—¿De-deculture! —exclamó la joven mientras miraba incrédula el paisaje.

Todo se había vuelto blanco, como si una enorme manta hubiese cubierto la ciudad y el paisaje que la rodeaba. Era algo que la guerrera Meltran jamás hubiese imaginado.

—¡Max! —gritó —¿Que le ha sucedido a tu planeta? ¿Es un arma química? ¿Es…?

El joven rió con efusividad mientras colocaba a su pequeña niña sobre la nieve. La pequeña estaba tan envuelta en ropas de invierno que apenas podía moverse, pero en cuando sus piecitos se hundieron en la blanca nieve comenzó a reír y a gritar encantada.

—Es solo nieve Miria.

—¿Nieve? Nieve… —repitió la joven saboreando la palabra… —Si nieve, parece un nombre adecuado, es tan…. blanca y fría…

Max suspiró y una nube de vapor salió de su boca. A pesar del terrible daño sufrido por el planeta tras el bombardeo Zentradi al menos las estaciones seguian, mas o menos, siendo las mismas. La nieve habia llegado a la Ciudad Macross y la gente había aprovechado el domingo para disfrutar de la nieve y distenderse un poco del fatigoso trabajo de reconstrucción.

Si, incluso con la reciente capa de nieve los signos de la guerra y destrucción eran aun evidentes. Crateres y restos de maquinaria bélica aún se encontraban diseminados por doquier en las tierras que rodeaban la ciudad, Solo se tenía que escarbar un poco entre la nieve para encontrar algo retorcido o quemado.

Pero no hoy, hoy el invierno había puesto su delicado manto blanco sobre los muertos por la guerra.

—Aunque tienes razón en una cosa— dijo el joven de anteojos con una sonrisa maliciosa en el rostro

Su mujer se había puesto de cuclillas mientras examinaba un montoncito de nieve. —¿En qué cosa, Max?

—En que si es un arma,

Incluso con todos sus reflejos de guerrera intactos, la pesada y voluminosa ropa de invierno jugó en su contra. La pequeña bola de nieve impactó en la frente de la joven quien, algo tarde, saltó hacia atrás al intentar esquivar el proyectil.

—Maldito microniano— exclamó mientras caía sentada sobre la nieve. —Me las pagarás.

Max conocía demasiado bien a su esposa y solo tuvo unas milésimas de segundo para arrojarse tras una barrera de nieve que las enormes palas mecánicas habían despejado solo unas horas antes. La andanada de proyectiles blancos que llovieron sobre su improvisado refugio no cesaron hasta que el maltrecho joven se rindió antes las risas de su pequeña hija.

Ese invierno Max comprendió que los Zentradis podían adaptarse con facilidad a cualquier campo de batalla y que una bola de nieve en manos de su esposa era casi tan mortal como un Queadluun-Rau armado hasta los dientes.