Capítulo I: Ella

En los tiempos que corrían, pocas mujeres podían presumir de tener una vida libre e independiente, hacer lo que deseaban, acostarse tarde y salir con amigas a alguna discoteca y divertirse sin chicos. Hermione Granger era una de esas mujeres.

Con veintitrés años a cuestas, cumplidos hace dos meses, tenía un buen trabajo, con un buen horario y mejor sueldo. Sin embargo, no había logrado sus propósitos a través de su cuerpo, el cual era perturbadoramente atractivo, sino que a través de su prodigiosa mente. Y para reforzar aquella idea, siempre usaba indumentaria sobria, cosa que no hubiera ni un ápice de duda que había logrado ser gerente de una enorme compañía que se dedicaba a la investigación de nuevos componentes para fines medicinales haciendo bien su trabajo en lugar de lograrlo acostándose con los miembros de la junta directiva. Era más, no sentía la necesidad de tener sexo con hombres. Aquello lo conseguía cuando a ella le apeteciera y no cuando algún chico se lo pidiera, unos de forma directa y otros con más ingenio. Le encantaba sentir que estaba en control de su vida y de todas las cosas que solían darse junto con ella.

Como gerente, tenía todas las libertades que una persona con poder dentro de una empresa gozaba. La única diferencia entre ella y otros gerentes, era que ella no le pedía a su secretario que la montara encima. Los líderes de la competencia a menudo contrataban secretarias atractivas sólo para desahogo sexual y no por su competencia laboral. Fuera de eso, ella podía ir a su trabajo cuando le diera la gana, comer en restaurantes caros, pasar días enteros en su casa leyendo libros o haciendo fiestas con sus amigas.

Hermione, a diferencia de otros gerentes, tenía verdaderas amigas y un verdadero mejor amigo. Era como paradójico que se viera tanto con chicas y que su mejor amigo fuera un hombre. Esa persona era especial para ella porque disponía de un talento que muy pocos hombres ostentaban en estos días: escuchar. Aquello le hacía mejor consejero que sus amigas. Aunque confiaba sus aventuras y sus cosas a ellas, sólo contaba las cosas más complicadas a su amigo.

Pero no lo respetaba por eso.

Él era especial para ella porque una vez, cuando ambos salieron juntos, en medio de la alegría y la pasión de la fiesta, ella quiso hacer el amor con él. No estaba desesperada, sino deseosa. Pero él no quiso acceder a aquello, argumentando que no deseaba hacerle daño y que destruirían la amistad que había entre ellos. Hermione comprendió los reparos de su amigo y jamás volvió a pedirle lo mismo otra vez. En lo que podía recordar, ningún hombre se había negado a una petición como la que le hizo ella a su amigo. El común de los hombres estaban extasiados por estar en la cama con alguien como ella, algo que a Hermione no le entusiasmaba en lo absoluto. A causa de eso, ese hombre se había ganado un lugar en su corazón. Faltaba otro por llenar, pero Hermione tenía plena confianza en que, tarde o temprano, alguien se iba a encargar de completarla.

Hermione detestaba usar maquillaje para lucir más bella. Decía que hacerlo era como echarle perfume de almizcle a un jazmín. Era partidaria de la belleza natural: usaba perfume y desodorante como todos, pero se rehusaba a emplear cosméticos. No se teñía el cabello, no usaba sombras en los ojos, no se acentuaba las pestañas, no se empolvaba la cara, no empleaba lápiz labial ni se pintaba las uñas. A ella le bastaba con tomar dos duchas diarias y usar productos naturales en el baño. Aquello era suficiente para sentirse bella. Cuando andaba por la calle, proyectaba una hermosura conmovedora e hipnótica, chicos podían ver flotar su cabello castaño brillante como si éste desafiara las leyes de la física, hombres en la calle la veían caminar, con la boca entreabierta, contemplaban como zarandeaba sus caderas de derecha a izquierda. Hermione era la prueba andante que no se necesitaban de artificialidades para convertir a una mujer en una diosa.

Pero lo que ponía realmente a prueba su paciencia era la docena de cartas al mes que le llegaban a su casa, tratando por medios bastante persuasivos de lograr que ella se convirtiera en una modelo. Hermione tenía atributos de sobra para ser la emperatriz de las pasarelas. Recordaba que en una de las cartas le recomendaba que bajara un poco más de peso y tendría un puesto asegurado en Victoria's Secret. No obstante, Hermione estaba en desacuerdo con el manager: no iba a pasar de tener un cuerpo esbelto a tener uno anoréxico, pero parecía que para los agentes ambos adjetivos fueran sinónimos. Estaba contenta con su anatomía y no la iba a cambiar por nada, ni siquiera por la exorbitante cantidad de dinero que le ofrecían como sueldo. Pero tenía una razón más de peso para negar participación en cualquier agencia de modelaje: ella prefería ser reconocida a causa de su contribución intelectual antes que por sus peligrosas curvas. El cuerpo mengua, las ideas no tienen edad: ese era el mantra que se recitaba Hermione a sí misma cada vez que una carta de alguna conocida agencia de modelaje llegaba a su casa. Para ella, había una regla de oro en lo concerniente a su atractivo.

"Tu cuerpo no es más que la manifestación visible de tu personalidad"

Hermione era una mujer alegre, extrovertida, simpática y de un humor sincero y luminoso. Pese a que era extremadamente inteligente, no ostentaba ese aire de petulancia que acompañaba generalmente a las personas listas. En un momento de su pasado lo había sido, pero la experiencia le fue enseñando a ser más humilde, cosa que no hizo otra cosa que expandir su círculo social. Parecía no tener defectos.

Sin embargo, tenía un grave defecto.

Irónicamente, su mayor fortaleza era su mayor debilidad.

A ella no le gustaba que algo escapara de su raciocinio. Como la mayoría de las personas inteligentes, muchas veces se negaba a aceptar que tenía emociones, sueños, fantasías, miedos y sentimientos y le daba rabia cuando éstos se manifestaban en ella, más que nada, porque no podía luchar contra ellos. Presentaba una insana intolerancia hacia el fracaso: estaba tan acostumbrada a que le salieran las cosas bien que los traspiés eran escasos. Sin embargo, cuando ocurría algún percance, normalmente se ahogaba en vasos de agua, frustrándose y transformando a la Hermione alegre y simpática en la Hermione que fue en sus primeros años del colegio. Muchas veces se escondía de sus empleados, recurrentemente en el baño, para llorar y desahogarse desgarrando el papel higiénico. Su secretario creía que ella sufría de estreñimiento crónico, y el boca a boca hizo el resto. Su defecto permaneció oculto.

Pero lo que le molestaba más que todo lo demás, era el hecho que era mujer. Era incapaz de comprenderse a sí misma muchas veces. Sabía que había periodos en el mes en el que todas las mujeres sufrían altibajos emocionales, lloraban y reían por cosas estúpidas, eran víctimas de verdaderos ataques de rabia al menos contratiempo y lucían perfectamente irrazonables. Pero saberlo no le impedía ser víctima de las complicaciones de ser mujer. Le molestaba porque le gustaba sentirse en control de su vida y, el ciclo menstrual era una de aquellas cosas que no podía manejar, por mucho que se esforzara en tranquilizarse. Le daba mucha rabia darse cuenta que unos cuantos milígramos de estrógenos podían convertir a una mujer inteligente y graciosa en una mujer irrazonable e irascible, llorona e inestable. Por supuesto, había métodos para menguar aquellos efectos, pero Hermione se negaba a mancillar su cuerpo con medicamentos, aunque fueran de origen mágico.

Un buen día, Hermione estaba fuera de su trabajo. Era una mañana de primavera, perfecto para sentarse en la sala de estar y leer un libro. Había uno encima de una mesa ratona. No era muy largo: era un cuento escrito por una amiga suya. Riendo brevemente, Hermione tomó el libro y leyó el título.

-Interesante –se dijo ella mientras leía la primera página.

A medida que sus ojos leían las palabras del cuento, fue asimilando la trama. Parecía venir desde muy atrás.

La historia se trataba de dos dioses, uno benevolente y uno celoso. Éste envidiaba la capacidad de su compañero para crear cosas y seres vivos mientras que él sólo podía controlar el comportamiento de cosas inertes. Cuando éste dios hubo creado la tierra y sus muchos accidentes geográficos, su compañero comenzó a regar su superficie con muchas y variadas formas de vida. Sin embargo, sus planes eran ambiciosos. Recurriendo a todo su poder y habilidad, creó a un ser perfecto, el cual pudiera ordenar en su nombre la naturaleza, convivir con ella y ayudarse cuando las demás formas de vida estuvieran amenazadas.

Ante esto, el otro dios clamó en protesta, argumentando que él era el quien movía los hilos de la Naturaleza y que no necesitaba la ayuda de un ser vivo que fuera creación de otro dios. El más sabio de los dos decía que él era todavía muy joven para entender, pero aquello no hizo más que echar más leña al fuego. Mil años pasaron en un abrir y cerrar de ojos, y la envidia del dios más joven e impulsivo llegó a un límite. Sin que su compañero se diera cuenta, bajó a la tierra y, usando todo su poder, hizo algo que el círculo mayor de dioses no hubiera hecho ni en miles de millardos de milenios.

Los celos y la ira del joven dios hizo que todos los seres perfectos que habitaban en la tierra dejaran de serlo. Los dividió en dos seres diferentes, pero imperfectos. Ahora la Naturaleza estaba en sus manos y los humanos no podrían estar en comunión con ella, ni mucho menos tomar las riendas de ella. Ahora podía descansar en paz y contemplar cómo las cosas se adaptaban a sus designios y veía a los seres humanos, ahora divididos en dos, incapaces de lograr cosas y descubrir nuevos fenómenos. Sin embargo, había algo extraño en todo eso.

Se suponía que las dos mitades debían ser exactamente iguales, pero lo que estaba viendo lo desconcertó un poco. Ambos seres eran totalmente distintos, no sólo en cuerpo, sino en comportamiento. Uno era fuerte, valiente, perseverante y protector. El otro era sensible, comprensivo, amable y hermoso. Sus diferencias físicas eran más obvias si cabe. Mientras uno de los seres era alto, muscular, de cabello usualmente corto y sus facciones más toscas, el otro era de menor estatura, esbelto, de cabello más largo y brillante y facciones más suaves. Sin embargo, jamás volverían a unirse, pues ambas mitades estaban separadas, además de una barrera física, por una distancia enorme. Era imposible que se volvieran a unir. Además, él no lo iba a permitir y estaba dispuesto a poner obstáculos insalvables para que nunca se vieran las caras.

Los demás dioses estaban furiosos con las acciones de la joven deidad, pero el más sabio de ellos, quien hubiera creado a los seres perfectos que ahora estaban divididos, los tranquilizó.

-No se preocupen. Mi compañero aquí puede haber dividido a mis creaciones, pero no dejarán de ser perfectos. Quiero que vean lo que hacen.

Y, desde los palacios celestiales, los dioses contemplaron cómo ambos seres luchaban contra todos los obstáculos de la Naturaleza, sin rendirse, aun dando la cara a la muerte, luchaban por encontrarse, por volver a ser lo que eran antes. Y, aunque sabían que jamás serían uno físicamente, habían hallado una forma de unirse, aunque fueran dos. Era natural, tenía que ocurrir por definición. Aunque un planeta se dividiera en dos, siempre existiría una fuerza que los impulsara a reunirse de nuevo. Y eso ocurría a todos los niveles, con todas las cosas. Aquellos dos seres no eran la excepción. Aun separados, siempre sentirían el deseo de ser uno otra vez. Era una fuerza similar al electromagnetismo y la gravedad, pero era imposible medirla con palabras y era una fuerza más maravillosa, puesto que la distancia no menguaba en absoluto aquel deseo: era más fuerte cuanto más separados estén ambos seres. Pero lo que realmente sorprendió a los dioses fue cuando estos seres lograban encontrarse: un vendaval de emociones, un esfuerzo por fundirse otra vez, parecían lograrlo por instantes… pero después volvían a ser dos.

-Felicitaciones, compañero. Has creado una nueva fuerza. Es irónico que haya surgido a partir del odio y de los celos. Esta fuerza unirá a los seres humanos y será determinante para la evolución de su especie.

Uno de los dioses se acercó a su maestro.

-¿Y cómo se llama?

-Creo que su creador tiene el derecho de ponerle nombre.

Gruñendo de rabia, el dios más joven escogió la palabra más horrible de su vocabulario. En el reino de los cielos era una palabra usada para ofender a alguien de la forma más humillante.

-Se llamará… -hizo una pausa teatral-. Se llamará amor.

Muchos dioses proclamaron su indignación ante el atrevimiento de esa joven deidad. Sin embargo, el maestro de todos ellos hizo un gesto para que todos callaran.

-Si ese es su deseo, que así sea.

Y, aunque entre los dioses era un insulto, la palabra amor se llenó de significados positivos entre los seres humanos, pues representaba una fuerza que unía en lugar de dividir y que los que la sentían, podían sentir fluir la felicidad dentro de ellos cuando al fin hallaban a quien buscaban. Después, la palabra amor se extendió y se designaba así al hecho de sentirse atraído por una persona, a la forma en que buscaba la compañía de la otra persona y de lo que hacían cuando finalmente lograban estar juntos. Así, la expresión "hacer el amor" nació del hecho que cuando un hombre y una mujer se sentían atraídos, construían, sin quererlo, un lazo cada vez más fuerte (el amor) hasta que ambos se sentían como uno.

Cuando terminó de leer, Hermione apenas se dio cuenta que había dejado el libro sobre el sillón. Era una explicación un tanto fantasiosa para cómo había nacido el amor pero, algo dentro de ella, un sentimiento largamente adormecido dentro de ella, interpretó el cuento que acababa de leer como real. Y aquel nuevo sentimiento se manifestó con tal poder que su razón quedó obliterada, reducida a unos cuantos algoritmos sin sentido, arrinconados en alguna parte de su conciencia. Una fuerza invisible, pero incontestable, hizo que Hermione se levantara del sillón, caminara hacia la puerta y saliera de su casa, con una convicción más fuerte que el acero y un destino que ella no conocía, pero que su corazón conocía bastante bien, a juzgar por la decisión con la cual caminaba por la vereda adoquinada que conducía hacia la salida de su casa.

Dos horas después, estaba en el centro de Londres, en medio de una multitud de gente. Sin embargo, algo dentro de ella la guió a través de la maraña de caras, bolsos y celulares hasta una plaza, en cuyo centro estaba de pie un hombre con una hermosa sonrisa en su cara, igual a la que estaba esbozando ella cuando su corazón supo que, tal como los antiguos seres del mundo, había encontrado a su mitad.

Le iba a ganar la guerra a los dioses.