I.-
Lo primero que le había llamado la atención de aquel chico habían sido sus ojos, gatunos y extraños, serios y tristes, distintos a los de cualquier niño de siete años. En el centro tenían un brillo dual, un par de lunas llenas en medio de un cielo verdeazulado que eran como el todo, y al mismo tiempo la nada, el satélite terrestre y la imagen viva del vacío total, la desesperanza. Pensaba que era demasiado distinto, que no encajaba en el grupo y que por esa razón no tenía amigos con los que jugar, sin embargo le gustaba hacerse la idea de que al mezclar sus ojos oscuros como la noche, con los de él como la luna, podían volverse una noche hermosa que abarcaba todo a su paso.
Hiroto era la luz, y él la noche esperando la aparición de ese aclarar débil, pero sensual y elegante al mismo tiempo. Ambos eran el universo, las estrellas y los planetas, todo lo existente en dos pares de ojos, de manera implícita. Hiroto no lo sabía, ni nadie más, era su secreto, el mejor de todos, porque lo había descubierto por si mismo una noche de espionaje improvisado sobre un árbol, cuando el chico lunar había escapado del orfanato.
Aquella noche lo había observado desde la altura, sin emitir sonido alguno, esperando que su llanto cesara. Conocía el motivo de sus lágrimas, luego de pasar varios días juntos en un salón lleno de niños, donde nadie le dirigía la palabra, era evidente que el desprecio iba a volverse el detonante para hacer estallar su corazón en agonía.
Desde la altura había visto sus lágrimas brillar como estrellas fugaces rodando por sus mejillas, solitarias e inmaculadas, imposibles de alcanzar. Él no se sentía capaz de estirar la mano y atrapar dichas estrellas, por eso simplemente había cumplido con el rol de espectador, aun cuando su estómago se revolvía de impotencia. Aquella noche, su rostro se había encendido por sí solo, no por vergüenza ni por miedo, algo que jamás había experimentado nacía de su interior, tras contemplar el reflejo de la luna llena en esos ojos verdes hinchados de tanto llorar. Esa noche descubrió que sus vidas se encontrarían, sin importar cuantos obstáculos se interpusieran entre ellos, que ni siquiera se hablaran o vieran, que Hiroto fuera el consentido de papá y él un simple niño que gustaba del fútbol, nada valía contra el destino, después de todo, juntos eran el universo.
La vida en el orfanato era alegre, pese a la indiscutible condición de abandono de cada uno de los niños. Midorikawa Ryuuji siempre había mantenido los ánimos altos a la espera de algún día salir y brillar, de obtener todo el poder que la suerte le había arrebatado por ser huérfano. Era un chico risueño, alegre, que disfrutaba el tiempo con sus compañeros, podía compartir con cada uno de ellos de forma indiscriminada, nadie se negaba a verlo sonreír y parlotear de la forma graciosa en que lo hacía. El único que representaba una barrera en su extenso mundo social era Hiroto Kiyama, un niño solitario, que tras su sonrisa cándida y ausente escondía el rencor acumulado por los años de soledad. Nadie en el orfanato lo quería, era el favorito del padre adoptivo que tenían en común, un noble hombre que había dispuesto su fortuna al servicio de los niños, para cuidarlos y darles el cariño que nunca recibirían de sus progenitores. Sus visitas lograban hacer que todos iluminaran sus ojos con esperanza, incluso el pequeño Hiroto, quien aprovechaba dichas oportunidades para absorber toda la atención que se le negaría hasta el próximo domingo, durante la hora de ver a papá, como decían todos los niños. Midorikawa no había dejado de notar ese detalle luego de haberlo visto llorar esa noche de luna llena. Creía que no le importaba la soledad, que ese era su mundo y que estaba bien, por ende procuraba no cruzar demasiadas palabras con él, para así no interrumpir su estilo de vida, pero el tiempo y la insistencia le enseñaron que sus suposiciones eran erradas, que los ojos que cobraban vida con cada visita de papá estaban pidiendo a gritos la aceptación del resto. Del resto, especialmente de dos chicos, el otro par preferido de papá, algo así como sus hermanos más cercanos por obligación.
A Midorikawa no le importaba la atención de nadie en particular, le bastaba con charlar un rato y reír, jugar una partida de fútbol y comer los dulces que papá les obsequiaba a todos por igual. Sentía que la atención de sus hermanos era equitativa, que no habían favoritos entre todos, por lo tanto no había necesidad de competir por ser el mejor o el más inteligente. En cambio Hiroto Kiyama pensaba lo contrario, que su título de favorito lo había ganado con esfuerzo, que siempre debía ser perfecto ante los ojos de papá, porque sin él, absolutamente nadie iba a quererlo. Su misión en la vida era convertirse en el verdadero Hiroto, ese que papá había perdido en un accidente, aquel chico de la fotografía por el cual el hombre derramaba lágrimas silenciosas en su despacho cuando se enfrascaba en la soledad de cuatro paredes, para luego regresar junto a los niños con la sonrisa amable que lo caracterizaba. Hiroto, quien ni siquiera recordaba su verdadera procedencia, estaba empecinado en volverse el reemplazo del muchacho muerto años atrás, para obtener todo el amor de papá y convertirse en el ejemplo a seguir de sus hermanos cercanos, con quienes era obligado a entrenar fútbol con más ímpetu que con el resto de los compañeros.
"Ustedes son mis jugadores estrella" eran las palabras de papá, cinco palabras que tenían el peso suficiente para encender los corazones de los tres muchachos, para motivarlos a entrenar sus cuerpos hasta el cansancio todos los días.
Nadie entendía porqué papá tenía una fascinación tan grande con el fútbol, pero no lo cuestionaban, si era lo que a él le gustaba, debía ser lo correcto, y ellos estaban ahí dispuestos a dar lo mejor de sí para enorgullecerlo. Sólo Hiroto era consciente del porqué de esa locura.
Cierto día, papá había ido al orfanato como cualquier domingo, llevando una bolsa de caramelos para cada niño, sonriendo feliz ante sus muestras de afecto, compartiendo la hora del almuerzo como de costumbre. Sin embargo, el ambiente no era el mismo, en el aire Midorikawa pudo sentir que algo había cambiado, la sonrisa de papá duraba menos de lo normal y los niños eran menos bulliciosos. Tal vez había pasado el tiempo y comenzaban a dejar su etapa de infancia, después de todo llevaban años viviendo en ese lugar, y luego de tanto siguiendo una rutina sus vidas pasaban sin que pudieran darse cuenta, aunque sus cuerpos cambiaban por fuera.
Durante el almuerzo, papá tuvo una expresión sombría, casi tanto como la del sujeto que lo acompañaba todo el tiempo, un hombre con aspecto de muerto cuyos ojos dejaban de manifiesto la avaricia. Los niños no sabían mucho de él, pero preferían evitarlo.
Papá no habló en la mesa, ni tampoco sus hijos. Si papá estaba de mal humor, no era apropiado faltarle el respeto interrumpiendo el silencio que el hombre parecía apreciar. O al menos parecía hacerlo hasta que carraspeó en voz alta y dio un sorbo a su té, llamando la atención de todos los presentes.
Midorikawa saltó de inmediato en su banco, dejó los palillos sobre la mesa y esperó al igual que todos sus hermanos.
- Desde hoy, cambiaremos de hogar.
El hombre inició un discurso conciso acorde a su lentitud al hablar, el cual puso en alerta a todos los chicos presentes como por efecto en cadena. Siempre habían vivido allí, en esa casa, nadie jamás había pensado en mudarse hasta cumplir la mayoría de edad, cuando tuvieran sus vidas hechas, sin embargo no sabían que su padre, a quien tanto estimaban, tenía planeado el destino de todos ellos desde un principio.
Un cambio de vida, había dicho el hombre, una variante en la rutina, que comenzaría a impartirse a partir del día siguiente. Les ordenó empacar sus pertenencias, dejar lo innecesario y llevar sus buzos y zapatillas de deporte. A las ocho de la noche se reunirían en el comedor nuevamente, con bolso en mano.
La noticia causó un gran revuelo en los niños, quienes sin comprender lo que sucedía hicieron caso a las órdenes de su padre. Charlaron entre ellos en los cuartos mientras empacaban, planteando posibles teorías acerca del nuevo hogar al que papá se refería. Era una total conmoción, un cambio radical en sus vidas monótonas.
- Seguro que vamos a tener mejores habitaciones que estas - comentó Nagumo cruzándose los brazos por la nuca, observando con una ceja alzada como sus compañeros de habitación hacían sus maletas. - Quiero un cuarto solo.
- Yo estoy acostumbrado acá - habló el peliblanco Suzuno, con el mismo tono ausente de siempre, recibiendo un chasqueo de lengua de parte de su compañero como respuesta.
- Pero este sitio es tan chico, ¡no podemos haber tres personas en este cuarto! - objetó dirigiéndole un vistazo a Hiroto, con la intención de hacerle notar que era él quien estaba de sobra.
- Veamos qué es lo que quiere papá para nosotros, él sabe lo que nos conviene - habló Hiroto en tono neutral, cerrando su maleta. La alzó de un tirante y se la arrimó a la espalda, con las piernas temblando por el peso.
- ¡Deja de darle la razón en todo! Ni siquiera está acá y lo defiendes - se rió Nagumo frunciendo el ceño ante la actitud pasiva de su compañero pelirrojo. Suzuno lo miró un segundo, y no intervino.
- Es lo que me parece correcto - musitó Hiroto, encaminándose a la salida. Vio el reloj de mano que llevaba, y dejó la habitación, optando por no prolongar la charla de manera que terminara en un pleito.
- Tsk ese marica me pone enfermo - Nagumo gruñó volviendo a cruzar sus brazos por su nuca, para descansar contra la pared mientras su amigo ordenaba sus últimas prendas.
Midorikawa cepillaba su cabello frente al espejo antes de dejar el cuarto, haciéndose el mismo tipo de preguntas que el resto de sus compañeros. A sus oídos llegaron comentarios de todo tipo, algunos lo suficientemente graciosos como para obligarlo a asomarse al cuarto y dar una opinión que encendiera los ánimos de bromear.
- Quizás estén conspirando contra nosotros, o nos reclutarán al ejército y acabaremos nuestras vidas en una sanguinaria guerra mundiaaaal - comentó Midorikawa moviendo los dedos de arriba a abajo, reproduciendo el movimiento que hacían los vampiros de las películas de terror baratas para asustar a sus compañeros, sin lograrlo.
- ¡Cállate! - chilló Touchi arrojándole un almohadón.
- ¡Ni modo! - habló Honba, levantándose de hombros. - Tendremos que averiguarlo nosotros mismos.
El chico de cabello verde se rió al esquivar el almohadón, y se despidió de sus compañeros rápidamente. Abandonó el cuarto y caminó al comedor, sintiendo su estómago contraerse de nerviosismo. Un nuevo hogar, un nuevo comienzo, ¿podría empezar de cero y cruzar la barrera auto impuesta por el único chico con el que no había logrado cruzar más de dos palabras? O tal vez iban a separarlos irremediablemente, quizás ya habían encontrado padres definitivos y... Tendría una verdadera familia.
Se llevó una sorpresa cuando vio que nada más Hiroto y un par de chicos estaban listos con sus maletas. El comedor estaba casi desolado, y no había rastro de papá. Ya faltaba poco para que fueran las ocho en punto, pero más que emocionados, todos los presentes (tres o cuatro) lucían expresiones de intranquilidad, como si algo grande estuviese próximo a suceder. Midorikawa dejó su maleta en el piso y esperó, paseando la vista por alrededor, aunque aquella simple acción le costaba más de lo imaginado. La presencia del chico lunar allí ejercía sobre él una atracción incontrolable, apenas si podía mantener los ojos alejados de él, éstos se escapaban de su control y regresaban al punto inicial, causándole un terrible bochorno. En más de una ocasión sus miradas se encontraron, era imposible que Hiroto no se hubiese percatado de que unos ojos se posaban sobre él a cada segundo, y Midorikawa no había conseguido ocultar el sonrojo que se pintaba en sus mejillas al verse descubierto espiando.
Un minuto antes de las ocho, el señor Kira, padre de los niños, hizo aparición en el comedor, con su caminar pausado y mirada vacía, complementada con esa sonrisa casual que volvía su rostro fiable. Junto a él, varios de los niños se hicieron presentes, se reunieron entorno a la habitación y esperaron a que el hombre hablara. Jamás alguien abría la boca antes que papá.
- La van los espera afuera, queridos, por favor vayan dentro con sus pertenencias y mantengan el orden. No quiero discusiones en el camino.
Esas fueron sus palabras, poco explicativas por cierto. Tanto Midorikawa como el resto de los presentes quedaron impávidos durante el tiempo que les tomaba asimilar lo escuchado. El niño de cabello verde y ojos oscuros desvió de inmediato la vista hacia Hiroto, como si a través de él pudiese leer los planes de papá, después de todo, era el favorito, a quien siempre se le veía mas feliz en compañía del hombre.
- ¿¡No vas a decirnos a dónde vamos! - la aparición de Nagumo en el comedor no pasó desapercibida, su poco sutil intervención instó a todos los niños a girar en dirección a él, reprochándole su comportamiento irrespetuoso frente al superior.
Midorikawa suspiró al observar la escena, donde más allá Suzuno sujetaba la cintura del pelirrojo, surrándole que mantuviera la calma ante papá, pero el chico era terco como una mula, y no dejó de manifestar su molestia ante todas las miradas que lo juzgaban.
- No le hables en ese tono, Haruya.
Ryuuji abrió los ojos de par en par, atónito al ver como el favorito de papá salía a defenderlo, a lo que Nagumo respondió con un respingo, ignorando sus palabras. El chico peliverde miró en silencio, sintiendo que dentro de poco iba a arder Troya, varias veces antes había presenciado pleitos entre aquel par de muchachos, los cuales por fortuna no habían llegado a golpes. Tragó al recordar la noche de luna llena, cuando vio en el rostro de Hiroto la figura de un joven débil ante la soledad, distinto del que estaba en la sala, hablando airoso. Sintió que no iba a soportar verlo llorar otra vez, si estaba allí aparentando tanta fuerza, tan digno y admirable, ¿o aquello era una máscara para hacerse un lugar en el mundo? Quizás el lugar que quería arrebatarle al verdadero Hiroto Kiyama. Probablemente eso era lo único a lo que podía aspirar para ser aceptado, en vista de que el resto de sus compañeros lo ignoraban como si de sarna se tratase.
- He dicho que no quiero discusiones, niños - retomó la palabra el padre, tornando su mirada más seria ante los muchachos asustados. Hizo una pausa corta, tomó aire y habló - Ahora, vayan a la van, o se quedarán solos acá.
La amenaza surtió efecto de inmediato, de algún modo el termino "soledad" y sus derivados producía un escozor insoportable en todos los niños, quienes sin refutar obedecieron la orden y dejaron el comedor de reunión en un santiamén.
El trayecto entre el hogar y la calle era extenso en el infantil mundo de Midorikawa, cuya visión no llegaba más allá de la puerta de entrada desde que tenía memoria. Estaba oscuro, la noche se había ceñido pesada en el cielo, y bajo él sólo la estrella pelirroja titilaba lejana, arrastrando su bolso ruidosamente sobre el pavimento. De pronto el cielo se había nublado. Un nudo se formó en la garganta de Ryuuji, limitando su respiración.
En fila avanzó en silencio, sin ánimos de bromear. Sentía el hedor de la incertidumbre en el aire, sobre las cabezas de los chicos, quienes enmudecidos caminaban en dirección a la calle, sumidos en la oscuridad que la falta de estrellas entregaba a aquella noche de duda.
Más atrás pudo oír los reclamos incesantes de Nagumo, que sonaban lejanos dentro del panorama invernal. Miró de reojo y pilló el rostro de Suzuno. Volteó deprisa, y distinguió a unos metros la figura de un automóvil, tal como había dicho papá. Un par de niños comenzaron a subir con dificultad, ayudados por aquel extraño hombre en quien nadie confiaba.
Ése era el destino tal vez. Subirse a un automóvil con el tipo más extraño que había visto jamás, en dirección a un lugar del que no sabían absolutamente nada, acompañado por un grupo de pre-púberes cuyas vidas eran manipuladas con hilos por medio de la palabra "soledad". El destino podía ser cruel, pero en él, su vida y la de Hiroto se cruzarían, pensó el peliverde inhalando el aire frío de la noche. Era un hecho, nada iba a impedirlo, donde fueran, por el tiempo que le tomara, sus vidas iban a encontrarse, tal como la noche escribía con sus infinitas estrellas en el cielo, porque juntos eran el todo y más.
Midorikawa sonrió al pensar en ello, entró al automóvil, se sentó junto a una ventana, desde la cual podía observar la noche y la estrella pelirroja unos asientos más adelante.
