerlo. Al pa recer, la mansión era, ahora, un hotel. De inmedia to se preguntó si los Whitlock habían decidido abrir un negocio, si seguían siendo los propietarios de la casa o si la habían vendido. Sólo entonces cayó en la cuenta de que llevaba años sin ponerse en con tacto con Jasper, ni con su familia. Decidido a in vestigar la situación, salió del coche.

Mientras se acercaba observó con más atención el letrero del hotel. Parecía desgastado, como si lle vara mucho tiempo allí. Frunció el ceño, abrió la puerta de la valla y se dirigió al porche. La casa daba la impresión de estar desierta. Pero subió las escaleras y llamó al timbre de todas formas.

Segundos más tarde, la puerta se abrió. Edward se encontró mirando el rostro de una niña de diez u once años de edad, con los ojos cafés.

— ¡Eh, mamá! —exclamó—. ¡Ven, corre! ¡Creo que tenemos un cliente!


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